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JOHN WILLIAMS Y SU <<ANTOLOGÍA DE POESÍA INGLESA DEL RENACIMIENTO>>

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por NATALIA CARBAJOSA
          A John Edward Williams (1922-1994), escritor y profesor norteamericano de literatura, se le recuerda sobre todo por su novela Stoner, publicada en 1965, y que es, entre otras cosas, un canto de amor a la enseñanza, incluso ahí donde el desánimo y la mezquindad humana aconsejarían el cinismo y el desapasionamiento. Pero también es el autor de una antología de poesía inglesa del renacimiento titulada English Renaissance Poetry: A Collection of Shorter Poems, publicada por primera vez en 1963 y reeditada en 2016 en la editorial New York Review Books, con introducción del poeta Robert Pinsky. Aunque la lógica lo niegue, resulta inevitable emparentar al protagonista de Stoner, el oscuro profesor de una oscura universidad del Medio Oeste americano, con el John Williams de verdad, autor de la antología. En ella introduce sin beligerancia, pero con firmeza, juicios e interpretaciones más allá de los aceptados durante siglos sin cuestionamiento ni revisión por parte de la academia. Y ofrece una visión mucho más completa que sus predecesores sobre el complejo encaje de la influencia petrarquista en la tradición autóctona anglosajona, no sin reconocer en sus disquisiciones a quien le puso en esa senda, el autor y crítico literario Yvor Winters. Por encima de todo, hay en esta antología, tal como señala Pinsky, una labor literaria y creadora propia de un maestro, cuyo resultado excede con mucho el del investigador convencional.
          Sin negar los solapamientos ni los constantes cambios de una época en la que la poesía era una moda en plena efervescencia, Williams define con claridad tres fases en el tardío Renacimiento inglés: una primera, durante el primer cuarto del siglo XVI, heredera de la poesía medieval de tradición autóctona de los siglos XIV y XV, cuyos autores sobresalientes serían Sir Thomas More, Sir Walter Raleigh y George Gascoigne; otra que, durante el mismo siglo, incorpora la corriente foránea petrarquista, y que encuentra sus cotas más altas en Thomas Campion, Sir Philip Sidney y Edmund Spenser; y una tercera, ya en el siglo XVII, que encuentra la síntesis de las dos anteriores en autores como Fulke Greville, William Shakespeare, John Donne y Ben Jonson. Respecto a la primera, Williams enumera los siguientes rasgos distintivos: asunto genérico y de amplia significación humana; relación directa entre el poeta, que no adopta ninguna máscara ni personna, y el tú al que dirige su poema; contenido informativo o narrativo, siempre in crescendo, y adecuación del ritmo y la sintaxis a la medida del verso (1). A cambio, la poesía de influencia petrarquista se basa en una voz poética idealizada que no se dirige a un tú de carne y hueso sino a alguna convención apostrófica (la luna, la musa), es descriptiva en vez de informativa, y pone todo el énfasis en matices de percepción, altamente deudores del ornato retórico, antes que en la profundidad del asunto elegido.
          Para Williams, la fusión de ambas tradiciones es inevitable y, dentro de las carencias de cada una y la imperfecta adecuación de una en la otra, considera que el resultado es más satisfactorio que decepcionante: matrimonio no del todo armonioso, como casi ninguno, pero matrimonio al fin y al cabo, según él mismo explica. Los poetas que confirman las bondades de esta fusión, de los que el antólogo aporta múltiples ejemplos, combinan, aunque parezca un oxímoron, la profusión verbal petrarquista y sus ritmos enrevesados con una economía de medios y un decir directo y hasta sentencioso más propio de la poesía autóctona. Naturalmente, será el lector quien, después de leer la antología, esté en situación de decidir si los argumentos de Williams le convencen o no (2). Pero en cualquier caso, su interpretación de esta cuestión es original, luminosa, y yo diría que felicísima para quien se acerque a la poesía del período como lector o como poeta, no simplemente como estudioso, o incluso con ánimo de releer movimientos posteriores (simbolismo, modernismo) a la luz de las conclusiones que este estudio aporta.
          El imperfecto encaje de Williams en la academia, pues no otra puede ser la razón de la originalidad de su visión crítica, está por supuesto en relación con su faceta creadora. Hemos dicho que Williams es novelista, y como tal se le conoce sobre todo en español. Sin embargo, también es autor de dos libros de poemas que hoy es prácticamente imposible encontrar (recemos para que editores y traductores, al igual que han redescubierto recientemente a un gran novelista que había caído en el olvido, hagan lo propio con el poeta). El limitadísimo acercamiento a su poesía que nos ofrece la red, no obstante, es suficiente para asomarse desde un nuevo ángulo al Williams que, con un pie en la poesía renacentista inglesa, nos interpela desde la vida contemporánea:
 
ODE TO THE ONLY GIRL
 
I've seen you many times in many places--
Theater, bus, train, or on the street;
Smiling in spring rain, in winter sleet,
Eyes of any hue in myriad faces;
Midnight black, all shades of brown your hair,
Long, short, bronze or honey-fair.

 Instantly have I loved, have never spoken;
Slowly a truck passed, a light changed,
A door closed--all seemingly pre-arranged--
Then you were gone forever, the spell was broken.
Ubiquitous only one, we've met before       
A hundred times, and we'll meet again
As many more; in hills or forest glen,
On crowded street or lonely, peaceful shore;
Somewhere, someday--but how will we ever know
True love, how will we ever know?

 
ODA A LA ÚNICA CHICA
 
Te he visto tantas veces y en tantos lugares:
en el teatro, el tren, el autobús o la acera;
sonriéndole a la lluvia de invierno o primavera,
ojos de cualquier tono en miles de semblantes;
de todos los matices de castaño o muy negro,
corto o largo, rubio o cobrizo tu cabello.
De inmediato he amado, jamás he hablado;
un camión que pasaba, una luz que cambiaba,
puerta al cerrarse… todo fijado se antojaba:
y ya te habías ido, el hechizo quebrado.
Una sola la ubicua, nos habíamos visto
antes cientos de veces, y pronto nos veremos
muchas más; en los claros del bosque o los cerros,
en bulliciosa calle, o en solitario risco;
algún día en algún sitio… pero, ¿cómo sabremos
si es amor verdadero, cómo lo sabremos?
(3)
          Son evidentes, en este poema, los guiños a la poesía del Renacimiento: la rima, el ritmo ordenado en pentámetros, la conclusión —propia del soneto inglés— del pareado final, los escenarios pastoriles (“in hills or forest glen”), los elementos de la naturaleza dispuestos en antítesis (“in spring rain, in winter sleet”), la “descripción” de la amada (ojos, cabello). El sujeto y el asunto, sin embargo, son eminentemente contemporáneos: multiplicidad, indecisión, fragmentación, amor que es a un tiempo platonismo idealizado y descubrimiento del “otro” del psicoanálisis, y ese deambular urbano que, hasta el advenimiento de las redes sociales y la reclusión a la que nos han condenado, constituía nuestra segunda piel. Sólo un poeta de verdad podía ofrecer una fusión tan elocuente de la poesía del Renacimiento y la del siglo XX. Y tan hermosa, me atrevo a añadir.
 
 
 
 
—————
(1) Se ha de tener en cuenta que el verso inglés no se mide en sílabas como en español, sino en pies (beats), en cada uno de los cuales aparece al menos una sílaba acentuada y tantas sílabas no acentuadas como se quiera. En la poesía renacentista de origen autóctono, la experimentación a la que puede dar lugar la disparidad de sílabas acentuadas y no acentuadas apenas existe; con lo cual, los poemas poseen casi siempre un ritmo uniforme y, en sus ejemplos menos conseguidos, rígido y monótono. La influencia petrarquista rompe con esa rigidez y permite a los poetas experimentar con multiplicidad de ritmos que, a su vez, anulan la ecuación estructura sintáctica/verso.
(2) Personalmente, encuentro que los argumentos de Williams no sólo encajan con lo que mi profesor de literatura isabelina en la universidad de Salamanca, Antonio López Santos, nos explicaba allá por los años 90 del siglo pasado, sino que además le confieren mucha más resonancia a la idea de que la poesía inglesa de ese período, incluso la más cercana a la línea seguida por nuestros Garcilaso y Boscán, responde a una idiosincrasia o una manera de ver el mundo muy particular.
(3) Mi traducción.
 
 


KJELL WESTÖ: SÓLO ARDEMOS UNA VEZ

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ

         Kjell Westö publicó hace años Por donde una vez caminamos, una novela sobre cómo llegó el jazz a Finlandia. En ella dice que sólo ardemos una vez, que prestemos atención cuando ocurre.
          El libro lleva el subtítulo ‘Novela sobre una ciudad y sobre nuestras ansias de crecer más alto que la hierba’. Y esa ciudad que es Helsinki se muestra, si uno pasea por ella, por los barrios bohemios de hormigón o los barrios de escritores de casas de madera o los de la burguesía elegante de casas art nouveau, llena de la misma audacia traviesa que inspiró las películas de Aki Kaurismaki o las rebeldías melancólicas del Kalevala. Y ese crecer como la hierba con un aliento de Walt Whitman se nota por todas partes en Finlandia como no sospechan los que creen que es un país de brumas y de pocas historias. No se imaginan cuánta vibración hay en ese país de lagos y de ciudades industriales reconvertidas en fantasías artísticas. Y Kjell Westö se ha convertido en ese escritor que ha destilado toda la vibración callada de Finlandia.
       Infinidad de personajes circulan por la novela. Cuenta cincuenta años de Finlandia. Se podría considerar una Guerra y paz melancólica de Finlandia. Los destinos se separan, se entrecruzan, se hilvanan, se encuentran más tarde. Hay personajes fanáticos, escépticos, melancólicos, vividores, aprovechados, rebeldes, sin escrúpulos, inocentes. Y la vida los acaba arrinconando a todos.
        Sólo ardemos una vez, después únicamente queda el resplandor, dice un personaje. Y también: escuchemos la canción cuando suena, para qué quedarse a escuchar los ecos. Es una invitación a prestar atención a la vida, que no se deja controlar por nosotros. Por delicadeza, podemos perder la vida, como decía Rimbaud.
La vida se nos va de las manos. Pero aún hay quien aspira apasionadamente detrás de ella: Cuando me agacho, mi mano todavía siente el calor en los adoquines de las calles por las que una vez caminaste. En cada sitio por el que alguien ha pasado perdura el recuerdo de esa persona. La mayoría no lo ve, pero para los que conocen y aman a esa persona la imagen que surge cada vez que pisan esos lugares es perfectamente nítida.
       La muchacha Vivan, que sobrevive a través de todos los avatares y las penurias, representa esa obstinación de la vida. Por algo le llamaron Siempreviva. Y los señoritos arrogantes que le pusieron ese nombre de forma burlona y prepotente no se dan cuenta de que han sido lúcidos sin querer. Como los que se burlaron a fines del siglo XIX llamando impresionismo a la pintura de Monet.
        La clave es la llegada del jazz a Finlandia. En los años veinte llega en un barco desde Nueva Orleans una banda que trae todas las trepidaciones de la vida, rompe los prejuicios, se abre a todas las razas. Llega una música insólita, que lo rompe todo, se corta, se improvisa, se respira, se goza. Helsinki alucina y se ve arrastrada en esa vitalidad prodigiosa.
Dos muchachos fascinados, que todavía no pueden entrar en el local, acuden con fervor todos los días, hasta que se atreven a hablar con los músicos. Y les piden tocar con ellos. Al principio lo hacen torpemente, no encuentran su swing, pero más tarde serán los sucesores.
        Hay una mujer rebelde, Lucie, que escandaliza y cautiva a todos, que rompe moldes, que viaja a París y trae nuevos estremecimientos, que no se encierra, que late con todo. Ella ama al músico negro, en secreto, porque los prejuicios son feroces. Lo ama en nombre de todas las mujeres que no se atreven. Y ama al joven obrero radical, más allá de las ideologías y de las clases. Probablemente la mayor tragedia es la suya, ese intento de vivir por encima de todo, la belleza del vivir detrás de las cortapisas.
        El fotógrafo es otro personaje vitalista y trágico. Acaba destruyéndose a sí mismo, rodeado de fanáticos. Los rojos y los blancos son fanáticos, la rebeldía finlandesa contra el dominio secular de Rusia acaba siendo fanática. El fotógrafo ha hecho fotografías de mujeres desnudas en visiones bellísimas, pero un comité de caballeros puritanos decide romperlas. Solo Lucie conserva la suya. Es el decoro contra la vida, dice Lucie. Es el fanatismo gilipollas contra la vida.
La novela sigue el ritmo del jazz. Las historias se interrumpen, se enlazan, se retoman más tarde, añaden voces libremente, usan la síncopa, la mezcla.  Son como las evoluciones del jazz. Y están todas las tonalidades de la trompeta: el lirismo, el horror, la ironía, el aliento épico, la desolación, el entusiasmo.
        El ritmo es rápido, pero a veces se detiene en raptos de sensibilidad, en miradas sutiles. Aunque el tono es urbano, a Westö no le falta la delectación con la naturaleza, el biologismo, el sentir el misterioso empuje de los seres vivos, como hacía su compatriota Sillampaa en novelas como Noche de verano.
        En resumen, es una ejecución magistral de jazz literario, es un concierto de palabras realizado con toda la soltura de un músico de jazz en los fríos melancólicos de Finlandia. Para que se vea que la vida imprevisible asombra en todas partes. Por si no nos bastaba con el humor rebelde y simpático de Arto Paasilinna. La novela de Westö se apodera de nosotros durante setecientas páginas, nos lleva de aquí para allá, nos provoca todos los vagabundeos espirituales, nos suelta el aliento animado en infinidad de pasajes.
         La novela nos muestra cómo los hombres son víctimas de la Historia y tratan de expresarse a pesar de ella, cómo la Historia es la gran gilipollez que nos malogra, pero que no puede impedir que saltemos todos, ya sea con las brujas, con los mitos o con el jazz. Y que la vida vibra en todas partes, tal vez paradójicamente más allá donde las gentes creen que no se encuentra. Podríamos decir que los finlandeses reinventaron el jazz, y lo vivieron con toda la ilusión, igual que inventaron el tango, según ellos, y que inventaron los festivales de guitarra imaginaria.
           Por donde una vez caminamos dice que sólo ardemos una vez y que tenemos que hacer caso de ese incendio. Y nos muestra con trompeta maestra todas las derivaciones de ese incendio. Deberíamos leer con pasión esa novela y hacerle caso. Sentir sin prejuicios todas las bellezas de la vida, como quería Lucie.

POESÍA Y TRADUCCIÓN: UNA LECCIÓN DE GEOMETRÍA

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por NATALIA CARBAJOSA

       Resulta difícil hablar de la relación entre poesía y traducción sin repetir motivos eternamente discutidos y nunca resueltos del todo. Están, por ejemplo, quienes se adscriben a la imposibilidad absoluta de traducir poesía, entre cuyas razones destaca el célebre adagio de Robert Frost: «Poesía es lo que se pierde en la traducción». Otros, para matizar aseveraciones tajantes, deciden buscar términos que sustituyan al vocablo “traducción,” como si este fuera en sí mismo hostil a la poesía y necesitara ser suavizado; y así, Roman Jakobson afirma que, donde la traducción es imposible, sí se puede realizar una «transposición creativa» (cualquier cosa que esto sea). Marina Camboni habla de una «recuperación» de la emoción, la imagen, el concepto y el resto de elementos presentes en el poema original; George Steiner aduce que el traductor «vuelve a experimentar» las relaciones entre el lenguaje y el mundo que el poeta ha establecido; y Octavio Paz utiliza el término «transmutación» para explicar que la actividad del traductor no difiere tanto de la del poeta, sino que simplemente se produce en sentido inverso.
        Entre los autores citados en el párrafo anterior hay dos poetas, un lingüista y dos académicos de la literatura, todos ellos además traductores ocasionales; señal de que el problema de la traducción de poesía interesa desde muchos ámbitos. En efecto, la traducción se presta como mínimo a tres tipos de aproximaciones: la empírica, esto es, la que van forjando sobre su propia praxis los traductores, respondiendo sobre todo de manera intuitiva —aun cuando se les presuponga una formación lingüística y literaria sólidas— a cuestiones concretas; la lingüística, concebida sobre todo como herramienta que describe taxonómicamente las intuiciones de la práctica de la traducción en categorías como “modulación, transposición, adaptación”, etc.; y la filosófica, que considera la traducción un verdadero ejercicio de hermenéutica, por cuanto el traductor en realidad interpreta, y aquello que interpreta no es solamente un texto sino el “horizonte de una tradición”. Esta última aproximación, de la mano de autores como Gadamer y Derrida, sostiene que, efectivamente, la traducción de poesía es imposible porque el significado es específico de cada cultura y entre el poema original y su traducción se genera una distancia que nunca llega a superarse por completo. Sin embargo, y a diferencia de quienes no van más allá de la imposibilidad, desde estos principios dicha distancia se asume con naturalidad, ya que lo que se traduce, como pretendo exponer a continuación, constata una pérdida a cambio de una ganancia de mayor calado. Iré desgranando esta cuestión en diferentes pasos; baste saber, por el momento, que para mí poesía y traducción comparten una misma imposibilidad, a saber, la de acercar las palabras del todo a las cosas, o el lenguaje a la realidad, circunstancia que las hermana y permite estudiarlas en paralelo desde un enfoque sin duda filosófico, pero que no puede perder de vista los otros dos (el empírico y el lingüístico). Con lo cual, sostengo que, aunque a veces duela, no hay que tenerle miedo al término “traducción” cuando aparece junto a la poesía. Pido, eso sí, benevolencia para desviarme ligeramente ahora de este motivo, con el fin de volver a él con mejores pertrechos.
                  Historia de un triángulo
 
       Propongo que nos traslademos, en primer lugar, hasta el diálogo de Platón que lleva por título El banquete, o del amor. En él se nos explica que Eros es hijo de Poros y Penia. “Poros” es salida, vía, modo de llegar a alguna parte. “Penia” es pobreza, miseria, carencia. Eros participa de las dos condiciones de sus progenitores: es capaz de ver un camino, pero incapaz de encontrar la manera de habitarlo; lo que llega a alcanzar siempre termina por escapársele. El personaje del diálogo que así explica la naturaleza del deseo, Diotima, afirma textualmente que «de la misma manera que hay algo intermedio entre la ignorancia y la sabiduría, así también en lo que al Amor atañe, ya que reconoces que no es ni bueno ni bello, tampoco creo que deba ser feo ni malo, sino algo intermedio entre dos extremos». El término clave aquí, según Emilio Lledó, sería metaxú, esto es, “intermedio.” En un artículo titulado ‘El espacio de la traducción poética’, Lledó afirma que «un mundo intermedio, múltiples mundos intermedios, fluyen por el espacio de la comunicación humana». Antes que en la traducción, el filósofo se basa en la poesía misma: «Todo decir, y especialmente el poético, está por naturaleza condenado o destinado a vivir fuera de sí, en ese espacio “intermedio”». A lo que yo añadiría, en una incipiente valoración, que la traducción de poesía debería aspirar, precisamente, a reproducir o señalar la presencia de ese mismo hueco o distancia entre dos extremos que queda sin resolver en el original. Dicho de otro modo: la traducción de un poema debe conservar la capacidad de sugerir que transmiten los espacios en blanco y los silencios del poema original, no menos, sino incluso más, que lo que el poema dice.
        Seguimos en el mundo clásico, de la mano de la poeta canadiense y traductora de literatura griega Anne Carson. En su ensayo Eros the Bittersweet, Carson se fija en el mismo ejemplo del Banquete que Lledó, y analiza la naturaleza del deseo que ahí se describe, en esta ocasión a partir de la poesía de Safo. Descubre Carson que, siguiendo con la misma noción de la naturaleza de Eros como el perennemente condenado a correr tras su objeto de deseo sin llegar a alcanzarlo, Safo presenta a menudo en sus poemas una figura geométrica, el triángulo, cuyos tres vértices estarían constituidos por los siguientes elementos: a) el amante, b) el amado u objeto de deseo, y c) ese hueco o espacio intermedio, a veces encarnado por un tercer personaje que, al triangular, esto es, aportar un punto de vista equidistante, impide la unión total, lineal, de los otros dos.
        El espacio intermedio al que Lledó y Carson apuntan desde los clásicos ofrece nuevas interpretaciones a partir del mito bíblico de Babel, mito de los traductores por excelencia. Existen, por supuesto, multitud de versiones alternativas a la canónica, que nos dice que la destrucción de la torre supuso que los hombres dejasen de hablar una única lengua y las civilizaciones se desgajaran en multitud de lenguas incomprensibles entre ellas. Una de estas versiones alternativas corresponde a una secta jasídica centroeuropea del siglo XVIII, de la que oí hablar por primera vez a Gustavo Martín Garzo en relación con la poesía. Según dicha versión, antes de la construcción de la torre, cada pueblo tenía ya su propia lengua, más una lengua común que les permitía a todos ellos comunicarse con Dios. Es esta última la que habrían perdido tras la destrucción de la torre; y es sin duda esa comunicación perdida con la divinidad la que recupera, en los orígenes de todas las civilizaciones, un mediador singular: el chamán, el inspirado, el poeta. Renombrando, pues, los vértices del triángulo propuesto por Safo/Carson, nos encontramos con que, donde se situaba el amante, aparecen todos los pueblos de la tierra; donde el amado, los dioses; y, en el espacio intermedio entre estos dos extremos que aún estaba sin nombrar, por fin un nombre: el poeta.
        Un tercer salto cronológico nos llevaría hasta el estructuralismo y las teorías sobre el lenguaje que a partir de este movimiento se generan a lo largo del siglo XX, cuando se estudia con detenimiento el hueco entre las palabras y las cosas. O, dicho de otro modo, entre el lenguaje y la realidad; hueco propiciado por la consideración del lenguaje como un sistema de signos arbitrario e imperfecto que, necesariamente, ha de dejar siempre un espacio intermedio (también conocido como desplazamiento, significado diferido, etc.) entre su cualidad de significante y la cosa referida. Esta limitación de nuestra principal herramienta de comunicación permite a Michel Foucault concebir una variante del mito de Babel: «Las lenguas se separaron y se hicieron incompatibles sólo en la medida en que previamente habían perdido su semejanza original con las cosas que habían sido la razón primera para la existencia del lenguaje».
        Hay en la interpretación de Foucault una lectura hacia el pasado y otra hacia el futuro que ya es presente. Pasado porque, en efecto, en las sociedades premodernas, pre-científicas y por tanto pre-agnósticas, todavía prevalece la idea de que a cada cosa, por jerarquía divina, le corresponde una palabra (“nomina sunt numina”). Y futuro que ya está aquí porque, sin duda, el hueco entre las palabras y las cosas no ha hecho sino agrandarse en nuestras sociedades contemporáneas, donde la especialización de los saberes, la virtualización de la experiencia y la pérdida de una identidad colectiva articulada, entre otras razones, han dado la vuelta a la manera misma de comunicar y de significar: es la sociedad del simulacro que dibuja Baudrillard, en la que los signos anteceden a las cosas referidas en aras del consumo o la manipulación política (cuestión que sería por sí misma objeto de otro debate). De este modo, nuestro triángulo, cargado ya de elementos (amante/seres humanos, amado/dios, espacio intermedio/poeta-mediador), puede renombrarse de nuevo: en un vértice se situarían las palabras, el lenguaje; en otro, las cosas referidas, el mundo; y en el tercero, vuelve a abrirse un espacio que, aunque de momento identificamos como imposible de cubrir, será disputado, como un Eros jadeante detrás de su presa, por el poeta… y por el traductor.

                 El triángulo se complica
 
        La poesía, por definición, es el arte de decir aquello que no se puede decir. Más aún: aquello que no se puede llegar a decir, dada la imperfección de su herramienta principal —que no exclusiva—, esto es, el lenguaje. Fijémonos brevemente en los términos con los que algunos pensadores abordan este asunto: María Zambrano concibe la poesía como la llave que abre espacios percibidos «no como conquistados, sino como recuperados, puesto que se ha vivido con la angustia de su ausencia». Ramón Xirau, abundando en la idea de que la poesía se acerca a la imposibilidad de decir, o dicho de otro modo, al no decir, ofrece una nueva configuración de los tres vértices del triángulo: «el verdadero decir que es la poesía está siempre en el límite entre silencio y palabra» (apuntemos pues: palabra y silencio; y equidistante entre ambos extremos, poesía). La propia Zambrano expresa lo mismo de este modo: «la palabra poética quiere borrar la separación entre estos dos extremos, lenguaje y silencio». La poesía, por tanto, es consciente de la imposibilidad de su tarea. No puede salvar del todo el hueco entre lenguaje y realidad, que es en lo que se afana (esto es, en crear una ilusión de unidad semejante al antiguo “nomina sunt numina”), porque llegar al grado absoluto de la identificación entre palabra y cosa supondría… el silencio.
        Por otro lado, el poeta es consciente de que, cuando escribe, no es dueño del todo de lo que escribe. De nuevo hemos de volvernos a Platón, quien en el Ión, probablemente la primera obra occidental donde se intenta comprender el fenómeno poético, presenta al poeta como un mediador entre la realidad y una manera de expresarla no del todo racional. Ese uso especial del lenguaje en poesía, que el poeta recibe como al dictado y con voluntad de explorar los límites del lenguaje mismo, le hace afirmar a Ana Blandiana, por ejemplo, que «escribir poesía es como escribir en una lengua que no se domina bien del todo». María Tseváyeva llega incluso más lejos cuando sostiene que «escribir poesía ya es traducir la lengua materna a otra lengua, una lengua universal». Cuidado porque el triángulo, me temo, se va complicando: en un vértice podemos situar la lengua materna, o lengua de uso de un poeta perteneciente a una cultura en una época determinada (palabra en el tiempo, que diría otro poeta); en otro, la lengua universal, esto es, la hipotética Ur-Sprache que, bien desde la lingüística, bien desde la metafísica que nos retrotrae a los tiempos pre-babélicos, está en consonancia con expresiones que ya han aflorado a lo largo de esta charla: “horizonte de una tradición,” “recuperación,” “volver a experimentar…”. Anamnesis platónica, podríamos añadir.
        Desde esta perspectiva, la poesía traduce de una proto-lengua común a toda la humanidad a las distintas lenguas vernáculas; recorta el espacio entre ambas que, como en una nebulosa, se recibe como recuerdo antes que como novedad al leerlo. Es como si esa lengua universal fuese un inmenso océano del que los poetas, cada uno desde su orilla, fuera sacando cubos con los que ir mezclando la arena, de distinto grosor y textura en cada orilla, para formar un barro o una arcilla compuesta precisamente por los dos elementos, el agua común y la tierra autóctona. Una idea hermosa aunque, hasta cierto punto, también confusa. Entre quienes la cortejan, Octavio Paz parece ser quien más luz arroja a la cuestión.
        Afirma Paz que, a pesar de que la confusión babélica trajera la pérdida de ese lenguaje universal, en las sociedades pre-modernas «la universalidad del espíritu era la respuesta a la confusión babélica […] la traducción disipaba la duda: si no hay una lengua universal, las lenguas forman una sociedad universal en la que todos, vencidas ciertas dificultades, se entienden y comprenden». Digamos pues que la confianza en el lenguaje se traslada a la confianza en la traducción. No se concibe el espacio intermedio como una amenaza, sino como un problema dotado de fácil solución. La Edad Moderna, sin embargo, destruye esa seguridad.
         Poner en entredicho la relación entre las cosas y sus nombres conlleva la imposibilidad de traducir del todo aquello que, de entrada, ni siquiera se puede llegar a comunicar del todo. Hay que esperar pues a la corriente hermenéutica del siglo XX que, sin dejar de reconocer la naturaleza insalvable del hueco, vuelve a apelar a la universalidad, no del lenguaje sino de la cultura. Dicha corriente aporta, en palabras de Martin Heidegger, una nueva definición de traducción: «Traducir no consiste simplemente en facilitar la comunicación con el mundo de otra lengua, sino que es en sí una roturación de la cuestión planteada en común. Sirve a la comprensión recíproca en un sentido superior». Esa cuestión planteada en común nace, para Lledó, de la vivencia interna: traducir consiste en el «descubrimiento de los significados universales que parten del mundo interior». Walter Benjamin aduce que, dado que ni el mensaje ni el enunciado de un poema son cruciales, la traducción del mismo debe ser, en última instancia «la expresión de las relaciones más íntimas entre las lenguas». Idéntica noción de una red de relaciones supralingüísticas le hace concluir a Paz que «en cada período los poetas […] escriben el mismo poema en lenguas diferentes».
        Tenemos, pues, una remodelación del triángulo con un vértice fundamental, más que nunca hoy en el mundo globalizado, que es ese bagaje interno y externo que como humanidad del siglo XXI compartimos, no tan diferente, por cierto, del de quienes nos han precedido; basta con leer cómo se quejan los líricos arcaicos griegos, siglos antes de Cristo, de que la juventud sólo piensa en divertirse, por ejemplo. Ese es en el momento presente, sin duda, el principal elemento mediador entre un poema y su traducción. Un espacio, sí, nunca salvado del todo, pero en modo alguno insalvable hasta cierto punto, en función de la pericia del traductor. Desde esta reubicación, situando al poema y a la traducción en un mismo plano de posibilidad e imposibilidad, pero estableciendo la relación entre ambos no exclusivamente desde el lenguaje de partida y el de llegada sino desde la perspectiva, más amplia, de leer ambos lenguajes contra el tapiz de una tradición compartida, obviamente más palpable cuanto más cercanas sean desde la historia y las familias léxicas las lenguas involucradas, considero que no se puede negar la viabilidad de la traducción de poesía.
         Todo lo dicho, obviamente, no incide en la cuestión de las buenas o malas traducciones desde un punto de vista técnico. El poeta Carlos Javier Morales señala al respecto, en un artículo de 2007, lo siguiente: «Mi experiencia como lector de poetas traducidos al castellano me ha conducido con frecuencia a sensaciones desconcertantes: si por una parte he entrado en contacto con mundos personales y sociales ajenos a la poesía hispánica, por otro lado he lamentado la insuficiencia de una expresión casi siempre renqueante, postiza, muy desproporcionada con la profundidad de ideas y emociones que trata de transmitirnos el autor extranjero en cuestión, y que en castellano apenas conseguimos entrever». Al mismo tiempo, Morales elogia la labor del Taller de Traducción de la universidad de La Laguna, coordinado por Andrés Sánchez Robayna y garante, desde hace años, de una buena praxis en la traducción de poesía.
        Todos tenemos ejemplos que aportar, felices y desafortunados, de nuestra propia experiencia como lectores de poesía traducida. La traducción de poesía es ardua y ni una formación técnica sólida, ni una intuición poética acertada, ni una erudición literaria garantizan el éxito por sí mismas, aunque por supuesto ayuden. El éxito es la suma de esos tres factores y algo más, ya que el traductor ha de aparcar su tentación de modificar, por los motivos que sean, el tono o registro del texto original. Asimismo, se verá constantemente impelido a tomar decisiones que favorezcan algún aspecto parcial del texto de origen (el sonido, la connotación, el ritmo…) en detrimento de otro (el sonido, la connotación, el ritmo…). En cualquier caso, no se puede prescindir de las traducciones de poesía: aferrarse a su imposibilidad, sencillamente, no es una opción, como tampoco lo es dar por buenas traducciones que se dejan por el camino la genialidad del poema de partida, dondequiera que esta resida.
        Para comprobarlo, hagamos una prueba con la que, además, concluiremos esta sencilla lección de geometría: pongamos en un extremo de este triángulo, ya tantas veces metamorfoseado, nuestro nombre; en el otro, el de cualquier poeta fundamental en nuestro horizonte de lecturas pero que no podamos leer en su lengua: Hölderlin, Rilke, Ajmátova, Kavafis, Basho, Szymborska, Shirazí, Holan… Ambos vértices cambian constantemente de nombres, en función de quién los escribe. Sólo el tercero, el mediador, el que vive en el hueco entre ambos con conciencia de que es el reflejo de otro hueco anterior; esto es, el que una vez ocupó un poeta entre una lengua y su propio decir, posee un nombre fijo, permanente, insustituible: el traductor.

COLOMBIA, GUERRA Y PAZ

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ

      En Colombia la literatura refleja la vida, y viceversa, como en todos los países. Y allí hay mucho de exagerado, confuso, hinchado, violento, en la literatura y en la vida. Héctor Abad en El olvido que seremos relató cómo mataron a su padre y a muchos liberales en Medellín. Los paramilitares con la complicidad del gobierno sembraron el terror en el país e hicieron imposible toda discusión. Germán Castro Caicedo en Que la muerte espere habla de campesinos asesinados y arrastrados de aquí para allá por unos y por otros. Que parecen aplastados por una maldición bíblica, que no saben por dónde vendrán los tiros. Lo malo es que la muerte no espera. Pero algunos se rebelan contra ella, como Albert Camus en El hombre rebelde. Haría falta que leyeran más a Albert Camus.
        Juan Gabriel Vásquez habla en El ruido de las cosas al caer de cómo lincharon a un elefante que se había escapado de la antigua hacienda de Pablo Escobar y causaba destrozos en los sembrados. Pobre elefante, que no tenía la culpa de la hinchazón “caligulesca” de Escobar. La novela habla del ruido que hacen las cosas al caerse de un avión dinamitado por Escobar, es el ruido y la furia de Colombia. Pero al hablar del elefante tiene su toque de lirismo.
    Sí, hay demasiada truculencia, demasiado realismo mágico. Demasiados coroneles y demasiadas guerras interminables. Y demasiados excesos garciamarquiamos. Gabo se inspiró en las novelas de caballerías, pero los caballeros se dedicaban solamente a pelear y lo arreglaban todo con las armas. Creo que ya les hace falta un poco de paz burguesa. Hace falta el relato de Italo Svevo sobre cómo un viejo cruza sencillamente una calle en Trieste.
Los colombianos tienen un orgullo nacional ilimitado. Creen que, a pesar de todo, su país es el mejor del mundo. Escuchándolos ellos tienen la mejor comida, el mejor queso, las mejores mujeres, el mejor lenguaje, la mejor música. Entonces, ¿por qué no disfrutar de esas maravillas en paz? Les hace falta alguien que cante su “suave patria” de colegialas que llegan por la tarde, y el sabor del pan como hizo Ramón López Velarde en México. Sentir la nostalgia, el paso del tiempo, las fantasías junto al agua, los juegos de los niños.
       Sí, les hace falta la lírica. Las canciones nostálgicas en el bar El Sotareño de Popayán, donde el viejo Agustín Sarria pone sus vinilos inagotables en la penumbra. La hacienda El Paraíso, cerca de Cali, en la que se desarrolla María de Jorge Isaacs, donde los niños meditan con las piernas puestas encima de los pequeños canales. Tomar un canelazo en el laberinto de terrazas de El Gato Gris, en La Candelaria de Bogotá.
       Dos viejos tardan cincuenta años en declararse en El amor en los tiempos del cólera y al final deciden quedarse en un barco en el río Magdalena y no volver nunca más a la tierra donde se destrozan los sueños. En un cuento de Álvaro Cepeda Samudio un hombre intenta olvidar un piano blanco toda la vida sin conseguirlo («cuando entré por primera vez en esta casa y lo vi en su rincón, abandonado como un gran animal blanco y triste, comprendí que debía alejarme enseguida de aquel lugar, que no debía volver más a esa casa»).  Les hace falta ese lirismo.
       Los edificios duermen en el tiempo como si flotaran en el río Magdalena en Mompox. Hay tiendas perdidas en mitad de Los Andes, en el departamento de Tolima, que uno no sabe cómo alguien se atrevió a colocar sobre los abismos. Las terrazas escondidas tras los árboles en Aracataca se llenan de recuerdos que no se atreven a ser Macondo. Hay que evocar esas cosas, como han hecho Candelario Obeso en Mompox, Aurelio Arturo en el sur, Gabo en algunas páginas sobre Macondo.
      En los museos de Bogotá se ve a unos viejos de la cultura Tumaco, en el Pacífico, que se ríen descaradamente, mostrando todas sus arrugas, como si conocieran la falacia de las doctrinas y no les quedara más que disfrutar los momentos. Son como pequeños nietzsches líricos, que te dicen: déjate de gilipolleces y de armas y respira lo que todavía queda de vida. Les hacen falta esos poetas. 
       Sí, ya han contado demasiadas desmesuras, demasiadas grandezas épicas. Y se han rasgado demasiado los testículos como Fernando Vallejo. O demasiado nadaísmo estridente de Gonzalo Arango. Ya va siendo hora, joder, de aburrirse un poco, o de tomar una copa. De escuchar a Chopin o arreglar la camisa de hilo. Ya está bien de la Guerra de Troya, de la Biblia, de la Tragedia Griega, de todas esas cosas que influyen en la literatura y la vida de Colombia.  Tal vez ya basta de cierto Faulkner. Y si no, hay que buscar en la Biblia el Cantar de los Cantares. O en Faulkner aquel cuento sobre las reminiscencias de un olor a verbena.
        Tal vez hay que mirar los zapatos viejos que no nos atrevemos a tirar, como decía Luis Carlos López en un poema que está grabado en piedra en Cartagena de Indias. O recordar esos días en que nuestra alma está un poco torcida, como un cuadro en la pared difícil de enderezar, como dice el irónico metafísico Rómulo Bustos.
        El expresidente Uribe es como el Cid Campeador de los colombianos y quiere su epopeya de la guerra y muchos se la cantan. Pero Colombia ha tenido ya demasiadas epopeyas descomunales, demasiadas hazañas bélicas como aquellas de los tebeos. Hace falta un poco de poesía o de emoción o de zumbido. Como ese desgarro interior y maldito de la poesía de Raúl Gómez Jatin («toma mi poesía con este brazo, / acabo de arrancarlo»). O como las páginas de la novela del romanticismo, María, en la que no ocurre nada, pero uno alucina a cada instante con la pasión de la naturaleza («las nubes se extendían como una bailarina de Oriente que apartara sus velos»).
       Siéntense a saborear el sentido de la tierra que todavía queda, como diría Nietzsche. García Márquez empezó escribiendo en Barranquilla unos textos que se inspiraban en el Natanael de Los alimentos terrestres de André Gide. El Natanael de Gide invitaba a disfrutar y a saborear la vida como fruta abierta sin pensar en maximalismos ni en doctrinas. Hay que salir de la Historia feroz e interminable e instalarse en los instantes, y tomar guayaba. Hay que dejar de pelear por Helena, como decía Derek Walcot, y acostarse con ella.  O colocar bien el culo, como las gordas de Botero.
        Sí, creo que Colombia tiene ya demasiada acción desaforada, demasiado realismo mágico. Necesita más el poema, el acordeón, la canción de Medellín inspirada en las rancheras mejicanas, el canto suave de los llanos. Los libros de Juan Gossaín (Puro cuento, La muerte de María Abdala) que incitan a la magia irónica y a disfrutar del Caribe. No me hace ilusión ver en Cartagena de Indias los entierros al ritmo de champeta, eso me sugiere que van a empezar los tiros. Prefiero las siestas indolentes, las viejas fotos en blanco y negro guardadas en los armarios. Los poemas sobre Este lugar de la noche («ahora que las niñas se desvisten, / con un secreto temor, / y en el fuego bailan duendecillos azules»). Los Nocturnos de Silva en la casa enfebrecida por la vegetación de Gustavo de la Espriella.

TRES RAZONES PARA LEER A ROBERTO JUARROZ

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por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR
[Extraído del nº 31, 2012]
Roberto Juarroz (Coronel Borrego, provincia de Buenos Aires, 1925 - Temperley, 1995) ha sido uno de los poetas argentinos más importantes del siglo XX. No obstante, la estrella de su fama ha ido brillando y apagándose de forma intermitente desde la publicación de su primer libro (Poesía vertical) en 1958 hasta hoy. Imprescindible a veces, secreto otras, Juarroz es un poeta al que siempre merece la pena leer; que siempre nos sorprende con algún verso genial, alguna paradoja que nos deja inmersos en un mutismo enorme donde rompen las olas. La reciente edición de una antología de su poesía en la editorial Cátedra supone una afirmación de su carácter de clásico y, con motivo de dicha publicación, El coloquio de los perros me ha pedido que elabore una lista de tres razones para leer a Juarroz con la intención de descubrir la grandeza de este poeta a quienes aún no han tenido el placer de leerlo.
        Originalidad
 
         Juarroz no es un poeta original, en el sentido en que aplicamos este adjetivo para describir el estilo de un escritor. No quiere epatar. Su originalidad no consiste en llamar la atención, en desviarse de la norma y proclamarse raro frente al resto de escritores o frente a la Historia de la Literatura. Fue tan poco original, que su primer libro se llamó Poesía vertical y su último libro, ya póstumo, Decimoquinta poesía vertical. Entre esos dos, siempre respetó el título de su primera obra y se limitó a añadir el ordinal correspondiente. Nunca quiso cambiar de estilo, sorprender a sus lectores. Para él la poesía era otra cosa que una técnica y una cierta fama alentada por los críticos. Era una misión y una forma de vida y, pese a todo lo que he dicho, fundada, sobre todo, en lo original.
         Julio Cortázar afirmó de su compatriota: «Todo el tiempo he tenido la sensación de que usted logra asomarse a lo que busca con esa visión totalmente libre de impurezas (verbales, dialécticas, históricas) que en el alba de nuestro mundo tuvieron los poetas presocráticos, esos que los profesores llaman filósofos». Ahí, en el alba, reside la verdadera originalidad de Juarroz. En su manera de enfrentar la poesía como un lenguaje inocente, que desconoce la realidad tal y como nos es dada, como si estuviéramos en el origen del mundo, como si todo pudiera ser puesto en duda; preguntando, constantemente, como los niños, cosas elementales, que se saben: ¿Por qué las hojas ocupan el lugar de las hojas / y no el que queda entre las hojas?
        Lo original es no saber esas cosas. Usar la poesía para demostrar que nada se sabe de esa manera impersonal, impuesta. La poesía es el espacio del origen, el más cercano a la nada. Cuando uno se pone a escribir, sobre el vacío de la página en blanco, el mundo no existe. Cada nueva palabra lo crea de la nada, de una nada donde las hojas pueden ocupar, o no, el lugar que queda entre las hojas. Muchas veces se olvida esto. Juarroz no lo olvidó nunca. Todos sus poemas son una pregunta por el arché, por el origen, por lo que sostiene al mundo. Las metáforas arqueológicas llenan sus versos, en una incesante, obstinada, búsqueda de un origen que se sabe perdido, inaccesible y, no obstante, motor inmóvil (por seguir en estilo presocrático) de toda realidad manifestada.
         Filosofía
 
         Soy consciente de que hay muchos lectores de poesía que, cuando les hablan de filosofía, sacan su pistola. Tranquilos. Vuelvan a enfundar. La lírica de Juarroz es probablemente la más filosófica del siglo XX y todo ello sin citar a un solo filósofo en sus versos. Juarroz tiene una actitud filosófica porque para él la poesía es el espacio donde conocer y cuestionar. Toda su poesía es una pregunta por el mundo, el hombre y la palabra. Creo que la mejor forma de explicar esto es reproducir íntegramente el que probablemente es su poema más conocido:
        
          El mundo es el segundo término
         de una metáfora incompleta,
         una comparación
         cuyo primer elemento se ha perdido.
 
         ¿Dónde está lo que era como el mundo?
         ¿Se fugó de la frase
         o lo borramos?
 
         ¿O acaso la metáfora
         estuvo siempre trunca?
        
         El ímpetu de este poema es filosófico. No se trata de una poesía descriptiva, sensorial, que reproduzca una visión personal de alguna realidad concreta dotándola de un componente emocional, social o visual, que es la tendencia predominante en la poesía. Es un poema escrito para hablar, de forma abstracta, conceptual, sobre la realidad misma, lo cual podría ser una definición de filosofía. No obstante, Juarroz no creía en el carácter sistemático y excesivamente lógico de la filosofía convencional. Para él, la poesía supera esa limitación del discurso filosófico y se convierte en un espacio privilegiado donde el concepto convive con la imagen; lo universal, con lo temporal; la abstracción, con la angustia del hombre como ser en un mundo sin origen.
         Ética
 
        Todo lo dicho anteriormente deja ver la actitud ética que domina la poesía de Juarroz. El poema juarrociano se convierte (para él tanto como para nosotros) en una doble obligación. La primera tarea, lo primero que el poema nos ordena (1) hacer, es cuestionar todo aquello que no es dado en el lenguaje y el pensamiento como algo sabido, incuestionable. Este trabajo destructor nos lleva muchas veces a un espacio límite, a un abismo (que, junto al origen, es su otro gran espacio simbólico) donde todos los fundamentos que considerábamos sólidos e indestructibles se deshacen como ilusos castillos de arena. La segunda orden, lo otro que debemos hacer, es saltar. No retroceder ante el abismo encontrando rápidamente alguna divinidad o nuevo fundamento que disimule la grieta abierta, sino enfrentar ese enorme acantilado de la ausencia de origen y de fundamento y trabajar en él: cultivar el vacío, cultivar el silencio, no apartar la mirada y, finalmente, hacer lo que no puede hacer la filosofía y sí la poesía: saltar. Un salto más allá de la lógica que está destinado a caer, evidentemente, pero en ese descenso podremos descubrir nuestra esencia limítrofre, el ser ausente de las cosas, la posibilidad infinitamente abierta que es el mundo. Creo que no hay mejor razón para leer a un poeta; porque, tras ese salto, nunca se cae en el mismo sitio del que partimos:
 
Todo salto vuelve a apoyarse.
Pero en algún lugar es posible
un salto como un incendio,
un salto que consuma el espacio
donde debería terminar.
 
He llegado a mis inseguridades definitivas.
Aquí comienza el territorio
donde es posible quemar todos los finales
y crear el propio abismo,
para desaparecer hacia adentro.

—————
 
(1) Una característica estilística muy destacada en su poesía, es la abundancia de verbos en imperativo, de verbos infinitivo impersonal con carácter imperativo y de perífrasis verbales de obligación.

BREVE REVISIÓN DEL PRINCIPIO DE ECONOMÍA DEL LENGUAJE

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 por BELÉN LÓPEZ MARÍN

La actual tendencia al desdoblamiento indiscriminado del sustantivo en su forma masculina y femenina va contra el principio de economía del lenguaje y se funda en razones extralingüísticas. Por tanto, deben evitarse estas repeticiones, que generan dificultades sintácticas y de concordancia, y complican…
 
                                                           (REAL ACADEMIA ESPAÑOLA)

      En el final de curso, no puedo evitar tener la sensación de que hay algunas cosas que, quizás, como profesora, no he tratado suficientemente en clase, y son importantes. Cosas que no solo tienen que ver con la asignatura de Lengua y Literatura, sino que modulan los tonos, los fondos y las formas de la convivencia en nuestro país. Llegan a adquirir tal protagonismo que se convierten en materia política, de debate, de confrontación. Entran en los programas electorales, y en los programas de televisión, y en las leyes, y en artículos de la Real Academia Española… Sí, la RAE también se equivoca.
    Son errores sobre temas muy técnicos, pero que corren como las malas noticias, y se vuelven vulgares, lugares comunes, falacias sobre las que pelear. Alimentan creencias falsas que van en contra de toda lógica, pero que sirven a un pensamiento caduco que busca inocularnos el virus del inmovilismo, del marasmo, del culto al dogma.
Hablo de la manipulación a que viene siendo sometido en los últimos tiempos el principio de economía del lenguaje. Intentaré ser breve, que no económica.
     Fue a principios del siglo XX, y fueron los lingüistas de la corriente funcionalista quienes hablaron y escribieron por primera vez sobre este concepto. André Martinet se había dado cuenta de que las lenguas naturales son tremendamente eficientes. Las lenguas que erigen su estructura sobre lo que él llamó doble articulación logran un máximo de poder expresivo con un mínimo de recursos. Con tan solo veinticuatro sonidos, nuestro a, b c… De la a la z, la lengua castellana, por ejemplo, es capaz de generar, mediante un sencillo sistema combinatorio, infinitos mensajes. El único límite es el que pone nuestra imaginación. Pues bien, a esta eficiencia Martinet la llamó economía y la hizo extensiva a todos los niveles de la lengua.
    La cuestión es que cuando hablamos del principio de economía del lenguaje no estamos ante una ley, y mucho menos ante un precepto. Por lo tanto, no tenemos la obligación de cumplir. En absoluto estamos obligadas las personas a ser económicas. La economía en el uso del lenguaje es, más bien, un condicionante, y ha sido estudiada en tiempos más recientes por Mª José Paredes Duarte, quien realiza un magnífico resumen de la historia del concepto en su artículo, disponible en internet, ‘El principio de economía lingüística’ [http://revistas.uca.es/index.php/pragma/article/view/10].
     Bajo la concepción de Martinet, se percibe a los usuarios de la lengua, a los hablantes, como seres eminentemente perezosos. Dicho de otro modo: para Martinet, y para otros lingüistas como Otto Jespersen, todas las personas, cuando afrontamos el uso de nuestro idioma, lo hacemos siguiendo la ley del mínimo esfuerzo.
     Puede que Martinet tuviera razón, puede que seamos bastante vagos o vagas, lo asumimos, pero que haya gente que nos quiera hacer creer que debemos serlo, eso es intolerable.
   Quede claro que ningún lingüista, ni ningún gramático, ni nadie, ha ponderado jamás la virtud de que nos conduzcamos siguiendo la ley del mínimo esfuerzo, que produzcamos textos, que escribamos, que hablemos, pero no mucho, y a ser posible, sin meternos en problemas. Nunca se alentó la vagancia, nunca se alabó la magantería. Nadie, ningún enseñante ni de lenguas ni de nada, aconseja a sus discentes estudiar lo mínimo posible, usar las Matemáticas lo mínimo, fijarse en el entorno natural pero solo un poco, acudir a la Historia, pero sin pasarse. Nadie aconseja huir del error, al contrario: porque solo el error enseña.
    Quienes defendemos nuestra lengua como bandera de comunicación, los profesores, no podemos decir ni decimos jamás, a nuestros alumnos, que escriban a bote pronto, que viajen con lo puesto o que coman cualquier cosa. No, señor. Ni nuestra lengua ni el conocimiento en general son un servicio de comida rápida.
Diferenciemos ahora economía de brevedad. Hablemos de la síntesis y del análisis. Ambos son procedimientos cognitivos valiosísimos, a pesar de ser contrarios.
     De un lado, analizar, explicar, profundizar, exponer, desarrollar, comprender, amplificar, diversificar…
     Del otro, sintetizar, resumir, condensar, compendiar, simplificar, abarcar, comprender, quintaesenciar, abreviar…
     ¿Qué es más económico? ¿Resumir o desarrollar? ¿Ser breve o ser prolijo?
    Ambas cosas entrañan una gran dificultad, ambas merecen y requieren un esfuerzo considerable y ambas son igual de importantes, por lo que ninguna es económica per se. Se puede ser prolijo para ahorrar esfuerzo en resumir; por lo tanto, lo breve no es necesariamente lo más económico.
   Ser breve, que no económica, conlleva un esfuerzo, lo sabéis: esquemas, análisis previos, campos léxicos, reformulaciones, composiciones, uso de mecanismos semánticos, recursos gramaticales y retóricos, conocimientos enciclopédicos y del mundo…
    No menospreciemos la brevedad, no seamos económicos para ser breves. Tampoco seamos breves para ser económicos. Todo lo contrario: derrochemos ingenio para sintetizar de una manera excelente.
    Si fuéramos económicos para ser breves, correríamos el riesgo de abandonar en la cuneta saberes, cortesías, concepciones, buen trato, estructuras, caricias para el corazón de alguien. Si fuéramos demasiado económicos, si quisiéramos ahorrar tiempo y esfuerzo, nos perderíamos capacidades expresivas de nuestra lengua, por ejemplo, posibilidades de poner un potente foco, un buen chorro de luz sobre alguna idea de nuestro mensaje que nos parece interesante, o que estaba oscurecida y merece ser invitada a salir de la caverna, a emerger de las sombras. Economicemos tacañerías, ñoñerías, insultos, imprecaciones… Economicemos lo malo y derrochemos lo bueno de la comunicación. También os quiero dar un consejo, otro, si me lo aceptáis, que puede sonar muy ecuménico, pero que no es más que humanidad: poned amor en vuestro idioma, y poned amor en los destinatarios de vuestros mensajes, sabiendo además que el amor es lo contrario del miedo.
       Si nos desenvolvemos bajo estas sencillas premisas, el éxito comunicativo está garantizado; y con él, vendrán otros muchos logros, no todos o no todos necesariamente materiales, eso sí.
      Si queréis decir, o escribir, amigos y amigas. Si queréis buscar alternativas a expresiones de extendido uso hoy en día. Si queréis dirigiros a vuestro jefe con la palabra jefa porque sea una mujer. Si queréis preguntar: ¿Estamos todas? Refiriéndoos a vuestro grupo de amigos y amigas… Hacedlo. Hacedlo libremente, sin ninguna vergüenza y con total naturalidad. Y no temáis errores gramaticales ni dificultades de concordancia. El motivo bien merece un anacoluto, una situación de extrañamiento, una sorpresa discursiva, unas risas… ¿Miembra? ¿Fatala? ¿Por qué no? Solo nos faltaba sentirnos en sociedad como si existiese una policía lingüística acechando detrás de la puerta. Lo importante no es regirse por la norma, sino conocerla muy bien y dominar otros parámetros que nos ayuden a saber cuándo quebrantarla para comunicarnos mejor. 
    El castellano ha caducado. Cada cierto tiempo ocurre. La lengua está repleta de tópicos, clichés, expresiones anquilosadas, fosilizadas, automatizadas, de formas de hablar que connotan o dejan entrever significados indeseables porque son incompatibles con nuestros valores actuales.
      En este punto me remito de nuevo a André Martinet. Él escribió: La economía lo recubre todo: reducción de distinciones inútiles, aparición de nuevas distinciones, mantenimiento del statu quo.
      Mantenimiento del statu quo, de las mismas estructuras, de las mismas significaciones, mantenimiento del orden de cosas. Martinet nos dio el concepto y, en su mismo alumbramiento, le estaba haciendo la crítica: la economía sirve a la perpetuación de lo que en algún momento fue aceptado. La economía sirve al conservadurismo y dificulta el avance hacia formas de vida mejores.
     Nuestra lengua es el resultado de la superposición de diversas fotos fijas realizadas en tiempos remotos, tiempos de conflictos eternizados, bibliotecas escondidas; dinastías, masonerías, monarquías y repúblicas; dictaduras, dictablandas y pseudodemocracias; tiempos de miedo, de indolencia o de violencia… Tiempos que tenemos que superar.
     Sin ninguna duda, la gramática es un instrumento de transformación de la realidad que nos circunda. Expresiones como derechos humanos, derechos de los animales, conservación del medio natural, desarrollo sostenible, brecha salarial, corresponsabilidad en los cuidados, energías renovables, violencia de género… Todos estos conceptos no solo son muy políticos y muy modernos, sino que han requerido un esfuerzo creativo por parte de las personas que los verbalizaron por primera vez.
     Nuestra gramática está caduca también, y nos quieren hacer creer, no entiendo por qué, que no somos sus dueños, que no podemos ni debemos reinventarla para reinventar el mundo. Pero eso es falso. Claro que podemos, y debemos hacerlo. Desautomaticemos nuestra lengua, seamos creativos, es nuestra.
    La encomienda no es sencilla, y tiene sus riesgos, pero no nos perderemos en el camino si nuestra brújula es el respeto, el sentimiento de hermandad profunda, la búsqueda de la justicia, de la libertad y de la equidad como principios reguladores de las relaciones, el estímulo cultural de las gentes, la difusión de los saberes….
En resumen: hagamos nuestro el mundo y hagámoslo un lugar mejor donde vivir, y no tengamos miedo de nombrarlo con una lengua nueva. Trabajemos siempre en ello, no dejemos morir nuestro idioma entre libros viejos, poltronas polvorientas ni sillones orejeros.
     Contagiemos con desparpajo la alegría de los nuevos significados.

FARROJZAD, UNA PASIÓN PERSA

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ

          En un balcón secreto sobre el mar en la muralla de Cádiz le contaba a mi mujer, Consuelo, que quieren demonizar a Persia, vete a saber por qué. Y la verdad es que su régimen de clérigos es agobiante, con policía de costumbres, cerrazón de las ideas, la religión determinando la vida cotidiana, persecución de todo el que no esté de acuerdo, creadores exiliados. Y encima roban el nombre, tan lleno de sugerencias, que suena a culturas milenarias, y lo cambian por Irán, que solo suena a cerrazón y fanatismo. Es como tapar la cara del país, igual que otros tapan la cara de las mujeres. El régimen del shah era una dictadura sanguinaria, pero el régimen de los ayatolás fue todavía peor y más miserable. Y, a pesar de todo, en Irán hay elecciones, las mujeres pueden votar, pueden estudiar, pueden conducir coches, mientras que en Arabia Saudita, que sólo tiene arena, y donde nacieron los integrismos, no hay nada de todo esto. Y sin embargo Irán es el malo y a Arabia Saudita se le perdona todo.
           Por otro lado, al margen del régimen, está el país mismo, la gente, la cultura. En Persia, que me jode llamarla Irán, hubo grandes poetas, y la gente los ama, y hubo imperios esplendorosos a lo largo de los siglos, con arquitectura fascinante y columnas alargadas y relieves exquisitos y miniaturas delicadas, y hay una sensualidad íntima en las comidas y en las vestiduras a pesar del moralismo oficial, y hay unas ciudades bellísimas, como Shiraz o Isfahan, y hay unos paisajes variados, desde las llanuras del sur a las montañas nevadas Elburz y las orillas del mar Caspio, y hay un cine inquietante e inagotable. Y el islam chiita es más abierto y cordial, incluso es más propenso al lirismo y permite las imágenes, y en todas partes está la imagen del Iman Husseim, el mártir que fue perseguido y muerto a traición, y lo celebran con nostalgia y melancolía y sentimiento más que con rigidez y puritanismo. Pero la gente, como siempre, desprecia lo que ignora, y tapa el país con tópicos, y no conoce la cultura de Persia durante milenios que se extendió por toda Asia Central, y confunde a los persas con los árabes, tan diferentes de ellos en todas las cosas, no sólo en el idioma, el farsi, que no tiene nada que ver.
          Y le hablé en el balcón a Consuelo de Forugh Farojizad. Fue una poetisa rebelde de los años cincuenta y sesenta, rompió las rigideces y las tradiciones, provocó a la sociedad con sus libertades y sus actitudes, usó un lenguaje vivo y popular en lugar de las formas académicas y resecas, llenó de vida y de vibración la poesía, sin dejar de recurrir a la musicalidad y el tono legendario y los mitos siempre vivos, estuvo en el París que es patrono de todos los rebeldes, estudió cine en Londres, visitó la Italia del esplendoroso Renacimiento, se divorció y le impidieron ver a su hijo, quiso volver con sus padres y la rechazaron, se volcó en la amistad con otra mujer, fue amante de otro poeta, la escarnecieron por sus libertades, la llamaron la Bilitis persa, fue actriz de teatro, hizo una película sobre los leprosos, se saltó las convenciones de mil maneras, fascinó a tantos creadores, incluso Bertolucci hizo una película sobre ella, era la inquietud y la provocación y el sentirse viva, defendía el papel vivo de la mujer, igual que Marianne Satrapi en su Persépolis decía de niña que ella también quería ser profetisa y no tenían por qué ser solo profetas los hombres. Su primer libro se llamaba Cautiva, su tercer libro Rebelión, y al final en 1966 murió en un accidente de coche, y sus seguidores dudaron de que aquello fuera un accidente, y la lloraron sin parar. Ella era una esperanza para todos, una posibilidad de vivir y de salir de la rutina, de los encierros mentales, ella era una invitación y una ventana, fue víctima de la sociedad tradicionalista del shah, pero si esa sociedad era cerrada, qué le hubiera ocurrido en la más lóbrega y oscurantista de los clérigos, qué se puede esperar de una sociedad gobernada por clérigos, donde está regulado por letra y no por espíritu, por las prohibiciones y no por la vida.
          Cuando fui a Persia en 2005 leí dos antologías de su poesía en español, Noche en Teherán (El Bardo, 2000) y Nuevo nacimiento (Ediciones de Oriente y del Mediterráneo, 2004), que se basan sobre todo en sus últimos libros Renacimiento y Tengamos fe al principio de la estación fría. En el primer libro Forugh evoca días míticos en que al abrir las pestañas borbotean canciones como globos, ve inquieta que la luna está intranquila y el viento se llevará todo, recuerda cuando se sintió mujer por primera vez, siente la hondura del placer con su amante, siente las aves y la imaginación detrás de los muros, canta los cuerpos desvergonzados y terrestres, evoca la locura amorosa en el desierto de Maynun y Leila, siente que la tierra materialista se vacía de profetas y los corderos se pierden, le pide a su amante que le traiga una ventana, dice que todas las estrellas (en esa sociedad mezquina) han emigrado hacia un cielo perdido, siente a pesar de todo delirios verdes de la naturaleza y que su cuerpo quiere ensancharse. Y sobre todo en el poema más inolvidable, ‘La conquista del jardín’, entra con su amante sin miedo en el jardín mítico, que parece prohibido, y se acuesta con el amado no sólo con el nombre sino con el cabello y el cuerpo todo y la sinceridad, encuentra la verdad prohibida en ese jardín, y su amante y ella son apasionados como dos soles, y ya no sólo susurran con miedo en la oscuridad, se unen sin cortapisas en el fuego, en la tierra, en el orgullo, nacen otra vez sin límites, se sienten vivos sin limitaciones, se unen como un puente en mitad de la noche, en forma de olor, de luz, de viento, se reúnen en el bosque (como aquel bosque en que Alejandra Pizarnik se sentía una loba desnuda liberada por el lenguaje) como dos gacelas, rasgan las cortinas y se sienten palomas en las torres. Y todo con la repetición rítmica, con la anáfora insistente, con el polisíndeton que martillea, con el lenguaje suelto y libre pero que tiene el aliento de las viejas canciones, de las leyendas de siempre, de los mitos, con el desenfado, con el apasionamiento rebelde.
          En Nuevo nacimiento insiste en la idea de volver a nacer con obstinación, de volver a nacer siempre, a pesar de la muerte y la represión, de nacer siempre inquieta e incansable, reivindica el pecado con los ojos llenos de secretos, quiere ir a la ciudad de los poemas y las pasiones y las estrellas de fiebre, pide la savia de la tierra como las plantas, dice que sólo es el eco de una canción, es decir, algo muy ligero pero muy profundo, muy pasajero pero muy permanente, porque las canciones son la esencia intensa de la vida contra la mediocridad de la prosa diaria, proclama la melena que se suelta con la respiración del otro, se siente sola como una hoja, contaminada por la felicidad rebelde, con dudas en el jardín de los besos, le ofrece al amado en sus manos toda su vida como un cuenco de leche, habla de ojos que desorientan a los sufíes, se desborda, se descontrola en la soledad y el secreto, enciende las palabras, crea letanías repetidas de la pasión, reclama las riquezas terrestres como André Gide, y no es tan raro en una tierra como esa, habla de prisioneros que excavan túneles de escapada, habla de los pájaros locos que no leen el periódico, reclama el regreso del amor una y otra vez, habla de las cortinas que no dejan ver el cielo y de plantar sus manos en el jardín mítico para que crezcan una y otra vez, para los orientales el paraíso es un jardín (por eso un jardín en Shiraz se llamaba de los Ocho Paraísos y la palabra paraíso significa jardín), pero el paraíso y la plenitud son ilegales, clandestinos, prohibidos por los reglamentos y las dictaduras, dice que no quiere detenerse en la tierra de los enanos y que siempre quedará la voz. Y sobre todo conserva la fe en la vida en medio de la estación del frío, una fe loca, insensata, incontrolable, y aunque se tapen de luto los espejos no se le puede decir al hombre que no vive, siente frío pero le queda el vino y la amistad intensa, pero en medio del frío y las ruinas de la imaginación ella tiene fe contra todo obstáculo, sigue viva aún después de que la maten.
          Y esa poesía, le decía yo a Consuelo en el balcón secreto, tan secreto como los secretos a los que apelaba Forugh, aunque es tan rompedora con las tradiciones y las academias, sigue la constante viva de la poesía persa durante milenios, concuerda con aquel poema sobre Maynun que se vuelve loco en el desierto para amar con toda la fuerza de su imaginación a Leila, concuerda con Hafiz cuando habla de esa muchacha salvaje a la que busca por los mercados, o de la chica de pelo revuelto que llega a su lecho por las noches, concuerda con la vitalidad apasionada de Omar Jayam, que tuvo que escapar también de los fanatismos de su tiempo y dar vueltas como un rebelde, tal como nos cuenta en famosas novelas Amin Maalouf, con sus cuartetas, en que une la pasión y la duda, la sensualidad y la hondura que en el fondo son la misma cosa, concuerda con Firdusi cuando canta las gestas de los héroes que persiguen a los montruos montados en el  Simurg, o con las viejas creencias de Zoroastro, con Ormuz que se rebela contra el amargado Ahriman, el fuego de la pasión que diviniza la inercia del mundo, concuerda con Saadi que da máximas de prudencia y sabiduría pero también sabe contar historias de amor desesperadas y de las ilimitaciones de la carne y de las soledades sabias de los desiertos, concuerda con aquella sensualidad apasionada y elegante de las procesiones de oferentes en los relieves de Persépolis que van a llegar dones al emperador como seres elegantes y orgullosos y no como los sometidos sin alma de otras culturas, y con ese apasionamiento de columnatas infinitas, y con esos caballos alados de la Puerta de las Naciones, y con esas filigranas que recorren la inmensa Plaza del Imán en Isfahan que yo miraba desde la terraza de la tetería Qeysarieh como si fuera un bordado gigantesco, con todos los jardines y los pabellones llenos de pinturas apasionadas (no como en la aridez abstracta de otras culturas islámicas) y de alfombras mágicas vagabundas, concuerda con la avenida Bagh de Isfahan llena de escaparates de dulces delirantes y de vestiduras tentadoras para las mujeres y de restaurantes intensos, concuerda con esa Persia de siempre elegante e imaginativa, que no es Irán, que no son los clérigos, que no es la represión, que son las cuartetas de Omar Jayam, que son las tabernas místicas de Hafiz, que es la amante apasionada Forugh.

LA CONVERSIÓN DE LA VÍCTIMA EN VERDUGO

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por MIGUEL CATALÁN
[Capítulo de libro Mentira y poder político. Seudología VII, de próxima aparición en la editorial Verbum]

Se conjetura […] que Satanás fue en sus orígenes un ángel del cielo, que cayó, que se rebeló, que inició una campaña militar, que fue derrotado y al cual se le expatrió y condenó a una perdición eterna
Mark Twain

     La criminalización de la víctima es la primera astucia de la conciencia culpable. Siguiendo la lógica de la arquitectura monumental que reduce a los súbditos a la nada, cuando la propaganda de Estado afirma que sin el faraón no habría pan, es porque el faraón que ha expropiado su trigo o su cebada al campesino necesita hacerle creer que no merece siquiera el pan que no le ha robado. Si no fuera por el faraón, al mísero fellah le faltaría hasta la harina que amasa con sus manos. Del mismo modo, el mayor deber de la moral tradicional japonesa es el chu u obligación que tienen los súbditos de devolver al emperador los inmensos dones que le deben, el de la vida para empezar, pero también la paz, la salud y el alimento. Pues cada criatura venía al mundo con una deuda (on) perenne hacia Su Majestad Imperial que nunca terminaba de saldar sino con la incondicional fidelidad vitalicia y acaso la muerte heroica por la patria.
    Puesto que el sentido de la justicia se aloja por igual en el corazón de los vencedores y en el de los vencidos, el crimen y la infamia tienden a ocultarse cuanto antes. De la necesidad de atajar el sentimiento de aversión que el criminal suscita ante los demás y ante sí mismo procede el fenómeno psicológico del odio del verdugo hacia su víctima. Pues cuando una deuda no se puede saldar, ya sólo cabe negarla. Para descargar nuestro odio sobre quien antes ha sufrido nuestros golpes es preciso invertir los términos del crimen. De tal forma, el verdugo que relata la historia ha de proponerse a sí mismo como víctima y al tiempo transformar a la víctima en verdugo.
     Dado que la conciencia del abuso de poder sólo puede aliviarse con la negación de los hechos y la justificación moral, todas las invasiones y guerras de expansión se han hecho por motivos falsos, tanto más falsos conforme más avanzada es la cultura en cuestión y mayor la conciencia de inmoralidad del hecho. Una de las excusas más refinadas consiste en el derecho de tutela por el cual los europeos deben (tienen la ingrata obligación moral de) proteger a los americanos o africanos a causa de su incapacidad para gobernarse a sí mismos. Tal ingente tarea fue la carga del hombre blanco. El mito colonial que esgrime el deber de Occidente de marchar muy lejos para gobernar pueblos inferiores a fin de sacarlos de su atraso no sólo iba dirigido a los colonizados que sufrían el expolio de sus especias, azúcar, caucho, algodón, opio, estaño, oro o plata a fin de desactivar su resistencia, sino sobre todo a la propia metrópoli expoliadora, habitada también por una mayoría de “personas decentes” en la locución de Edward Said; pues estas sólo podían colaborar en la magna empresa teniendo una alto concepto de sus fines y participando de un mito de civilización que diera a la conquista el aspecto de una noble misión espiritual (I). Los españoles saquean los tesoros incas y aztecas y someten a servidumbre o esclavitud a los pobladores autóctonos, pero los motivos aducidos por la Corona de Carlos I y repetidos por sus soldados no podrán ser sino nobles o santos: el “poblamiento” (como si América estuviera despoblada), la “pacificación” (como si la Corona de Castilla no viniera de estar guerreando largos siglos con los moros y la Conquista de América no fuera la continuación de la Reconquista peninsular) y la “evangelización” (en realidad, la conversión forzosa y la sacramentalización bajo amenaza). Así Cortés quiere apresar a Moctezuma para apropiarse de los impuestos debidos al rey y añadir nuevas cargas y servicios, pero finge hacerle la guerra para evitar que los recaudadores sometan a sus súbditos a tributos excesivos y para impedir que los sacerdotes practiquen sacrificios humanos: “[Cortés] le dijo [a uno de los caciques que utilizará para derrocar a Moctezuma] que se quería partir luego para Méjico a mandar a Montezuma que no robe ni sacrifique” (II). Tal era el argumentario del invasor: “y en estos pueblos se les dijo […] cómo éramos vasallos del emperador don Carlos; que nos envió para quitar que no haya más sacrificios de hombres, ni se robasen unos a otros, y se les declaró muchas cosas que se convenían decir” (III). Entre las bellas falsedades “que se convenían decir” a los propietarios de aquellas tierras se deslizaba alguna vez la única razón real, dejando caer la amenaza subrepticia de esa superior violencia propia que se agazapa detrás de toda potestad: “Y Cortés le dijo: […] ‘Pues hágoos saber que nosotros venimos de lejanas tierras por mandado de nuestro rey y señor, ques el emperador don Carlos, […] y envía a mandar a ese vuestro gran Montezuma que no sacrifique ni mate ningunos indios, ni robe sus vasallos, ni tome ningunas tierras, y para que dé la obediencia a nuestro rey y señor’”(IV). La obediencia bajo amenaza de recibir un castigo de sangre por el poder de las armas es lo único cierto tras las hermosas razones para desplazarse de un continente a otro con tan elevada inversión de dinero y tan alto peligro de muerte. El ejercicio de la fuerza para cubrir la rapacidad y la codicia de bienes y personas (“oro y vasallos”) es lo verdadero tras la blanca pantalla altruista. Como admiten Bernal Díaz del Castillo y otros expedicionarios de la Conquista, los españoles se repartían e intercambiaban no sólo las tierras descubiertas, sino los indios que vivían en ellas con el fin de someterlos a un trabajo forzoso intensivo (V).
     La forma más común y elemental de justificar la injusticia consiste en culpar de su suerte al damnificado. El muerto, el esclavo, el siervo, el iletrado, el indígena, el excluido merecen moralmente el estado en que se encuentran. Sus defectos, vicios o pecados explican su caída. Es así como la camarilla de abusones no sólo ultraja al grupo de apacibles confiados, sino que después lo difama hasta asignar con éxito renovado el resultado del enfrentamiento a su maldad, pereza, cobardía o ignorancia. En otras ocasiones, el agresor descarga su culpa acusando al agredido de aquel crimen que precisamente va a acabar con su vida, como cuando el terrorismo de Estado soviético acusó al trotskista Kurt Landau de ser el “líder de una banda terrorista” poco antes de asesinarlo, o como cuando la facción sublevada del Ejército español ante el gobierno legítimo de la II República acusó en su Ley de responsabilidades políticas (1939) a los republicanos leales de sublevarse ante el Ejército; “El Movimiento Nacional”, había dicho ya Franco en una entrevista de 1937, “no ha sido nunca una sublevación. Los sublevados eran, y son, ellos, los rojos” (VI). Por tal motivo el general Mola tacha de asesinos de la Patria a quienes van a ser fusilados por oponerse a la rebelión militar: “Serán pasados por las armas, en trámite de juicio sumarísimo, como miserables asesinos de nuestra patria sagrada, cuantos se opongan al triunfo del movimiento salvador de España” (VII). El mismo mecanismo aplicaron las autoridades militares estadounidenses de la prisión de Guantánamo cuando acusaron de llevar a cabo “actos de guerra asimétrica” a los presos que se habían suicidado tras sufrir torturas o aislamiento prolongado.
     En una versión común de la víctima culpable, el derrotado ha sido antes abandonado por Dios, en general por buenas razones. El abandono divino explica su derrota. El Ser Supremo que respalda la autoridad del Estado, el Derecho o el Mercado tiene buenos motivos tanto para escarmentar al agredido con el castigo como para premiar al agresor con el botín: “Dios está siempre de parte de los grandes batallones”, ironizó el muy leído Federico II de Prusia. Ya vimos en el tercer tomo de este tratado cómo los sanos tienden a apartarse de la compasión debida a los sufrientes justificando simbólicamente su sufrimiento (VIII). En la imaginación popular, el suicida no será sólo el causante de su final, sino también el culpable. Se dice de él entonces que era un cobarde o que no estaba preparado para la vida. A la conciencia del sano o el superviviente les resulta más soportable apartarse de la compasión culpando de su mal al enfermo incurable o de la muerte al recién fallecido. Si piensan que la víctima es el responsable, quedan eximidos de atenderlo, y, por tanto, se ahorran el sufrimiento del contacto con la penosa experiencia del morir. Una ganancia tan notable en bienestar subjetivo no puede sino impulsar una práctica habitual. Hoy como ayer, los sanos precisan de coartadas morales para enterrar en vida a un semejante o bien olvidar a un desahuciado; es así como resulta más fácil abandonar a su suerte a una víctima del sida que a otra de leucemia, pues a la primera siempre se le puede achacar la culpa por su enfermedad a causa de prácticas juzgadas inmorales por la mayoría. Durante la Peste Negra en el siglo XIV europeo, el sellado condenatorio de las casas con los enfermos y parientes en su interior se hacía con buena conciencia si los emparedadores todavía no infectados lograban pensar que tales casas o familias estaban malditas. Si la peste acababa cebándose en aquel hogar era porque sus vicios lo habían condenado de antemano. Gracias a esta racionalización en la mente de los sanos, desde antiguo los deformes y enfermos crónicos no sufrían sin culpa; como hoy se mencionan los hábitos de la droga, el tabaco o el alcohol en descargo de la indiferencia hacia quien yace sin esperanza, Dios o la naturaleza los habría abocado a una desgracia justa y a una merecida condición subalterna. Quien esclaviza, explota u oprime, pues, está obrando con justicia si a sus pies se postra quien por naturaleza ha de ser esclavizado, explotado u oprimido. No sólo las distintas teorías económicas clásicas y liberales han culpado a los pobres de su condición debida a caracteres psíquicos individuales como la pereza o la falta de iniciativa, sino que los historiadores se han mostrado indiferentes hacia la gente común, un desinterés que termina por hacerla desaparecer de los registros históricos.
     La sana religión del éxito hace recaer la culpa sobre la víctima. Los factores que deciden la victoria cruenta, entre ellos el azar, la fuerza y la crueldad, son transformados en virtudes superiores por los cronistas, escribanos y filósofos a partir de concepciones ex parte post como el plan de la Fortuna (Polibio), la necesidad querida por Dios (Leibniz), los dictados del Espíritu Universal (Hegel), la calidad histórica (Ortega) o la necesidad histórica (escuela historicista). Tales artefactos ideológicos inventan los supuestos vicios del vencido y las presuntas virtudes del vencedor, quien dará presto a su atrocidad y fiereza los bellos nombres de esfuerzo y voluntad (Camoens). Así, el cerril choque de esos cuernos artificiales que son las dagas, espadas y cimitarras ha producido desde el origen de la historia no sólo la separación entre señores y esclavos, agresores y agredidos, cortesanos y provincianos, sino también el veredicto de Dios o de la Historia contra los segundos. Cuando el Ortega más reaccionario escribe que la fuerza de las armas no es bruta, sino espiritual, y que la victoria bélica actúa ejemplarmente “poniendo de manifiesto la superioridad calidad del ejército vencedor, en la que, a su vez, aparece simbolizada […] la superioridad calidad histórica del pueblo que forjó ese ejército” (IX), no tiene más remedio que matizar a pie de página que los bárbaros que aniquilaron Roma no eran más sabios, industriosos o inteligentes que sus víctimas, pese a lo cual “no es dudosa la superior calidad histórica” de aquellos… dado que aniquilaron Roma. Vae victis! Pero ya unos pueblos bárbaros habían mostrado para entonces mejor calidad histórica que otros hasta el punto de volverse más sabios tras la victoria. Tácito nos cuenta el trágico destino del pueblo germánico querusco, que se recreó en una paz excesiva. Cuando sus poderosos vecinos invadieron y sometieron el país, no olvidarían expropiar también a sus habitantes la modestia y la honradez. Los queruscos dejaron de ser modestos y honrados tras la derrota para devenir “indolentes y necios”. Los catos, sus invasores, se transformaron por su parte en sabios: “La fortuna se convirtió en sabiduría para sus vencedores los catos” (X).
     Para aviso y consuelo de sus víctimas, todas las potencias hegemónicas han sostenido que representaban el sentido o la cúspide de la historia, y que prosternarse ante ellas era un signo de buena fortuna. Gracias a la legitimación posterior de los juristas y cronistas, del idealismo filosófico y la teología política, el resultado de una batalla decisiva siempre ha supuesto no la consecuencia de la fuerza, la suerte o la astucia, sino la promulgación de una sentencia previa de Dios o de la naturaleza que condenaba con justicia al vencido. Durante el periodo helenístico el general triunfante quedaba legitimado como monarca porque la Fortuna lo investía de gloria. La Fortuna no es el azar moderno, sino una figura celestial que concede la victoria a su favorito, sobre todo en los hechos de armas, y que este interioriza bajo la especie de personalidad carismática. De su influjo podemos deducir que la divinidad ayuda siempre al ganador, como propugnaba Carlyle al igualar Might (Poder) y Right (Derecho). El poder y el derecho son la misma cosa. En la práctica, el poder confiere el derecho. Esta inferencia tan ventajosa para las minorías dirigentes y tan a menudo defendida por los juristas, teólogos, filósofos e historiadores, forma el sustrato credencial de la ordalía o “juicio de Dios” utilizada hasta la Edad Media como medio de prueba jurídica. Ya presente en el código de Hammurabi (s. XX a. C.), la Torá dicta que una mujer acusada de adulterio era inocente si soportaba impertérrita el agua sagrada mezclada con tierra a los pies del Tabernáculo (XI); si su estómago se contraía, en cambio, era declarada culpable. Como ya vimos por extenso en lugar previo (XII), el dispositivo ordálico reposaba sobre un razonamiento condicional implícito, el de que si la acusada salía con bien de la prueba era porque Dios ya la había elegido previamente para vencer a la acusación de su marido. Sólo con esta creencia en mente se puede entender el uso de la tortura como instrumento de interrogatorio judicial: los torturadores suponían que si el acusado era culpable, Dios le ayudaría a sobrellevar el dolor. Pero las cosas son justo al contrario. Los supervivientes no superaron la prueba porque Dios los había auxiliado, sino que resultó que Dios los auxilió porque la habían superado. Del mismo modo, la diferencia entre los “falsos profetas” que denuesta el Antiguo Testamento y los verdaderos profetas se reduce a que la profecía de los primeros no coincidió con los intereses político-religiosos de las generaciones posteriores. Estas nunca tienen interés en buscar al autor de las previsiones de sucesos insignificantes. Es la utilidad de lo profetizado lo que convierte a un profeta pretérito en Verdadero profeta, aquel cuya predicción sirvió de base para una ulterior acción concertada.
     La creencia popular de que Dios ayuda al triunfador es justo lo que necesitan los bandidos más infames y los generales más inicuos: tener al Señor de su parte, de tal forma que el vencedor resulta consagrado por el hecho de vencer. Cuando el colonizador John Winthrop va atravesando los poblados de indígenas americanos diezmados por las enfermedades contagiosas europeas, escribe en una carta de 1634 a sir Nathaniel Rich: “Por lo que hace a los nativos, casi todos están muertos de viruela, como si el Señor hubiera respaldado nuestro derecho a lo que poseemos” (XIII). La creencia de que el éxito y la victoria responden al mérito moral, o, aún más, que el mérito moral reside en el éxito y la victoria, es universal. Juristas como el andalusí Ibn Hazm favorecían el expolio sobre el vencido al escribir que Allah había concedido bienes a los infieles para proporcionar botines a los creyentes (XIV), y los libros sagrados de los judíos o las encíclicas vaticanas han autorizado el saqueo de los bienes de los idólatras o los herejes con similares argumentos. Así pues, la moral y la virtud son la mejor coartada de quienes quieren cargarse de razón para legitimar su derecho a mantener el pie sobre la cerviz del vencido (XV). Según resume el abate Raynal, los blancos justifican su dominio sobre los negros esclavos asegurando que estos últimos son unos súbditos rebeldes contra la autoridad legítima (legal), o bien ocupan una tierra que los blancos ya han hecho suya, o bien que estos se han endeudado por su culpa y son en realidad sus bienhechores (XVI). Cuando Carlyle concibe en el golpe de látigo un medio justo para obligar a los negros de las colonias a recolectar para los blancos, no olvida poner a Dios de su parte al hacerle sancionar el Acta del Parlamento correspondiente, pero tampoco atribuir la culpa a los propios negros, afectados por los vicios de la “fealdad, pereza y rebeldía” (XVII).
     Asimismo los españoles justificaron por la holgazanería, impudicia y bestialidad de los indígenas la anexión de su territorio, la apropiación de sus tesoros y la explotación de sus personas. Aun cuando el ideal misionero sirvió de tapadera para señorear tierras y siervos, no pocos frailes entregados sinceramente a la salvación de las almas en pro de la Segunda Venida de Cristo se escandalizaron de lo que veían sus ojos. Cuando Fray Bartolomé de Las Casas recuerda que la única justificación de la Conquista del Nuevo Mundo residía en la misión evangelizadora confiada por el papa Alejandro VI a los reyes de España y Portugal, y que los indígenas deberían pasar a ser, una vez cristianizados, súbditos de la Corona española, lo hacía para defender la vida y los bienes de los indios, de los cuales los españoles se adueñaban febrilmente (XVIII) bajo la coartada de la “incapacidad de los bárbaros de gobernarse a ellos mismos” (XIX). Quienes pergeñaron el argumento, al parecer, no se pararon a pensar cómo es que aquellas comunidades se habían gobernado a sí mismas antes de la llegada de los cristianos. 
      Hoy ya no creemos estos cuentos ejemplares de los saqueadores provistos de armadura, pero sí que los indios tenían la costumbre, autóctona y salvaje, de cortar las cabelleras de sus enemigos muertos. El cine de Hollywood, esa factoría de mitos legitimadores en movimiento, ha ocultado que el hábito descabellador lo adoptaron los indígenas de Norteamérica de los franceses que invadieron su patria. Fueron los colonos franceses quienes exigieron en primer lugar a sus mercenarios presentar el cuero cabelludo de cada indio muerto. Sin embargo, el acto de venganza defensiva de los nativos (cabellera por cabellera) se ha convertido, gracias a la historia escrita por los vencedores, en un acto espontáneo de ferocidad salvaje que ayudaba a justificar la conquista.
      Se calcula que a la llegada de los europeos poblaban Norteamérica, incluyendo Canadá, entre seis y ocho millones de nativos. En el año 1900 sólo quedaban unos 375.000 (250.000 en Estados Unidos) (XX). La dimensión del exterminio obligó pronto a los europeos a importar esclavos negros de África para llevar adelante el programa de trabajo intensivo necesario para rentabilizar la explotación capitalista del Nuevo Mundo. Las justificaciones del genocidio fueron muy variadas, desde calificarlo de mero subproducto de la civilización o evangelización del continente a moralizar las causas del despoblamiento. Los indios merecían desaparecer a causa de sus defectos morales: la desgana les impedía trabajar al fuerte ritmo exigido por los invasores, la insumisión los llevaba a rebelarse y su maldad, a veces diabólica, a huir a la montaña. El epítome de esa culpabilización de la víctima por efecto de la conciencia culpable del verdugo nos lo brindan las palabras del presidente Theodore Roosevelt ya avanzado el siglo XX: “No voy a decir que un buen indio es un indio muerto, pero en fin, esto es lo que ha sucedido con nueve de cada diez de ellos, y no voy a perder mi tiempo con el décimo” (XXI).
     En general, los estereotipos del vencedor sobre el vencido han llegado al presente sin problemas. Tal como señala Edward Said, los conceptos “mente africana” o “misterioso Oriente” van de la mano de las nociones coloniales de la necesidad de las palizas individuales o colectivas cuando ellos (indios, jamaicanos o chinos) se portaban mal, dado que entendían mejor el idioma de la fuerza, o bien era el único lenguaje que entendían (XXII).
    El racismo entendido como ideología es otra forma histórica de culpar a la víctima. La discriminación étnica derivada de la teoría racista vino a reforzar y legitimar la práctica de expropiación y genocidio dando razones para el trato infrahumano. El historiador Ulrich B. Philips sostiene esta relación causal entre esclavitud y racismo en su estudio sobre la deportación transatlántica de negros africanos a América (XXIII), y Hannah Arendt ve en el racismo la principal arma ideológica de las políticas imperialistas (XXIV). A fin de disculpar su explotación o exterminio, el racismo y el supremacismo avanzan así una teoría falsa, creída sólo a medias o con mala conciencia, de la inferioridad de las razas oprimidas. Sobre la época del arrepentimiento europeo en que apareció el propio estudio de Philips, el congreso de Stuttgart (1907) desvelaba la impostura de la misión civilizadora que debía llevar la cultura a los salvajes desalmados para depurar la bestialidad de su estado feral: “La política local capitalista, por su propia esencia, conduce directamente al sometimiento, al trabajo forzado y a la destrucción de las poblaciones indígenas en el campo colonial. La misión civilizadora a que alude la sociedad capitalista no es más que un pretexto para satisfacer su sed de explotación y de conquista” (XXV). Como siempre desde el principio de este libro, una vez cometido el crimen es preciso justificarlo por motivos espurios.
     Otra forma de legitimar el abuso político y económico sobre los pobres y los débiles ha sido el darwinismo social o evolucionismo sociológico. Probablemente de buena fe, Herbert Spencer malinterpretó a Darwin extrapolando de la naturaleza a la sociedad las leyes darwinianas de la lucha por la vida y la supervivencia del más apto. Una ética evolucionista o darwiniana no es, sin embargo, una ética de la eliminación de los menos aptos, como erróneamente atribuyeron Spencer y sus seguidores liberales o procapitalistas a Darwin. El naturalista inglés se había limitado a describir en La evolución de las especies (1859) los efectos mortíferos de la lucha por la vida sobre los más débiles en las especies animales, nunca en el hombre; La evolución de las especies no preconiza ni describe en ningún momento la conducta ética o política humana. Darwin sí trataría la ética evolucionada de los homínidos en El origen del hombre (1871), estudio posterior que propugnó la solidaridad del grupo como una alternativa sólida a la mera competición entre individuos; Darwin expuso en sus páginas que los valores de la civilización, la ética o el derecho produjeron una ventaja cultural-natural que tomó el testigo de la anterior ventaja meramente natural (biológica, individual, egoísta y transmitida por la herencia). Ahora bien, este segundo libro de Darwin fue ignorado por los legitimadores del nuevo capitalismo industrial, quizá porque ya se había formado el útil cliché liberal-darwinista a partir de Herbert Spencer. En palabras de Patrick Tort, durante el siglo XIX el capitalismo liberal y la sociedad industrial buscaban una teoría naturalista del progreso que justificara el triunfo sin paliativos de los mejores y el abandono a su suerte de los peores:
     Los filósofos economistas del s. XVIII, la embriología de von Baer, la termodinámica y, más globalmente todavía, el evolucionismo biológico-sociológico de Spencer aportaron todos estos ingredientes […] El darwinismo, en particular, la teoría de la selección natural desempeñaron un papel oportunista y deformado […]. Después de 1860, se aislaron los temas de la competencia, de la concurrencia vital y la lucha por la vida, el triunfo o la supervivencia de los más aptos, de la transmisión acumulativa de las ventajas, de la eliminación de los menos aptos, y se los aplicó sin duda ninguna a la sociedad humana (XXVI).
     Este darwinismo social, que era un evolucionismo tergiversado por el interés del capitalismo liberal en busca de una base científica, justificó la competencia sin reglas a partir de la lucha por la vida; las leyes del mercado a partir del triunfo de los más aptos y la eliminación de derechos de los débiles a partir de la eliminación de los menos aptos. La diferencia de las clases sociales se convirtió así, una vez más, en una “necesidad natural”. Que los magnates fueran tan inmensamente ricos se explicaba por su superioridad darwiniana; que los proletarios fueran tan desesperadamente pobres, por su inferioridad natural. La gran desigualdad de la renta era buena en tanto natural, y los pobres debían malvivir o morir si a tal fin les abocaba la naturaleza de las cosas. Sobre el mismo sustrato del derecho a subyugar a los organismos inferiores se justificó también el colonialismo, que duró hasta entrado el siglo XX. Asimismo ayudó al crecimiento del propio racismo a finales del siglo XIX, pues la supervivencia del más apto implicaba que las razas superiores, como la supuesta raza aria, tenían derecho a imponerse y aun exterminar a las inferiores, las semíticas. Aunque la eugenesia derivada de ese darwinismo social o adulterado también tuvo predicamento en otros países nórdicos y en el Reino Unido, donde Francis Galton se erigió en el ideólogo de la eugenesia, fue en Alemania donde el nacionalismo agresivo sustentado en el racismo buscó activamente la guerra desde 1890. En el cambio de siglo se utilizó el darwinismo social con fines imperialistas, y Friedrich von Bernhardi pudo sostener en 1912 que la guerra era una necesidad biológica sin la cual las razas inferiores asfixiarían a los elementos sanos hasta provocar la decadencia o regresión de las razas blancas de Europa. Haciendo uso del darwinismo falseado a modo de arma arrojadiza, el racismo germánico proponía no sólo la selección positiva mejorando la raza con medidas sanitarias o higiénicas, sino también prohibiendo la reproducción de los ineptos deformes. La Endlösung o solución final nacionalsocialista que exterminó dos tercios de la población judía de Europa desde 1941 no habría sido posible sin el caldo de cultivo racista y neodarwinista basado en la distorsión interesada de la realidad.
     Los esclavos negros en América y sus descendientes devinieron también culpables de su esclavitud. Cuando el jesuita Luis de Molina amonesta en el siglo XVII a los traficantes de esclavos portugueses, estos responden que los africanos vivirán mejor como esclavos en Europa, donde son atraídos a la fe, que como libres en su país natal, donde andan desnudos y comen alimentos viles (XXVII). La esclavitud es buena para los negros no sólo a fin de remediar su desnudez, paganismo y dieta infame, sino porque si el tratante de esclavos no comprara al africano raptado, sus captores lo matarían para ocultar la existencia del negocio (XXVIII). Del mismo modo que en nuestros días los aficionados taurinos arguyen que la fiesta nacional permite al toro seguir existiendo como especie gracias a la cría para su tortura festiva, así la esclavitud permitía que los negros siguieran vivos a cambio de utilizarlos como medios de producción viviente. Los blancos les estaban dando la vida, por tanto, al someterlos a trabajos forzados. El encadenado deberá agradecer la esclavitud porque ha sido ejecutada para llevarlo a la verdadera fe. Luis de Molina propone a los reyes de Portugal que sólo los varones píos, predicadores y otros ministros eclesiásticos organicen y administren la esclavitud, “en cuanto esto se puede hacer con sana conciencia”. Es la sana conciencia de la autoridad eclesiástica la que permite gestionar la esclavitud. He aquí sus ventajas: “ya que los desdichados cautivos reciben de este modo un bien tan grande como es la fe, el ser extraídos de aquella vida bárbara e impía, viviendo entre cristianos y muriendo entre ellos, si bien unido todo ello a la miseria de la perpetua esclavitud” (XXIX).
      Una vez liberados de sus cadenas, los negros estadounidenses se convirtieron para los historiadores blancos en un “problema” del país, el black problem que termina empujando a la nación (blanca) a la guerra civil. Sólo en tiempos recientes algunos historiadores han recordado que también los negros hicieron historia, y no sólo fueron un problema que causó el enfrentamiento armado de los hombres blancos, únicos sujetos nacionales (XXX). El problema de los indígenas, de los judíos, de los moriscos o de los negros forma parte del lenguaje viciado de los vencedores que dominan el aparato del Estado. Desde su óptica privilegiada, la etnia minoritaria o alejada del poder que no desaparece ni se integra en la mayoría se convierte en un problema, como la mala hierba para el agricultor, cuya solución más rápida siempre es la aniquilación. Es así como el problema judío (Judenfrage) pedía una solución que terminó siendo el exterminio. Cada nación histórica, cada gran Estado, es indefectiblemente un verdugo que ha tenido que ocultar tras las palabras la sangre vertida de sus masacres. Como bien sabía Lady Macbeth, una vez el puñal cumplió su tarea hubo de lavarse la sangre derramada escondiendo el arma homicida. Así oculto queda inmaculado el origen sangriento de todo poder político establecido.
     Cuando el proceso de conversión de la víctima en culpable se produce también dentro de la propia sociedad o nación, los nobles y magnates pueden convertir a sus víctimas, los plebeyos laboriosos, en verdugos. En el tránsito criminal del feudalismo al capitalismo, cuando en la Europa de los siglos XVI y XVII los campesinos expulsados de sus propias tierras comunales o pequeñas parcelas privadas a causa de la usurpación de esa propiedad agraria por parte de los nobles y terratenientes, tienen que salir huyendo de sus chozas y sus tierras, no les queda otro remedio que el vagabundaje y la mendicidad, si no el hurto. Después de haber robado impunemente a los campesinos decenas de miles de hectáreas en toda Europa, las cuales constituían su único medio de vida, el derecho dictado por los señores castigó con terribles penas aquellos hurtos y hasta la simple vida errante. Es entonces cuando se promulga en Europa una “legislación sangrienta” (Marx) a fin de que los expulsados se sometieran como proletarios sin otro medio de subsistencia que su propia fuerza de trabajo al nuevo régimen laboral míseramente pagado de las ciudades fabriles: “Esos seres que se veían lanzados fuera de su órbita acostumbrada de vida, no podían adaptarse con la misma celeridad a la disciplina de su nuevo estado” (XXXI). Todo el peso de la ley de los verdugos cayó sobre las víctimas transfiguradas en malhechores. Durante el reinado de Enrique VIII, en 1530, los mendigos viejos e incapacitados debían proveerse de una licencia para mendigar; a los que podían trabajar, se les ataba a un carro y se les azotaba hasta hacerlos sangrar. Si reincidían en el vagabundaje, se les azotaba y cortaba media oreja. A la tercera vez, se les ahorcaba en tanto criminales peligrosos y enemigos de la sociedad. Más adelante, en 1547, un estatuto permitió al denunciante de un holgazán hacerlo su esclavo. El dueño tenía derecho a obligarle a realizar cualquier trabajo, por repulsivo que fuera, azotándolo y encadenándolo si era preciso. Todo el mundo podía legalmente arrebatar sus hijos al vagabundo y tomarlos bajo custodia como aprendices. El maestro de los jóvenes esclavos podía cargarlos con cadenas y ponerles un anillo de hierro en el cuello, el brazo o la pierna para identificarlos y tenerlos a mano. Estos esclavos parroquiales perduraron en Inglaterra hasta entrado el siglo XIX. En 1572, bajo la reina Isabel, los mendigos sin licencia serían azotados y marcados con hierro candente en la oreja izquierda si nadie quería tomarlos a su servicio. En caso de reincidencia, eran colgados. Marx resume así la inversión lógica de víctima y culpable: “Véase, pues, cómo después de ser violentamente expropiados y expulsados de sus tierras y convertidos en vagabundos, se encajaba a los antiguos campesinos, mediante leyes grotescamente terroristas, a fuerza de palos, de marcas a fuego y de tormentos, en la disciplina que exigía el sistema de trabajo asalariado” (XXXII).
     Las injurias de las clases improductivas contra las productivas que las sostienen con su trabajo son inmemoriales. Desde lejanos tiempos los estratos parásitos de la sociedad no sólo esquilmaron a sus parasitados sino que, además, los calumniaron hasta hurtarles el don de la inteligencia. Los campesinos que araban la tierra y alimentaban a los guerreros, nobles, eruditos, letrados y juristas para que pudieran vivir sin trabajar no sólo eran iletrados, sino estúpidos. Así definió el fundador de la dinastía Ming al pueblo: yümin o pueblo tonto (XXXIII). El “Discurso del viejo oligarca” que encontramos en La Constitución de los atenienses de Pseudo Jenofonte define al pueblo como estúpido (agnomon). El espíritu de la calumnia llegará tan lejos como para arrebatar a los miembros de las clases subalternas la propia condición de seres humanos. Cuando el obispo católico mexicano Samuel Ruiz entra en Chiapas en 1960, encuentra que los coletos o pobladores blancos siguen llamando a los indígenas sometidos “perros indios”, el mismo apelativo que utilizaron sus antepasados quinientos años antes para nombrar a aquellos nativos esclavos que compraban y vendían “como hatos de ovejas” (XXXIV). Los indios esclavizados se convierten simbólicamente en perros para que los esclavizadores puedan lavar la cara de su propia conducta, pues nada tiene de malo adiestrar un perro.
     En Rusia, los dueños del lenguaje denominaron al campesino mujik, que significa etimológicamente “hombre pequeño” u “hombrecillo”, y términos despectivos frecuentes para definir al estado llano como “chusma” o “populacho” pueden encontrarse en intelectuales europeos recientes. Ortega reduce a las clases bajas al reino animal al hablar del “brutal imperio de las masas” (XXXV). Walter Rathenau humaniza a los pobres con la condición de dejarlos en la barbarie cuando denomina al ascenso social de los trabajadores en el siglo XX la “invasión vertical de los bárbaros” (XXXVI), Rathenau reaviva el contraste entre las dos ciudades, la de los dirigentes y la de los dirigidos, por debajo de la supuesta ciudad única. Los bárbaros ya no son extranjeros pasibles de esclavitud, sino brutos domésticos, plebeyos autóctonos o proletarios nativos que llevan su insolencia a querer tomar la palabra contra su propia naturaleza balbuciente.
     Así llamamos aún aristocracia (literalmente: gobierno de los mejores) a lo que técnicamente no es sino una oligocracia hereditaria. Gracias a la mentira política que justifica la usurpación del producto del trabajo, la oligocracia o el gobierno de los menos (olígos) es transformada por arte de magia verbal en el de los mejores (aristoi). Este capcioso embellecimiento de la realidad oculta que el estatus superior se ha obtenido con el abuso hereditario de la posición dominante, la cual se reduce al poder hereditario de los menos sobre los más a partir de actos originarios más o menos inconfesables.
      El elitismo de los siglos XIX y XX ha practicado con frecuencia la conversión del verdugo en víctima y viceversa. En La rebelión de las masas Ortega transforma a la clase dirigente en víctima de la sociedad dirigida. Teniendo delante la falsilla de una Edad Media idealizada, Ortega advierte que la democracia moderna, en tanto gobierno de “masas”, nos empuja al abismo de un Apocalipsis secular: “Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas cabe padecer […] Se llama la rebelión de las masas” (XXXVII). Ortega va a convertir a la víctima en verdugo paso a paso. En primer lugar, ensalza a las minorías tradicionalmente opresoras sosteniendo que fue una “selección objetiva” o de “cualidad” la que las puso al mando del gobierno; si una minoría dirige a la mayoría, es porque aquella está compuesta por hombres selectos que se exigen a sí mismos “más que los demás” (XXXVIII). En segundo lugar, escamotea a las mayorías proletarias y campesinas la única virtud evidente que ningún aristócrata puso nunca en duda, a saber, el trabajo forzoso, para introducirla también en la mochila ya bastante colmada de cualidades selectas de las minorías directivas. Cuando el trabajo y el esfuerzo obligado fueron siempre la maldición que hubieron de soportar por fuerza las clases productoras, porque sin el duro empeño cotidiano nunca pudieron sobrevivir, y en cambio el lujo y el ocio fue cosa de las clases dirigentes, Ortega da la vuelta a esa relación atribuyendo a la “vida noble” la virtud del esfuerzo, y a la “vida plebeya”, el vicio de la inercia (XXXIX). El niño mimado de la historia no es, pues, el proverbial señorito que disipa su tiempo en caros caprichos, sino, muy al contrario, las mayorías cuya “ingratitud” les impide agradecer la creciente facilidad de su vida a las minorías selectas que graciosamente se la han concedido (XL). Como si endosara sobre la espalda de las víctimas el chu o deber nunca cumplido del súbdito japonés para con su señor, a quien todo le debe, Ortega afirma que las actuales masas no han hecho nada por la civilización y, sin embargo, se encuentran de repente con un paisaje lleno de posibilidades “sin depender de su previo esfuerzo” (XLI). Ortega emplaza el selecto cuarto de baño entre los actuales avances caídos del cielo rector sobre la mayoría: “En 1820 no habría en París diez cuartos de baño en casas particulares […] las masas conocen y emplean hoy, con relativa suficiencia, muchas de las técnicas que antes manejaban sólo individuos especializados” (XLII). También el hombre medio ha llegado “a perfilar su indumentaria” (XLIII). Estos cambios tan irritantes se producen tras “dos siglos de educación progresista de las muchedumbres” (XLIV). Ninguna de estas mejoras debe nada al impulso o el esfuerzo de la mayoría, a la presión del movimiento obrero, la lucha del campesinado o las revoluciones burguesas, sino sólo a la generosidad de las egregias minorías rectoras. Pese a que las masas son tachadas de indóciles (XLV) cuando se revuelven con insolencia contra aquellas, tienden por constitución a la pereza. Pues lo plebeyo es lo perezoso e inerte; lo noble, lo esforzado y meritorio.
       La rebelión de las masas puede leerse como un encadenamiento de inversiones víctima/culpable, con tal abundancia se suceden. Así, la primacía de la coacción y el expolio del fruto del trabajo por la fuerza o la amenaza son presentadas como la “conquista” que hizo la nobleza de sus actuales privilegios sobre las clases bajas. En cambio, los actuales derechos de las “masas”, incluyendo los Derechos Humanos, no han sido conquistados por nadie, sino que inmerecidamente cayeron de lo alto. Olvidando de golpe el denuedo para conseguir derechos políticos u oportunidades económicas a las elites de terratenientes en la Revolución inglesa de 1688 que llevó a la Declaración de Derechos de 1689, el papel desempeñado por la Revolución Francesa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos o el sufrimiento colectivo entregado durante la lucha sindical para el logro de mejores condiciones laborales, Ortega escribe: “En cambio, los derechos comunes, como son los ‘del hombre y el ciudadano’, son propiedad pasiva, puro usufructo y beneficio, don generoso del destino con que todo hombre se encuentra, y que no responde a esfuerzo ninguno” (XLVI).
       Aunque el término titular del libro de Ortega “masa” tuvo un uso laudatorio en la publicística progresista del siglo XIX (XLVII), en el filósofo español es peyorativo y deshumanizador. La voz “masa” se aplica a los cuerpos inertes y a las agrupaciones animales tanto como a las concentraciones humanas, y ejerce la misma función respecto al pueblo que la de “rebaño” entre los clérigos e intelectuales del Antiguo Régimen. Leopardi estima así incontables los manejos, la discordia y el tumulto que solían ocurrir cuando los “rebaños” comparecían en las elecciones (XLVIII). Del mismo modo que cuando leemos “rebaño” en la literatura eclesial debemos entender “pueblo”, un agregado laico que no puede dirigirse a sí mismo y necesita del cayado del pastor o el obispo, cuando leemos “masa” en la literatura elitista debemos entender “pueblo” o “mayoría”. Aunque Ortega intenta cubrirse las espaldas afirmando aquí y allá que la masa no es el pueblo, y que para él son conceptos distintos, si no contrarios, en un pasaje revelador declara que la masa es lo mismo que antes se llamaba el pueblo. Refiriéndose a la masa, afirma: “el pueblo –según entonces se le llamaba–” (XLIX). El lector ha necesitado más de setenta páginas para advertir que esa masa tan denostada cuya rebelión “supone la más grave crisis de Europa”, esa “muchedumbre que se posesiona de los locales y utensilios creados por la civilización” (en cuya existencia no ha participado), esas “masas que gozan de los placeres y usan los utensilios inventados por los grupos selectos y que antes sólo estos usufructuaban”, era, en realidad, el pueblo, es decir, aquello que antes se llamaba pueblo. ¿Qué ha hecho, pues, el buen pueblo para convertirse en amenazante masa? Ortega responde sin querer a esta pregunta al afirmar de esa masa llamada antes pueblo: “Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad […]” (LI). En este enunciado categórico encontramos el motivo de la deshumanización orteguiana de las mayorías a través del vocablo “masa”: querer dirigir su existencia en vez de dejar que otros la dirijan como en los viejos y buenos tiempos. También aquí se trata de traer al pueblo a obediencia para que siga los dictados de la minoría dirigente. Ortega trasluce en otra de sus obras, España invertebrada, el motivo de la masificación de la mayoría. Allí opondrá a lo que denomina el “progresismo inventado por el siglo XVIII” un sistema mejor: el sistema hindú de castas: “A los hombres de una época Kali, como ha sido la que en nosotros concluye, les irrita sobremanera la idea de las castas. Y, sin embargo, se trata de un pensamiento profundo y certero” (LII). El prólogo a la cuarta edición del libro aclara el por qué: “Más allá de la petulancia descubrirán en sí mismas [las masas] un nuevo estado de espíritu: la resignación, que es en la mayor parte de los hombres la única gleba fecunda y la forma más alta de espiritualidad a que pueden llegar” (LIII).
      El afán de reducir a las clases populares a obediencia resignada es común a los elitistas liberales y a los fascistas y nacionalsocialistas que ocuparon el espacio público en la primera mitad del siglo XX. También Hitler y Mussolini tenían de la masa del pueblo una opinión ínfima que la acercaba a la animalidad. “La gran masa”, escribió Hitler en Mein Kampf, “es sólo una parte de la naturaleza” (LIV). Esta esencia subhumana explicaba la necesidad del guía de rebaño o conductor de multitudes: un líder. La raíz verbal de leader es to lead, conducir, un verbo que constituye también la raíz del tratamiento de Hitler (Führer, de zu führen, guiar o conducir) y de Mussolini (Duce, de ducere, con idéntico significado). La teoría nacionalsocialista distinguía entre la clase rectora o elite, una suerte de aristocracia natural que aportaba la inteligencia y la dirección del movimiento, y las masas inertes sólo capaces de seguir al vencedor (LV). Las mayorías carecen de personalidad e individualidad y por lo tanto son incapaces de gobernar, escribe Hitler en Mein Kampf. La semejanza entre los elitistas liberales y totalitarios a la hora de despojar al pueblo de libertad y responsabilidad se acentúa en este designio hitleriano: “No existen [en el Estado popular nacionalsocialista o Volkstaat] mayorías que tomen decisiones, sino personas responsables” (LVI).
       Todas estas teorías justificativas y falacias injuriosas que por fuerza las acompañan obedecen a la tendencia psíquica del agresor a descargar en el agredido la causa de la agresión.

 
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I. Edward W. Said, Cultura e imperialismo, Barcelona: Anagrama, 1996, p. 45.
II. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, vol. I, Madrid: Sarpe, 1985, p. 226.
III. Ibidem, p. 232.
IV. Ibidem, p. 233.
V. Idem.        
VI. Paul Preston, El holocausto español, ed. cit., pp. 554, 611 y 617.
VII. Ibidem, p. 255.
VIII. En Anatomía del secreto. Seudología III, Madrid: Verbum, 2016, pp. 39-48.
IX. José Ortega y Gasset, España invertebrada, ed. cit., p. 44.
X. Tácito, Germania, 36. Trad. de J. M. Requejo.
XI. Números, 5, 11-31.
XII. Anatomía del secreto. Seudología III, ed. cit., pp. 205-208.
XIII. John H. Elliott, Imperios del mundo atlántico, ed. cit., p. 115.
XIV. Cit. en Ye’or Bat, “Al Andalus, ¿un modelo para el futuro de Europa?”, p. 91, en Debats, CXIII (2011), pp. 88-97.
XV. Rafael Sánchez Ferlosio, God & Gun. Apuntes de polemología, ed. cit., p. 137.
XVI. Abate Raynal, Histoire philosophique et politique des Établissements & du Commerce des Européens dans les Deux Indes (1776-1780); cit. en Marcel Merle y Roberto Mesa (comps.), El anticolonialismo europeo, ed. cit., pp. 133-134.
XVII. Thomas Carlyle, The Nigger Question, cit. en Edward W. Said, Cultura e imperialismo, ed. cit., p. 172.
XVIII. Marcel Merle, “Presentación”, p. 16, en Marcel Merle y Roberto Mesa (comps.), ob. cit.,  pp. 13-51.
XIX. Ibidem, p. 16.
XX. Marc Ferro (dir.), El libro negro del colonialismo, ed. cit., p. 67.
XXI. Ibidem, p. 70.
XXII. Edward W. Said, ob. cit., pp. 11-12.
XXIII. American Negro Slavery (1918), cit. en Marc Ferro (dir.), ob. cit., p. 70.
XXIV. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid: Taurus, 2004, p. 244.
XXV. Cit. en Marc Ferro (dir.), ob. cit., p. 759.
XXVI. Patrick Tort, “Darwinisme social: la méprise”, pp. 600-601, en Boris Cyrulnik (dir.), Si les lions pouvaint parler..., París: Gallimard, 1998, pp. 598-604.
XXVII. Marcel Merle y Roberto Mesa (comps.), ob. cit., p. 93.
XXVIII. Ibidem, p. 95.
XXIX. Ibidem, pp. 93-94.
XXX. Eugene D. Genovese, Roll, Jordan, Roll: The World the Slaves Made, Londres: 1975, cit. en Jim Sharpe, “Historia desde abajo”, p. 56, en Peter Burke, Formas de hacer historia, ed. cit., pp. 39-58.
XXXI. Karl Marx, El Capital, capítulo XXIV, ed. cit., p. 123. Sigo en las próximas líneas la exposición de Marx.
XXXII. Idem.
XXXIII. Max Weber, Ensayos sobre sociología de la religión, I, ed. cit., p. 429.
XXXIV. Enrique Krauze, Redentores. Ideas y poder en América Latina, Barcelona: Debate, 2011, p. 440.
XXXV. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Madrid: Revista de Occidente, 1975, p. 72. Los entrecomillados siguientes pertenecen a la p. 73 de la misma obra.
XXXVI. Citado elogiosamente por Ortega en la misma obra, p. 107.
XXXVII. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, ed. cit., p. 61.
XXXVIII. Ibidem, p. 65.
XXXIX. Ibidem, p. 117.
XL. Ibidem, p. 114.
XLI. Idem.
XLII. Ibidem, pp. 74-75.
XLIII. Ibidem, p. 77.
XLIV. Ibidem, p. 78.
XLV. Ibidem, p. 123.
XLVI. Ibidem, p. 120.
XLVII. Luciano Canfora, Ideologías de los estudios clásicos, Madrid: Akal, 1991, p. 11.
XLVIII. Giacomo Leopardi, Paralipomeni della Batracomiomachia di Omero, III, 36, cit. en Luciano Canfora, Ideologías de los estudios clásicos, Madrid: Akal, 1991, p. 11, n.
XLIX. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, ed. cit., p. 75.
L. Ibidem, p. 61
LI. Idem.
LII. José Ortega y Gasset, España invertebrada, ed. cit., p. 109.
LIII. Ibidem, p. 23.
LIV. Adolf Hitler, Mein Kampf, Múnich: Zentralverlag der NSDAP, 1943, p. 371.

CARLOS MARZAL: REFLEXIÓN Y HONDURA EN EL SENTIR POÉTICO

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por PEDRO GARCÍA CUETO

         La obra de Carlos Marzal es ya una de las visiones más interesantes de la poesía contemporánea, ya que, eludiendo cualquier regionalismo, sus poemas inciden en un ejercicio de reflexión cargada de hondura y de misterio.
         La trayectoria de este poeta nacido en 1961 en Valencia es brillante. Ha sido Premio Nacional de la Crítica y Nacional de Literatura en 2002 con su libro Metales pesados. También ganó el Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe en 2004 con su libro Fuera de mí. Ha consolidado su capacidad creativa con la novela y el ensayo. Su primera novela, Los reinos de la casualidad (2003), fue un notable éxito de crítica y de ventas. También ha cultivado el ensayo en Poesía a contratiempo (2002), sus aforismos en Electrones (2007) y sus apuntes sobre arte en El cuaderno del polizón (2007).
         Su último libro, Ánima mía, es un lúcido poemario que arrastra el misterio de su voz, su deseo de descubrir a través de la palabra los mundos que envuelven al ser humano.
         Es necesario, sin duda alguna, comentar la evolución de su poesía, envuelta en la temática del tiempo y de su paso, pero también otros importantes temas que están vigentes en su obra, la Naturaleza, el lenguaje creador, la capacidad de asombro que supone toda vida, el amor como un efímero pero imperecedero trasunto del ser humano, envuelto siempre en su madeja.
         Marzal usa la ironía, una visión de la vida que no elude el humor, porque conoce los sinsabores de todo proceso vital.
         Como ejemplo de esa constante temática podemos ver el tiempo en el poema ‘Cae la nieve’, perteneciente a su muy valorado poemario Metales pesados. La nieve es un símbolo de la vida que se muestra como un espejo ante nosotros para reconocer el rostro que llevamos como Narciso miró las aguas del río una vez:
 
Se derrumba la nieve sigilosa / sobre el sigilo de la nieve exánime. / Remota desfallece de blancura / su ahogada levedad en la ventisca. (vv. 1-4)
         Si es “sigilosa”, es que llega como la propia vida, sin darnos cuenta, cayendo sobre nosotros. El adjetivo “exánime” nos muestra la oposición con lo que da aliento a la vida, el impulso, es una nieve que “desfallece de blancura”.
         Es tiempo, pero tiempo que se escurre en su propia nada, como la blancura que posee:
 
Es un advenimiento inmemorial, / un testimonio prístino del tiempo, / que ante el tiempo se postra en reverencia. (vv. 5-7)
 
         Es curioso que, siendo tiempo, se postre ante el tiempo, lo que demuestra que nada permanece, todo se escurre como si se borrase para siempre. Marzal conoce la liviandad de las cosas y aquí lo pone de manifiesto.
         Pero la nieve no sería nada si no llegase al ser humano, lo empapase con su presencia misteriosa, tan inefable como la propia vida: En su desierta claridad, la nieve / nos recoge a nosotros, hielo a solas, / nos ensimisma tanto en nuestra esencia / que se escucha / el caer / del pensamiento. (vv. 15-20)
         El dinamismo del poema es evidente, la soledad del hombre y la nieve que le envuelve hasta hacer tangible (como algo corpóreo) al pensamiento. Esa posibilidad de transformar lo intangible en real nos demuestra el poder de la nieve, afín al del tiempo.
         No hay que olvidar que no hay nada más complejo y sencillo que la vida, por ello, dice el poeta valenciano: Abruma en sencillez esta nevada, / su terco desgranarse inconmovible. (vv. 21-22)
         Es, en esencia, luz que nos ciega, la luz de su interior, que le lleva a decir: Sobre la vida, / nieva vida muda. / Muerte / sobre la muerte / nieva quedo. (vv. 23-27)
         Como si de una música se tratase, la nieve silencia a la vida y destapa el paso del tiempo, todo muerte. Marzal logra la maestría de combinar imágenes brillantes con la hondura de su discurso reflexivo.
         Este discurso acentúa sus rasgos más definidos en un siguiente libro que abre las ventanas a una madurez poética ya presentida en el anterior, muy celebrado, como ya dije. Me refiero a Fuera de mí.
         El tema del tiempo vuelve (uno de sus temas esenciales) en este poemario. En el poema ‘Ubi sunt’ dice: Todo está en donde estuvo, todo late / en el primer latir / de la primera aurora cautivada, / y en su cautivo corazón palpito. (vv. 1-4)
         Si todo es el principio, nada de lo que sucede después nos deshace del primer alumbramiento, nada nos aleja de nuestra infancia, lugar edénico, en la senda de su admirado Brines. Nada es diferente, todo está escrito ya: Todo fluye / en el mismo fluir de un mismo río, / por el agua tenaz de un cauce idéntico. (vv. 5-7)
        El río que es la vida, gran símbolo del tiempo desde el medievo, es el leit-motiv del poema. Lo más importante es la conjunción de los seres en uno solo, porque todo lo que pasó sigue estando, todos los que fueron viven aún en nosotros: ¿Acaso es que no sientes en tu piel / la salvaguardia de otra piel pretérita, / las sangres centinelas de tu sangre, / las sombras que fecundan a tu sombra? (vv. 6-9)
         La piel es la de otro que no es otra que la nuestra, en ésta viven miles de seres que ya fueron y que nos envuelve en un tiempo inmemorial. Si la piel es tacto que nos remite a otros momentos de sensualidad, no olvida Marzal la voz, esencia del ser que descubre el mundo cuando escucha la voz de la madre, que vive el goce de haber fecundado un hijo: ¿No sabes escuchar bajo la voz / los coros primordiales de las voces, / ni el ser de la palabra en cuanto somos, / ni el eco de vivir en lo que hablamos. (vv. 10-13)
         El ser humano que alumbra el mundo en la infancia para no olvidarlo nunca, que escucha a los demás como si fuesen su propio eco, dice al final de este hondo poema existencial:
 
Cierra los ojos para ver más claro / y sal fuera de ti para morar contigo (vv. 25-26).
 
         Sólo adentrándose en uno, conociendo el mundo interior, podemos ver el rostro de los demás, sus voces, la huella que nos han dejado, hasta ser sólo un ser en el confín del mundo.
         Este poema insiste en el tiempo, en su pasar, que no es más que nuestro misterio vital y nuestro reencuentro con los demás, para vernos en un solo espejo.
         En Ánima mía, su último libro, vuelve la luz, esa que destilaba la nieve que caía sobre nosotros, una luz en esencia mediterránea, pero que tiene colores interiores, como si Marzal navegase ya en muchos mundos, transitase ya en esferas diferentes.
         El poema se llama ‘Contraalbada’ y es muy hermoso, porque refleja ese saber mirar el mundo, ese contemplar con atención lo que a otros se les escapa, pura mirada de poeta: He asistido sereno / al suave alumbramiento laborioso / con que la prima luz, / la destemplada luz recién nacida, / todavía indispuesta en grises gélidos, / confería al jardín su conjetura. (vv. 3-8)
         Es luz primera la que ve el poeta, una luz exenta de calor, pero llena ya de la temperatura del mundo, hermosa, como todo alumbramiento. La descripción de la naturaleza nos remite a la mirada de un poeta que descubre el mundo como un niño, pero con la orfebrería emocional del adulto enamorado de todo lo que le rodea: La pérgola del brezo, las adelfas / —quién diría que traman su veneno—, / los núbiles jazmines, / charolados de verde disciplina, / el nácar de la mesa circular, / su mármol sabedor, que nos socorre: / se ha alzado la materia, / menuda, a sus hazañas (vv. 13-20).
         Ese espectáculo del mundo nos sobrecoge. ¿Quién se resiste a ese alumbramiento único de cada día en nuestro espacio, quién no se deja deslumbrar por su luz inaugural? El poeta, al ver el mundo, lo crea, como si el poder de la mirada fuese el del artesano que fragua su pieza de arte: He visto madurar, / —fui su amanuense— / por el balcón abierto, el nuevo día (vv. 21-23).
         El poema termina con ese deseo de darse al mundo, encontrarse con él, en necesaria lucha, como el amante con el amado:
 
Esto que veis, también / es obra de la lucha, / la lucha de la luz, / luz de mi vida. (vv. 24-27)
 
         Un final que nos confirma a un poeta que ha ido gestando un mundo propio, tan interesante que ha encontrado su luz interior, su espacio vital para asombrar al lector. Hay muchos poemas de este último libro que confirman ese proceso literario, a la par que vital, como el muy bello ‘El aprendiz de espumas’, donde el mar y el niño se encuentran en un instante pleno que confirma otro tema esencial en la obra de Marzal, la infancia, ese Edén perdido que, en la senda de Francisco Brines y su obra magistral, ya no ha de volver. La única forma de concitarlo es cantarlo como hace Marzal en este luminoso libro que confirma una obra ya consolidada y llena de luz. El final del poema que he citado, dice: ¿Adónde fue a parar el paraíso?, pregunta que nos hacemos porque no entendemos por qué la infancia, el tiempo de la dicha, terminó tan pronto y para siempre.

POR QUÉ RILKE VAGABA POR TODAS PARTES

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ
       Vagó sin cesar porque estaba siempre buscando la iluminación, la experiencia suprema. Que la poesía le diese la esencia suprema. Porque esa era su verdadera religión. Dio vueltas sin cesar por toda Europa y el norte de África. Atravesó innumerables panoramas distintos, todas las ciudades, los lagos, las montañas, las llanuras. Los desiertos, las estepas, los precipicios, los fiordos. Vio un caballo que trataba de liberarse maravillosamente en el Volga y escuchó a unos niños que cantaban una música inexpresable en Toledo.
        No era de ninguna parte, no era checo porque escribía en alemán, no era alemán porque nació en Praga. Era de toda Europa, era del mundo entero. Una vez vi una exposición sobre él en Brasil y no me pareció que estuviera fuera de lugar. Admiraba el Islam porque decía que no necesitaba intermediarios para hablar con Dios. Pero escribió con mucho interés La vida de María. Y no podía deshacerse de las imágenes cristianas.
         Se veía a sí mismo como un monje, o como un angustiado, o como un lector perdido en las bibliotecas. O como un extraño que se inventa su infancia, o como un extranjero que tiene miedos increíbles. Estuvo más años en París que en ninguna parte, pero incluso en París vagaba sin cesar, buscaba imágenes insólitas por todas partes, le preguntaba la melancolía de las casas arruinadas, rastreaba los pasos de las vidas perdidas. Como se ve en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Para él París era una angustia, pero también era el lugar donde palpar de verdad la vida.
         Pensó en los ángeles como lo más intenso y se le aparecieron de vez en cuando. Se le aparecieron en el castillo de Duino y luego lo encontraron como si siempre los hubiera esperado en Toledo y luego le dictaron un poema en Ronda. Y finalmente le soltaron torrencialmente su aliento en el castillo de Muzot, en Suiza, para acabar de una vez las Elegías del Duino. Y pensó en Orfeo para que le otorgara todo con la música y con la visión del infierno y lo encontró de regalo las mismas noches que terminó las Elegías.
         Vivió en castillos, se trató con princesas, algunos lo consideran un esnob insoportable. Pero se siente hermano de un perro amarillo en Kairouan. Y vaga como un mendigo por muchos países, porque él se siente un monje de la poesía. Un entregado totalmente a la poesía. Se la tomó totalmente en serio.
         Se dedicó sólo a la poesía, lo cual es un crimen para muchos, algo sublime o ridículo, algo que nadie comprende, pero a mí me entusiasma. Es curioso, algunos pueden vivir de hablar de la poesía de otros en las universidades, de contar el número de adjetivos de los poemas y cosas así, pero se considera ridículo que alguien se dedique solo a escribir poemas. Puedes dedicarte a la usura, vender libros, hacer contrabando, convertir los cines en comercios de bragas, y todo eso parece decente. Pero vivir de la poesía no. Esta es la sociedad en que vivimos.
      Muchas personas pueden vivir de hacer cosas absurdas, pero él no podría hacerlo por iluminarnos, por convertirnos el mundo en algo inmenso. Como me ocurría a mí en Toledo, cuando a los veinte años estuve allí veinte días sólo para seguir sus huellas y lo leía sin cesar en la biblioteca pública.
           Los cuadernos de Malte Lauridss Brigge es tal vez el libro que mejor lo define. En ese libro vaga por París asombrado y asustado por todo. Extrañado por el tiempo y por las fachadas derruidas. Adivinando vidas en el papel de las paredes, hablando con unicornios, adensándose en los jardines. Volviendo a la patria de su infancia, mirando las palabras como objetos vacíos, sintiendo el amor intransitivo. Yo vagaba por París detrás de él, infinitamente, tratando de vivir tanto como había vivido él con cada calle. Trataba de mirar, como él, inmensidades y terrores.
         En ese libro hacía que cada muro de París vibrase como un arpa, como una memoria. Lo he leído infinidad de veces, y me he sentido como Rilke con todas las extrañezas o las plenitudes. Fui al museo de Cluny porque él hablaba de los siete tapices de La Dama y el Unicornio. Paseé enriquecido por el jardín de Luxemburgo y llegué a la Fuente de Médicis y añoré el carrusel del que él habla en un poema. Observé cómo es el silencio en las bibliotecas.
         Una vez entré en la Biblioteca del Arsenal, toda encopetada, y les pregunté si podía ponerme allí a escribir una carta. Le dije a la empleada que yo era un genio de la poesía y si quería que le recitara un poema. La vi desconcertada, casi me sentía como el protagonista de la película El lado oscuro del corazón. Y al final me fui a una estafeta de Correos a escribir una carta de diez páginas.
        Necesitamos todavía Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, ese libro tan extraño. Para que nos recuerde que después de milenios de filosofía y cultura todavía no hemos tocado la piel de la vida. Para que sintamos que la vida, a pesar de todo, está intacta. Que nunca podremos manchar el mundo del todo. Que podemos fabricar infinidad de artilugios y robots, y sustituir la naturaleza por lo fabricado, pero nunca tocaremos de verdad en el fondo. Para que nos sintamos de repente tan frescos como un esmalte de Limoges.
        Necesitamos a Rilke para que nos hable en mitad de la noche, para que nos traiga algún sentido religioso más allá de los dogmas. Para que nos regale   el fulgor de la poesía, el valor incalculable de nuestras imágenes, el misterio de lo que vivimos cada instante. Para que nos dé el sentido de la celebración, como dijo en un poema.
        Rilke vagaba sin cesar porque buscaba la vivencia suprema, porque quería incendiar definitivamente las palabras, porque quería nombrar el fondo de las cosas. Y devolver la vida a toda su fuerza original. Que nada estuviera desgastado para nosotros. Vagaba porque sentía angustia y escasez y nostalgia de absoluto. Porque amaba profundamente el universo y quería tocarlo de verdad. Pero ese vagar lo hacía apasionadamente, y cada instante de su vida lo vivió con pasión, y cada rincón del camino tenía un valor incalculable para él.
        Él creyó completamente en cada instante, en el valor de cada momento de la vida. Nadie la tocó profundamente como él. Por eso sus miles de cartas (tiene muchísimas más que las archiconocidas Cartas a un joven poeta) nunca son triviales, parece un prodigio, nunca dice nada anodino, siempre capta un fulgor en cada hecho, siempre destaca algo asombroso en lo que le ocurre, siempre ilumina a la persona que va a leerlo. Se tomaba cada minuto en serio. Y quería de verdad regalar la vida a todos los que lo conocían.
         Por eso también vagaba entre las mujeres, porque estaba buscando el contacto más hondo a través de todas ellas. Por eso se publican sus Cartas a Merline, Cartas a Benvenuta, etc, porque en algún momento creyó profundamente en todas ellas. Pero buscaba ese amor intransitivo, que no fuera tránsito hacia nada, que no lo limitase, que no se acabara en nada. Vagaba sin cesar, porque para él la vida era ilimitada como el mundo y nunca se saciaba. Encontraba luces en todas partes, pero siempre esperaba otra luz. Hasta que casi lo rompen los ángeles con su iluminación en las Elegías del Duino.

ESCRITORES VALENCIANOS EN EL EXILIO DE AMÉRICA

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por PEDRO GARCÍA CUETO

        Para hacer este repaso necesario a los escritores valencianos exiliados en América cuento con un libro de indudable valor: Exiliados, publicado por la Generalitat Valenciana en 1995 en la edición de Manuel García.
        El prólogo al mismo ya es muy esclarecedor en cuanto a quiénes fueron los que iniciaron la senda del exilio desde tierras valencianas, ya que se hacía necesario hacer un estudio acerca de este grupo, al igual que se ha hecho de los escritores catalanes, gallegos o vascos.
      Como dice Manuel García en su acertado prólogo: «Las inquietudes valencianistas en el exilio tienen como referencia los núcleos afincados en París (Angelí Castañer, Juli Just, Emili González Nadal, Francesc Puig Esper, Josep Castañer, etc) y en México (Alcalá Llorente, Felip Meliá, Carles Esplá, Joan Sapiña, Ernest Guasp, etc)».
         Lo que está claro es que no podemos hablar de un “corpus” de la obra valenciana en el exilio. Por esta causa, habría que señalar las diferentes aportaciones de cada uno de ellos con su labor artística para entender así el contexto general de la cultura valenciana en el exilio.
      He elegido varios autores que me parecen destacados representantes de esta cultura valenciana en el exilio americano: Ramón Gaya en el artículo titulado ‘Carta a Manuel García sobre el pintor Ramón Gaya’ por Salvador Moreno, el artículo ‘Vida y obra de Juan Gil-Albert en México’ por César Simón, el artículo ‘Tomás Segovia. Una lírica fronteriza’ por Santiago Muñoz Bastide, el artículo ‘Los valencianos que conocí en México’ por Manuel Andújar y el artículo ‘Sorpresa y cautiverio de México’ por Juan Gil-Albert.
         ‘Carta a Manuel García sobre el pintor Ramón Gaya’ por Salvador Moreno
 
         La figura de Ramón Gaya (aunque murciano, muy ligado a Valencia desde muy joven) parece que está ligada solo a la pintura, pero fue también un estupendo articulista, como nos cuenta el músico Salvador Moreno en este pequeño estudio.
         Sí es cierto que la mayoría de los escritos de Gaya tienen que ver con la pintura, su verdadera vocación, lo cierto es que el pintor murciano escribió mucho en el exilio mexicano, pero no todo lo que podía haber desarrollado, como nos cuenta en esta carta Salvador Moreno: «Y si no realizó más exposiciones se debió, sin duda, a la incomodidad a que se vio obligado por la actitud hostil de un grupo extremadamente nacionalista, que no supo entender el juego literario con el que Gaya caracterizó, a manera de retrato, a un grabador popular del que se conmemoraba aquel año de 1943 un aniversario (semblanza publicada en el primer número de la revista El hijo pródigo), lo que dio motivo para que un grupo de intelectuales mexicanos y españoles rindiera a Gaya un homenaje, a manera de desagravio (firmaban la invitación don Álvaro de Albornoz, José Bergamín y Enrique Climent) (p. 71).
        No solo fue Gil-Albert quien fue invitado a participar en la revista Taller que dirigía Paz, sino también Gaya, a la vez fue colaborador de la revista Romance. Entre esos ensayos hay una interesante crítica a la exposición “Pintura francesa contemporánea”, que en agosto de 1939 se presentó en México. Gaya era directo en sus opiniones, sin florituras, sin aderezos o halagos, lo que sorprendió a diferentes críticos mexicanos.
         Resulta muy interesante la sinceridad que Gaya pone al calificar la obra de Mariano Orgaz, arquitecto amigo suyo, que estaba realizando una exposición en la zona arqueológica de Teotihuacan. El pintor murciano analiza con dureza la actitud pictórica de Orgaz, reconoce la sensibilidad de Orgaz para expresar en el cuadro emoción, pero no entra de lleno en la calidad, como si no hubiese perfección en la obra del amigo, arquitecto y pintor.
        Acerca de los pintores que interesan a Gaya, hay uno que destaca, según lo que Salvador Moreno cuenta en esta carta a Manuel García. Me refiero a Antonio Rodríguez Luna. El pintor murciano le dedicó un gran artículo a propósito de su primera exposición en México. Gaya hace hincapié en el espíritu de modernidad que tiene Luna, pero le advierte del peligro que esto representa. Gaya ve luz en la obra de Luna, pero considera que falta el clasicismo que le salvaría de la repetición y la mediocridad.
          Fue Gaya también un lector de conferencias en el Ateneo de México, como nos cuenta Salvador Moreno:
        En el Ateneo Español de México (el Ateneo de los refugiados, como decíamos) leyó varias conferencias, que atraían a un auditorio seguro de escuchar conceptos tan inquietantes como originales. (p. 73)
         “El silencio del arte” fue una de las conferencias más aplaudidas de Gaya en México. En ella sitúa a tres pintores por encima del resto: Goya, el Greco y Velázquez. Si Goya es la pasión, el Greco es la sensualidad y Velázquez es la inocencia, la grandeza misma. Resulta muy conocido por todos cómo consideró la obra de Velázquez por encima de la mayoría de los otros pintores españoles y europeos.
        En México, Gaya realizó dos exposiciones fundamentales, una el 19 de mayo de 1943 y la otra el 10 de julio de 1950. La primera en una galería del arquitecto Esteban Marco y la segunda en el Ateneo Español de México. En estas exposiciones podemos contemplar grandes paisajes, testimonio esencial de su paso por México y del amor que sintió por aquella tierra. Paisajes de Cuernavaca, Veracruz, Acapulco y Pátzcuaro son ya parte de la historia de la pintura española en México.
          Como conclusión a esta interesante carta, cito un recuerdo de Salvador Moreno de esos años con Gaya, Gil-Albert y otros artistas españoles, las reuniones en un lugar al que llamaron “Las chufas”:
 
            Resulta curioso para mí, pensando hoy en Valencia, el recordar que el café en que nos reuníamos un grupo de amigos en torno de Ramón Gaya, en la calle Bolívar, y que llamábamos “Las chufas”, llevara el nombre de “Horchatería valenciana”. En él pasábamos muchas horas, años sin duda, hasta que cada quien, llevado por sus circunstancias, tomara otros destinos. Allí escuché conversaciones, discusiones, lecturas de originales y fue para mí, y para otros jóvenes mexicanos, motivo de interés creciente, de revelaciones. Hoy, pasados los años, puedo decirle, como testigo de excepción, que la última palabra que allí se decía era siempre la de Ramón Gaya. (p. 75)
 
         Esta carta nos hace entender la importancia de Gaya como intelectual que brillaba en conferencias, exposiciones, críticas en las revistas de México y en las tertulias con amigos, su protagonismo fue indudable y ha quedado para la historia de los años del exilio en tierras mexicanas.
         ‘Vida y obra de Juan Gil-Albert en México’ por César Simón
       Nos cuenta el gran poeta valenciano César Simón que recibió el encargo de Manuel García de colaborar en el estudio que dio como resultado el libro que comento. Le llegó un 15 de junio, con el membrete: Exiliados, la emigración cultural valenciana a través de los tiempos, donde se le pedía un texto sobre la vida y la obra de Gil-Albert en México.
         César Simón cenó con Juan Gil-Albert esa noche y le preguntó por aquellos años, pero, lamentablemente, Juan no recordaba nada, ya había empezado el deterioro irreversible que le llevaría a una ausencia total de recuerdos en los últimos años de su vida. César, apenado por el destino adverso de su querido Juan, tuvo que buscar en su obra, profundizar en datos que estaban en sus libros, pero, como en todo ensayo del escritor alcoyano, lleno de digresiones, con una gran dificultad para sacar de ellos hechos concretos que le sirviesen para el artículo encomendado.
          El poeta valenciano tuvo que ir a los libros de Juan, extraer de aquellos recuerdos todo lo que tuviese que ver con los años mexicanos. Acerca de Las ilusiones, Simón dice en el artículo que es un libro «dorado y sombrío», donde se puede ver la actitud última del poeta en el exilio que, como ya comenté en este libro, tenía algo de ensimismado, como si navegase entre sueños.
         Cuenta datos que ya he comentado antes, acerca de la colaboración de Juan en la revista Taller o en otras revistas mexicanas, como Romance, pero son interesantes los datos que nos da el poeta valenciano sobre su viaje por Sudamérica en 1942. Cuenta que la idea inicial era viajar a Río de Janeiro, invitados por una amiga de Máximo José Khan, pero fueron antes a Colombia, donde Gil-Albert escribe ya poemas de Las ilusiones: ‘Los viajeros’, ‘El mar’, ‘Las aguas’, ‘Las estrellas’, ‘La tormenta’, ‘La bonanza’ y ‘El recuerdo’.
       Se trasladan los dos amigos a Cali, a casa de los Zavadski, que habían sido embajadores de Colombia en México. Luego a Lima en avión, de allí a La Paz, donde se asombran cuando ven orinar a las bolivianas en la calle y, por fin, a Río.
        Se hospedaron en Copacabana, cerca de la casa de la amiga de Máximo José Khan, Elisabeth Von der Schulemburg. Allí permanece el poeta alcoyano seis meses. Recuerda Gil-Albert el viento y el oleaje de Copacabana.
       Durante el vuelo a Río, Juan compone ‘Las nubes’, dedicado a Luis Cernuda. En la famosa ciudad brasileña vive Timoteo Pérez Rubio, el marido de la novelista Rosa Chacel, con el que hace relaciones sociales.
       El viaje a Buenos Aires es el siguiente destino, lo emprende junto a Máximo José Khan, Rosa Chacel y su hijo. Permanece un año en la capital bonaerense y publica allí su famoso libro Las ilusiones. Allí, el poeta alcoyano va a colaborar en la revista Sur y en La Nación, encuentra también a Arturo Serrano Plaja, Rafael Dieste, Rafael Alberti, María Teresa León, así como a la familia de Ricardo Baeza. Naturalmente conoce a Borges y a Victoria, Angélica y Silvia Ocampo.
         Luego, la vuelta a México, dos años más, antes del regreso a España, su necesidad de volver al país mexicano viene por motivos sentimentales.
         Resulta interesante la reflexión de César Simón acerca de su necesidad de dejar atrás, pese a la importancia que ha tenido en su vida, la cultura mexicana:
 
        Pero Juan necesitaba recobrar su condición “europea”, o recomponerla, su calidad de “hombre prometeico”, para entendernos, liberarse de la oriental disipación mexicana, y es cuando decide regresar a España, o, al menos, ésta es la interpretación con la que él justifica su regreso, con un símil de abolengo: él, a diferencia de Antonio, deberá vencer la tentación de Cleopatra y acudir a la “llamada imperiosa de Octavio. (p. 82)
 
        Esto se explica en el sentido de que hay algo extraño en el mundo mexicano que, siendo fascinante para él, no logra atraparle, el poeta necesita el regreso a casa, que, completando lo que dice César Simón, tuvo claras razones afectivas y familiares, pero no podemos dejar de dar importancia al peso que lo europeo, su cultura, tuvo para justificar su vuelta, como bien nos dice el poeta valenciano.
     La mirada de César Simón a la obra de Gil-Albert no es solo una mirada admirativa, sino también una aproximación, desde lo sentimental, a un hombre que conoció la pérdida de sus valores y tuvo que recomponerlos a su vuelta a España. Además, Simón reconoce la deuda literaria que hay en su obra con la de Juan, entremezclado por lazos afectivos que nunca se rompieron.
         ‘Tomas Segovia. Una lírica fronteriza’ por Santiago Muñoz Bastide
         Si ha habido una obra que tiene como referente los años mexicanos esa es la de Tomás Segovia. También el exilio está presente en su mirada, porque desde muy joven el poeta tuvo que vivir la dura experiencia del desterramiento.
         Nacido en Valencia en 1927 y llegado a México con trece años, el exilio marcó pronto su vida. Si en la poesía de Moreno Villa, Luis Cernuda, Altolaguirre o Emilio Prados sobrevuela siempre el deseo de volver a la tierra amada, con la poesía de Tomás Segovia encontramos el deseo de vuelta del hombre en general, esa ansiedad de volver a los orígenes, a los lugares queridos.
         Como dice muy bien Santiago Muñoz Bastide en este artículo del libro coordinado por Manuel García, la poesía del exilio es el deseo de regreso del hombre, en su universalidad, a su cuna: «Segovia ha hecho suya la reflexión del desterrado de su patria para, a través de ella, extenderla al hombre, ser de intemperie (T.S.). La experiencia moral de esta poesía nos enseña que el hombre es su propia herida». (p. 198)
         Esa herida, como la llama Muñoz Bastide, late en el Cuaderno del nómada, un libro magnífico donde Segovia logra cerrar el círculo de su poesía sobre el exilio, que empezó con Anagnórisis. Si en este último el paisaje es el de la ciudad que amanece, anegada por la niebla, donde la vida queda desdibujada en un mundo fuera del tiempo, hasta que llegue la luz que alumbre todo lo esencial, el mar, el agua, la niebla, en Cuaderno del nómada comienza con la figura del hombre errante, aquel que había aparecido en Anagnórisis y que aquí muestra la faz de la herida, aquella que le relaciona con el dolor de la pérdida por el exilio impuesto, por la vida fuera de su lugar amado.
         Hay otro cambio en estos dos libros, si Anagnórisis el yo nos habla, dialoga con nosotros, en Cuadernos del nómada, el yo ha desaparecido, envuelto en la niebla de su disolución como ser humano, es todo y nada, la realidad del desterrado: «Otra vez donde estuvo / El nómada se sienta / Y mira los caminos / Gravemente domados por sus tiendas».
       Hay que leer con pasión lo que dice Segovia en el apartado titulado Bandera, que sirve para comprender esa disolución del hombre exiliado, esa desintegración de su figura en la neblina de una tierra que no es la suya, por mucho que intente adaptarse a ella:
 
BANDERA: Mi tienda fuera de los muros. Mi lengua aprendida siempre en otro sitio. Mi bandera perpetuamente blanca. Mi nostalgia blanca y caprichosa. Mi amor ingenuo y mi fidelidad irónica. Mis manos graves y en ellas un incesante rumor de pensamientos.
Mi porvenir sin nombre. Mi memoria deslumbrada en el amor incurable del olvido. Lastrada en el desierto de mi palabra. Y siempre desnudo el rostro donde sopla el viento.
 
         Para Segovia, el nómada es el hombre sin esencia, perdido en la vorágine del mundo moderno, deshabitado de su yo, envuelto en la bruma de un mundo despiadado, así dice en Cuadernos del nómada: «El nómada se mira el corazón / y lo halla inmenso y sin ninguna huella».
         Esa ausencia de recuerdos es el objetivo de ese libro donde uno debe reconstruir su tiempo, ahondar en una vida que no ha dejado nada y que debe dibujarse día a día, hasta construir, desde la nada, una nueva biografía.
        Para concluir, cito lo que Muñoz Bastide dice en el artículo, refiriéndose al momento crucial en que descubre México, tras siete años de vivir allí, con su luz y su misterio, porque los años anteriores eran solo la huella de un país que apenas conoció en profundidad, su España:
 
         El mismo Segovia me refirió que a los veinte años se dio cuenta de que México existía, que estaba ahí con sus gentes, su historia, su literatura, pero que hasta esa edad, él, como el resto de sus compañeros, habían vivido únicamente de escuchar la historia de España. (p. 198)
 
           Ese descubrimiento de México hace del poeta un hombre más apegado a la realidad, pero que sigue envuelto en las brumas de un país al que no pudo conocer a fondo y que fue construyendo a base de la memoria de los otros, más mayores, como Juan Gil-Albert, con el que también le unió una gran amistad. La poesía de Segovia nos acerca más al duro mundo del exiliado, un ser sin tiempo y sin historia, que debe construir desde la nada el proceso vital para reconciliarse con una vida que podía haber sido de otra manera si la Guerra Civil no hubiese truncado tantos proyectos humanos.
         ‘Los valencianos que conocí en México’ por Manuel Andújar

         Si hay un hombre que conoció profundamente la importancia del abrazo, de la amistad entre los exiliados, ese ha sido, sin duda alguna, Manuel Andújar, un escritor andaluz que pasó largos años en México, hasta 1967, con incursiones cortas en otros países del territorio americano.
         Las impresiones que nos deja en este libro son muy interesantes, como la que dedica a Rafael Altamira, el ilustre historiador. Lo visitó en un piso de reducidas dimensiones, cuyos balcones daban a la plaza de George Washington, nos cuenta cómo le recibió el historiador:
 
         Don Rafael me trató con una actitud discretamente paternal, como si un añejo vínculo nos uniera, y lo que debió haber sido una mera plática de tinte funcionarial resultó, gracias a su hospitalidad en un para mí tonificador cambio de valoraciones. Extraordinaria su lucidez, aún vigoroso el temple existencial. (p. 203)
 
         También nos relata su encuentro con Juan Gil-Albert, al que le unió una amistad de muchos años, ya que Andújar colaboró en varios homenajes al escritor, porque siempre lo consideró uno de los mejores de la tierra valenciana:
 
             En la Horchatería Valenciana —Bolívar, flanqueo de Madero y 16 de septiembre— nos vimos Juan Gil-Albert y yo. Y a partir de tan lejana fecha no hemos dejado de “divisarnos”. De ahí provino un trabajo emérito, evocador de su Alcoy, con que honró a Las Españas, de sus aportes a lo vivo, amén de largas parrafadas telefónicas, lo que requiere ocasión más holgada. Ananda —mi esposa— y yo nos jactamos de la consideración que nos dispensa y de la fe que hemos tenido, en época de bochornoso silencio “nacional”, en que tamaña ceguera sería reparada y se situaría destacadamente su grandeza. (p. 204)
         La mención a “grandeza” para Gil-Albert me parece muy apropiada porque, como ya he contado en este libro, el escritor de Alcoy ha ido creando una obra sólida y profunda donde muchos temas encuentran su verdadero cauce, de una hondura poco común, en tiempos de tanta banalidad como los nuestros.
         Merece también, entre los muchos creadores que conoció Andújar en México, la amistad con Enrique Climent, el pintor que hizo interesantes retratos de Gil-Albert y con el que convivió una época:
 
         Comenzó en Distrito Federal mi cordial relación con Enrique Climent, magistral pintor, mediante una visita en nuestro apartamento de la calle de San Francisco (Colonia del Valle), que propició la generosa voluntad de Mada Carreño, a la que debemos el más lúcido estudio caracterizador —espiritual—  de las creaciones de Climent. (p. 207)
 
         Sin duda alguna, señala Andújar, la importancia que Climent tiene entre los artistas del exilio español, uniendo su figura a la de otros tan afamados como Ramón Gaya, Arturo Souto o Antonio Rodríguez Luna.
        Cita otros nombres como los de Ángel Gaos, Juan Estellés, Francisco Tortosa, pero merece tener en cuenta la alusión que hace al maestro Llorens, verdadero biógrafo de tantos hombres de nuestro exilio en tierras hispanoamericanas. Lo que dice de él, refuerza la idea de una admiración que late dentro del gran poeta Manuel Andújar:
 
         Las reuniones que con él mantuvimos resultaron inolvidables, por su llana y vasta sabiduría, en razón de su amenidad. Gracias a su invaluable colaboración y reguero de anécdotas indicativas y trazos de semblanzas y descripción de públicos y acaeceres, para nosotros Don Vicente será siempre guía y presencia. (p. 209)
 
         Sin duda alguna, Andújar es un hombre agradecido, que menciona a muchos de los exiliados en México porque le han dejado huella, porque le han hecho más fácil el camino del exilio, han cimentado lo que, en palabras de Tomás Segovia, sería la invisibilidad del hombre del exilio que, gracias a los amigos, ha podido construir, desde el destierro, una nueva y necesaria vida.
         ‘Sorpresa y cautiverio de México’ por Juan Gil-Albert
        Juan Gil-Albert escribe sobre México, sobre sus impresiones, las cuales recoge Manuel García en Exiliados (La emigración cultural valenciana). Las palabras del escritor alcoyano sobre el país están tamizadas por el gusto de un hombre que hizo de la estética su forma de vida, donde la prosa esmerada encontró su feliz combinación con una ética que poco a poco se consolidó a su vuelta a España.
         La transformación que sufre al llegar a México es fruto de un ensimismamiento, un espejismo que va dejando la ciudad a su paso, como si en cada rincón el espíritu de lo misterioso anidase en su mirada: «México me cautivó de un modo raro y como enigmático, tal vez misterioso». (p. 212)
          Para decir más tarde lo que yo considero que es una declaración de amor al país, con sus luces y sombras:
 
              Y después me he dicho: si México me atrajo me transmutó desde el momento mismo en que puse mi pie mediterráneo, es decir, heleno y moro, dada mi procedencia alicantina, en su costa enigmática que continúa siendo suya a pesar de nuestra lejana trapisonda de la Conquista, fue por el solo hecho, sellado sí, imborrable, de haber tenido, y a qué alturas inasequibles, sus dioses propios, con su perpetua luz y su perpetua oscuridad. (p. 212)
 
        Habla de Mariano Orgaz, su iniciador en el misterio de la tierra mexicana, desde la conversación que ambos tuvieron en el Sinaí, el barco que les llevó hasta Veracruz, donde Orgaz le confesó que México, que ya conocía, era un país que dejaba una honda huella en todo aquel que se adentraba en sus calles. Para Orgaz, los mexicanos, esquivos y taciturnos, llevaban el alma de un pueblo hondo y verdadero, cuya pureza residía en el corazón y en la nobleza de los sentimientos, muchas veces impregnados por la sombra de la muerte.
         Para el escritor de Alcoy, México era la luz edénica, la vegetación lujuriante, las gentes que se contonean y hablan en castellano antiguo, de construcción cervantesca. También México es el país en que vive lo ancestral, como Orgaz le contó, al hacer juntos un viaje en Teotihuacán, en el centro neurálgico de las pirámides. Las descripciones del pintor a Gil-Albert sobre el carácter ancestral de la cultura llevó a que el poeta alcoyano hablase de Oriente occidental, como nos dice en las siguientes líneas:
 
               Con frecuencia, se me preguntó a mi regreso, qué país de los americanos era mi preferido y, cuando se oía que México, era de rigor que se atribuyera el motivo de mis preferencias al fuerte impacto español. No estaban en lo cierto. Lo que me cautivó era la precedente, lo que podríamos llamar nativo, encontrarme con un Oriente occidental que, como si dijéramos, había dado la vuelta. (p. 214)
 
         Termina el artículo dedicado a México con un poema dedicado a los albañiles, aquellos que viven en celdas, que construyen su vida en un espacio mínimo, pero que llevan la nobleza del corazón en la mirada. Como dice el poeta, esos obreros fueron los que contempló en su exilio mexicano y que dejaron honda huella en su retina:
 
               Está extraído de su misma humanidad, ya que estos obreros artesanos a los que nombro, son los de aquí, los mexicanos que yo vi tantas veces, por mi barriada, en sus faenas colgantes y, no hay que olvidarlo, como en lugar alguno, vestidos de blanco. (p. 216)
 
        Bello recuerdo, esos hombres hermosos que llevaban cada día su labor en silencio, tan misteriosos como el Tobeyo, ese ser que culminó su deseo de vivir una pasión verdadera, en un lugar lleno de espejismos e inolvidable para sus ojos cansados y aún enamorados. Cito solo, para concluir, unos versos de este poema, como legado al recuerdo de Gil-Albert, a su querido mundo mexicano: «En sus quehaceres / hay algo celestial, como enviados / de alguien que vela; penden suspendidos, / se deslizan por leves travesaños / de hebras de sol, dejando preparadas / al intruso las pálidas celdillas /con una claridad en las paredes, / una luz casta y nueva como nube».
          Bello final para este homenaje mexicano, a esos seres que viven pisando la tierra sin que apenas se perciba la huella de sus pasos, esos hombres que fascinaron, con su modestia y su humildad, al poeta alicantino, enamorado para siempre de México y de sus luces y sombras.
         Muy interesante, como colofón a este artículo sobre este libro apasionante sobre los exiliados valencianos en México, es el apartado que dedica la historiadora Dolores Pla Bruga sobre los “niños de Morelia”.
           Se trata de un interesante capítulo donde nos cuenta su historia. En plena Guerra Civil española aparecieron en los periódicos de la España republicana unos anuncios en los que se invitaba a los padres de familia a inscribir a sus hijos en una expedición que se dirigía a México. Los requerimientos eran mínimos: la anuencia de los padres, un certificado de salud y que el niño no fuera mayor de 15 años. Los niños valencianos fueron solo el 10% del grupo, ya que el resto eran de otras provincias.
         Una noche de fines de mayo de 1937, nos cuenta la historiadora, se reunieron en la estación de Francia de Barcelona los niños que habían sido concentrados en Valencia con los que habían salido de la Ciudad Condal. Al llegar a México, fueron recibidos con gran afecto por los mexicanos.
       Los niños españoles fueron alojados en Morelia en dos grandes caserones que habían sido propiedad del clero, anexos a sendas iglesias. La Secretaría de Educación Pública fue la encargada de acondicionar los edificios y destinó recursos suficientes para hacer del internado Escuela Industrial España-México, tal vez el mejor del país en ese momento.
         No fue todo lo eficaz que hubiese deseado este acercamiento de los niños españoles en Morelia, cito las palabras de Dolores Pla Bruga sobre el desgajamiento de sus raíces:
 
            En términos generales, la estancia en Morelia significó para el grupo de niños españoles una pérdida de su identidad étnica. Las autoridades del plantel no pusieron mucho interés en que la conservaran y los niños no tenían muchas posibilidades de mantenerla. Por otra parte, en Morelia, la colonia española, con la que hubieran podido relacionarse y que les hubiera permitido tener alguna referencia, no era muy numerosa. (p. 258)
 
        Como nos cuenta la historiadora, el experimento de Morelia terminó cuando, tras acabar la Guerra Civil española, la antigua colonia española, a través de sus representantes, se dirigió al gobierno mexicano solicitándole que le permitiera reemigrar a los niños. Pese a que el gobierno mexicano no aceptó la propuesta, los niños fueron volviendo a su país, ya que muchos de ellos querían regresar con sus familias.
        Como muy bien dijo Vicente Llorens, el exilio dejó una huella imborrable, pero, poco a poco, muchos se adaptaron a la situación de su país.
       Puede servir de conclusión a este artículo las palabras de Llorens sobre el desterrado, palabras que nos llegan al corazón, nos dejan la herida que debieron sufrir esos hombres alejados de su país, desarraigados de los verdaderos valores que tanto les costó crear:
 
        El desterrado se incorpora a la vida de su país inoportunamente, a destiempo, sin que pueda establecer una verdadera convivencia con quienes lo consideran un advenedizo. Amarga impresión: el hombre que padeció viviendo desvinculado en tierra ajena, acaba por sentirse desterrado otra vez y en su propia tierra. (p. 232)
 
       Palabras proféticas para muchos, como le ocurrió a Juan Gil-Albert, cuya vuelta fue la del hombre que ya no espera nada de los hombres, con una obra fecunda y profunda, que fue germinando en silencio, con la minuciosidad del amanuense, convirtiendo su vida en un acto de creación continua.
        Son palabras cuyo eco sigue presente en mi memoria, alimento que no he de olvidar, las de un hombre que amó la vida como pocos. El exilio, de él y de otros muchos, sigue siendo una sombra en el camino, donde todavía podemos mirarnos como en un espejo y dejar en ellos, en sus rostros cansados por el paso del tiempo y por la hondura de tanto sufrimiento, nuestro rostro herido por la vida.

POETA EN BUENOS AIRES

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por LAURA GIL
         Estoy en Buenos Aires y es sábado, creo. Es primavera y da bastante gusto andar con manoletinas y cazadora vaquera por el mundo. Delante de mí hay un hombre con barba blanca, fumando y, al fondo, el Teatro Avenida. A mi espalda, el Hotel Castelar, donde me hospedo y donde, hace más de medio siglo, se hospedó Federico García Lorca. Estoy hasta en su mismo piso, el 7.
           Esta ciudad está llena de referencias a Europa y a España en particular. Escribo en el Bar Iberia, en la Avenida de Mayo, donde los republicanos españoles se reunían en un salón, distinto al de las familias, y donde hubo una vez un enfrentamiento entre republicanos y franquistas que acabó con mesas y sillas rotas. Desde el edificio de enfrente me saluda una bandera española, y en general se respira un aire a casa.
           Y es que Buenos Aires tiene algo de Madrid en grande, o de París en sucio. Me pregunto si Lorca sintió lo mismo cuando llegó, un 13 de octubre de 1933. Los argentinos son blancos, de ojos azules, y visten igual que nosotros. Las calles y los semáforos y los carteles y las puertas son iguales. «Me recorro medio mundo», diría, «para encontrarme con lo mismo».
           Lorca pasó unos seis meses en la capital. Pero, ¿vería Bariloche, nuestro poeta? ¿Vería Mendoza? ¿Se quejaría allí en Mendoza de los coches, que son de la época en la que ni existían los coches? Esos que ves pasar con su pintura desgastada por un sol que no pica y unos faros anchos, tan anchos que parecen casi hombreras. Y en Bariloche, ¿vería la tierra esparcida y plana, como La Mancha, de repente interrumpida por una cordillera color azul pardo?
           Lo que sabemos es que vio Buenos Aires, y lo vivió. Vivió las tertulias, el teatro, las quedadas. Se pasearía por El Caminito, el barrio de colores, un oasis artificial de música de tango que ha perdido su autenticidad de tanto ser oída. Vería a los turistas haciéndose fotos o retratos con bailadores falsos y casas de colores, mientras las familias de unas cuadras más atrás siguen siendo pobres.
         «El tango se está muriendo y hay que luchar para que no se pierda», dijo el que cantaba la otra noche en una tanguería. Me imagino a Lorca, alegrándose por dentro de conocer un flamenco andaluz, todavía presente.
         Después de El Caminito, de vuelta en el centro, me ha pasado algo curioso. Me he sentado en otro barecito de la Avenida de Mayo, en la más esquina de las esquinas, y desde ahí también me ha tocado el hombro la historia. Resulta que Julio Cortázar escribió su novela Los premios sentado en ese bar, La London, o El London City. Es más, Julio escribió sobre ese mismo bar dentro de su novela.
         Esto es exactamente y por fin lo que yo esperaba de Latinoamérica: escritores por todas partes. Lo que disfrutaría el poeta con su círculo de artistas. ¿Le gustaría la fama, a Lorca? No sé. No creo. Pienso que no, cuando lo veo con su pelo engominado en los eventos bonaerenses que me muestra el pasillo hacia mi cuarto. La poesía, sí. El círculo de poetas, amigos, artistas, también. Pero la fama, lo dudo.
        También habría conocido Lorca Palermo y Recoleta, zonas muy distintas de Buenos Aires y muy inesperadas. Habría visto familias, quioscos, junglas y embajadas, corredores de maratón, un hombre estirándose junto a una fuente de cisne, y un jardín de rosas de todos los colores.
           También habría pisado el cementerio de Recoleta, el más bonito que existe. El que está hecho de piedra vieja y de trepadoras y de ángeles jóvenes con mejillas sonrojadas de gris. En Recoleta, no hay tumbas. O sí, pero cada tumba es una casita particular, con escaleras y estatuas.
           No pude evitar el pensar si le impresionaría a Lorca tanto como a mí. A lo mejor no hubiera querido estar allí, Lorca, con tiempo para pensar. Pensar en cuánto muerto hay entre cipreses vivos, o en por qué algunas tumbas son más ostentosas, como si una vida importara más que otra.   
            No hubiera querido ver Lorca, con su mirada arrugada, las bellas estatuas comidas por la yerba cruel. A lo mejor no hubiera soportado que nadie subiera a quitarles esas yerbas, ni que nadie cuidara las casitas abandonadas.
          Todo esto me he preguntado sabiendo que no encontraré respuesta. Si hay algo que me ha enseñado Lorca en Buenos Aires es que hay cosas que se quedan en el aire y que no tienen por qué ser contestadas. Y así se deben de quedar, para que los paseantes extraviados las puedan respirar y devorar y seguir disfrutando, como su poesía.
            Hoy, sentada en el bar Iberia de nuevo y casi como rebobinando hacia el primer día, me despido de Buenos Aires. Mi mirada cruza la calle para llegar a un hombre vestido de rosa entero, que anda hacia aquí y se sienta a mis espaldas. Me pregunto si es gallego y me pregunto si fue gordo, o si decidió comprarse el traje así de grande directamente.
         Me llevo dos libros, un Poema del Cante Jondo y unas Bodas de sangre, y bastantes artículos de cuero. Me llevo dos hamburguesas con papas (y deprisa, por favor) y un saludo desde una foto en el pasillo del hotel Castelar de un Lorca feliz, abrazado a Pablo Neruda, que me dice:
           «Buen viaje, buena vida».

LOS LUGARES AMADOS DE CÉSAR ANTONIO MOLINA

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por PEDRO GARCÍA CUETO
          Late el pensamiento, vuela alto sobre un espacio que parece no acabar nunca, el de la memoria, donde César Antonio Molina, con su dilatada trayectoria, ha ido gestando una obra cuidadosa, esmerada, atenta al mundo de la cultura. Es un hombre que vive ese universo de la palabra bien dicha, donde las piedras de la Antigüedad hablan, nos susurran o musitan su lamento.
         Poeta gallego, nacido en La Coruña, pero también ensayista, articulista, hombre del periodismo, que busca siempre el afán de saber, de contemplar el mundo con los ojos bien abiertos. Cuando habla de Rilke en su libro Lugares donde se calma el dolor nos dice que el poeta hace posible la comprensión del mundo:
 
                    Para Rilke, el mismo hecho de la escritura era una pesada obra manual. Los poetas, entonces, hacen posible la comprensión o entendimiento del mundo. Los poetas crean el mundo para el hombre; pues como mundo se entiende para él lo existente, lo que aparece delimitado del fondo caótico e indeterminado, mediante la configuración del lenguaje, y se hace visible como mundo interpretado.
 
              En estas palabras del libro ya entendemos que la poesía es una traducción, al fondo de las cosas verdaderas, como el bagaje del escritor gallego que va mirando todo con atención, porque viaja y en cada encuentro con el pasado se hace presente, la casa de Tolstoi, el lugar donde dejó su vida Stefan Zweig, tantas ciudades amadas, tantos laberintos del ser.
           En Lugares donde se calma el dolor asistimos a una continuidad de libros anteriores de ensayo como Donde la eternidad envejece, en el que nos habla del camino, porque caminar es volver a ver, es encontrarse de nuevo, mirarse a uno mismo en cada lugar, recrearse para volver a sentir la verdadera vida:
 
                     Caminar por un sentido religioso, pero también por el simple hecho de encontrarse consigo mismo en el camino. El hombre contemporáneo necesita salir, irse del ruido, de lo superfluo, recuperar el silencio.
         Muy cierto, porque, hartos de sonidos que rompen la armonía de las cosas, es en el viaje donde el hombre encuentra su verdad, lejos de turistas que lo estropean todo, en ese silencio de la naturaleza, en los espacios cerrados de las casas donde vivieron los escritores admirados, en los lugares que, recordando el libro antes citado, se calma el dolor.
              Dice el escritor en este libro: «Caminar no es buscar el misterio en lo ajeno sino en lo propio», una gran verdad, ya que en el camino uno vuelve a ver la vida, contempla el río que nos lleva, recordando el título de la novela de José Luis Sampedro. Somos seres errantes, vidas errantes —título de aquella famosa película norteamericana— seres que se encaminan a la muerte, en el espejo manriqueño, porque «nuestras vidas van a dar a la mar que es el morir».
          Para no morir del todo, permanecemos, viajamos, caminamos, leemos libros, vemos películas, escuchamos música, en el arte y en la vida late ese encuentro maravilloso con nosotros mismos.
           Por ello es un goce leer los libros de César Antonio Molina, cuando recuerda la Alejandría de Durrel, tan misteriosa, en un tiempo ido; cuando él leyó en los años setenta el maravilloso cuarteto, que también me enamoró a mí hace ya décadas. Como nos dice en Cuando la eternidad envejece, ya no queda nada de aquello, pero la lectura ha quedado impresa en la memoria y en el corazón, palpita dentro de uno, como los grandes libros que nos han acompañado ante una vida a veces decepcionante y solitaria:
 
                Todos, en este sentido, somos Darley. Buscamos el pasado remoto y contemporáneo sin darnos cuenta de que nosotros mismos formamos ya parte de él.
            Somos, como dice el escritor gallego, «fantasmas evadidos del tiempo», seres evanescentes que se deshacen en la bruma, como nuestra propia vida, que al final, tras la muerte, será un recuerdo para los que nos amaron, pero que nada será ya en realidad, como una antigua lectura, un paisaje amado, nuestra vida quedará enterrada en unos pocos ecos, unas pocas voces, unos leves latidos.
           También el concepto de escritura palpita en el libro, hay una afirmación contundente sobre ese acto de crear, porque el escritor sabe que las palabras también son espejos de nosotros mismos, nos hacen, nos pulen, nos convierten en seres humanos, creando ese otro yo que es el propio escritor cuando se lee, como el lector que escribe, en silencio, una novela interior, suya sola, completando aquella que lee, como nos ha recordado Francisco Brines sobre ese segundo escritor que es el lector en realidad.
            Dice César Antonio Molina: «Escribir no sólo es un servicio público, sino mucho más. Es una creación del ser humano que muestra sus sentimientos y pasiones».
             Así, con sentimiento y pasión, ha ido César Antonio Molina creando sus ensayos, como los reflejos que aparecen en Vivir sin ser visto, otro de sus libros de memorias. Todo está ahí: el tiempo, la cultura, el amor, la nostalgia, todo un homenaje al ser humano que somos, espejos de la nada, diría yo, pero tan vivos en realidad que a veces, cuando sentimos de verdad, parecemos inmortales. Con estos libros uno se hace eterno, cuesta volver a la realidad mediocre de cada día después de su gratificante lectura.

HOY HE CONOCIDO A UN ÁNGEL

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por LAURA GIL
     Andaba un poco alicaída hoy porque abrí un libro por la mañana. Era uno de García Márquez que compré en una librería de segunda mano en Buenos Aires. La dedicatoria decía algo simple; algo demasiado simple:
 
         Lucrecia. Navidades 2010.
         1as Navidades sin Ernesto.
 
      La letra y el color de la tinta y el lado de la página en el que Lucrecia escribió esto me han afectado por completo. Y andaba dolida y en mis pensamientos yo cuando, de repente, se me ha pasado el día y se ha hecho de noche. De camino a casa, he hecho lo que siempre hago, que es cambiarme de línea de metro, pero saliendo a ver el Ring —esa carretera que rodea Viena—  iluminado en Navidad.
       Y allí estaba yo siendo triste, en la calle, esperando al ascensor del metro, cuando ha pasado por mi lado una señora con un carro. Encima del carro llevaba lo que en un primer instante me ha parecido un ataúd. Qué día tan trágico, he pensado. Hasta que aquella mujer me ha empezado a sonreír con una sonrisa de esas que solo se ven en los ojos. Confundida, le he echado un segundo vistazo a aquel ataúd ladeado, con su pata de madera colgando. Y he tardado en caer, pero he caído, en que tenía forma de harpa.
       Harpa, eso es. Cuánta nota dormía en sus cuerdas. Al darme cuenta de esto la mujer mayor al instante se me ha revelado como lo que en verdad es, y como lo que seguramente lleve siendo toda su vida: un ángel. Un ángel que va por el mundo empujando su carrito de harpa.
        Y la vida ha continuado. Nos hemos metido en el ascensor, dejando los bosques de luces del Ring en la superficie y, con un poco de dificultad, el ángel le ha dado al botón ‘U2’.
        Como si estuviera viendo a alguien de la tele, me he quedado de pie, perpleja, fijándome en todos sus detalles: en sus guantes deshilachados, en las gotas de lluvia escurriéndose por la funda de harpa, en su frente arrugada, y en su halo de ángel. Porque juro que llevaba un halo merodeando encima de la cabeza, no muy definido pero marrón. De los corrientes, imagino.
         Y como si no fuera suficiente esta parafernalia de símbolos evangélicos navideños como para convencer a un alma mortal como la mía, ha pasado otra cosa extraordinaria. El ángel se ha metido en el metro, con su paso tranquilo y su cara cansada, y ha desaparecido delante de mis ojos: a plena luz, detrás de las puertas del vagón al que acababa entrar. No quedaba ni harpa, ni carrito, ni halo, ni mujer mayor.
         Me he quedado en el andén, escribiendo esto, y he empezado a echarla de menos. He sacado mi libro de nuevo y, sin tener que abrirlo siquiera, he comprendido un poco más a García Márquez.
         Desde este episodio me pregunto si el tal realismo mágico es más fantástico que lo que intenta definir. Quizás es un concepto inventado: una conclusión a la que llegaron un grupo de hombres serios chupándose la punta de un lápiz encerrados en un despacho dispuestos a descifrar textos de gente que, a lo mejor, simplemente ve la realidad tal y como es. Quizás la realidad sí es mágica, y lo único que hacen los escritores es transmitirla.
         Yo solo sé que he visto a este ángel, y que lo sigo echando de menos. Pero en el fondo me alegro de que se haya esfumado de aquella manera. Así es como se despiden los ángeles. Lo sé yo, que he conocido a uno.

TERATOMA: REGRESO A LA METRÓPOLIS DEL SIMULACRO (NOTAS SOBRE UNA NOVELA DE FRANCISCO JOTA-PÉREZ)

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por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA
Suya es la mentira, suya es la ficción, suya es la imperdonable mentira.
Robert de Grimston
 
Siente compasión por los desgraciados.
Precepto del Oráculo de Delfos
 
Los alrededores del porvenir serán insoportables.
Francisco Jota-Pérez
 
1
      Acercarte a la narración igual que a un oráculo. Acercarte a esas visiones proféticas. Adentrarte en las imágenes como si se tratara de una lectura apocalíptica, la interpretación que alguien hace del futuro. Las visiones de los profetas (sus discursos) tienen mucho de mecánica irracional, lingüística del inconsciente, artefacto surreal: un mantra que alguien recita porque los dioses susurran al oído aquello que estará por venir (una simulación, un leviatán tal vez). Algo así sucedía con la Sibila de Delfos, con la de Cumas: susurros sagrados, ventriloquía divina. Igual ocurría con Ezequiel o Daniel en el Antiguo Testamento, San Juan trazando una caligrafía delirante en Patmos, Francisco Jota-Pérez abducido por una voz narrativa que interpreta el futuro como un nódulo patológico, haciendo literatura neoplásica que, en sí misma, es una célula tumoral, una célula germinativa que vive dentro del cadáver de la literatura contemporánea (una parte de ella), un núcleo resplandeciente más allá de la putrefacción ambiente.
 
         Ese futuro que dibuja FJ-P tiene un nombre: Teratoma:
 
 Tipo de tumor de células germinativas que puede contener varios tipos diferentes de tejidos, como pelo, músculo y hueso. Los teratomas pueden ser maduros o inmaduros de acuerdo con el grado de normalidad de las células observadas al microscopio. A veces, los teratomas tienen una mezcla de células maduras e inmaduras. Los teratomas habitualmente se presentan en los ovarios de la mujer, los testículos del hombre y el hueso coccígeo de los niños. También se pueden presentar en el sistema nervioso central (encéfalo y médula espinal), tórax o abdomen. Los teratomas pueden ser benignos (no cancerosos) o malignos (cancerosos).
 
https://www.cancer.gov/espanol/publicaciones/diccionario?cdrid=44248
 
      Los teratomas son pequeños simulacros fallidos. Una especie de homúnculo que nace dentro del cuerpo, un pequeño doppelgänger amorfo, a medio hacer y que crece en nuestro interior, un monstruo que anida ahí: hecho de nosotros mismos pero que no es nosotros, que simula serlo y no lo consigue, realidad paralela (o doble), virtual, fantasma (un pequeño y frágil ultracuerpo que nos habita, algo semejante a lo que ocurre en Teratoma):
 
 Mientras realizaba una apendicectomía de rutina en una joven de 16 años, un grupo de médicos japoneses descubrió un tumor de ovario que contenía trozos de pelo enredado, una delgada placa de hueso y un cerebro en miniatura.
Según informó la revista New Scientist, los doctores “encontraron dentro del tumor pelo enmarañado y, aproximadamente, tres centímetros de estructura cerebral cubierta por una pequeña capa de hueso del cráneo”.
La estructura resultó ser, después de un detallado análisis, cerebelo, la parte del cerebro que se encarga del movimiento y que se encuentra, por lo general, debajo de los dos hemisferios cerebrales. El grupo de médicos, sorprendido por el hallazgo, realizó un comunicado detallado para Neuropathology el pasado 2 de enero en el que especificaba: “Se encontró una gran cantidad de tejido cerebeloso bien diferenciado y altamente organizado. Tres capas de la corteza cerebelosa estaban, incluso, bien formadas”.
 
http://www.lavanguardia.com/vida/20170109/413211334933/tumor-ovario-cerebro-teratoma-japon.html

2
         Pensemos en esa palabra: TERATOMA.
         Pensemos en sus tentáculos y ramificaciones conceptuales.
     Será oportuno (entonces) reflexionar acerca de su significado, sobre su relevancia, en torno a la operación semántica que (a partir de lo visto antes) inocula tal palabra a este artefacto narrativo.
Pensemos en las implicaciones que tiene: ese no-ser que crece dentro de un cuerpo, tejido cerebeloso, cartílagos, pelo, músculo, hueso. Ese pequeño huésped que va creciendo en el interior de un organismo humano y que no llega a ser, que no es más que simulación, calco incompleto del anfitrión. Así, de igual manera, se procede en esta obra que, en un primer momento, podemos convenir en llamar novela o (si queremos) jeroglífico visionario, híbrido textual mutante. Aquí, en estas páginas, el teratoma que nos susurra Francisco Jota-Pérez (igual que la Sibila o una sacerdotisa o el O Tunga mongol) es precisamente eso: imitación, duplicación de la realidad en la era de la apariencia (ese tiempo en el que ya vivimos todos nosotros), un simulacro que sustituye lo real.
        Y si con el uso de la palabra teratoma se produce una acrobacia semántica en la concepción global de la novela, lo que tenemos en estas páginas es una mutación de aquello que nos rodea, una mutación que se corresponde con la presencia masiva de ese simulacro (un disfraz, una fábula al fin y al cabo) que sustituye al entorno de los personajes, a su realidad a lo largo de este artefacto de ficción experimental que especula con un futuro posible.
        En Teratoma la virtualidad se apodera del mapa de una ciudad como Barcelona: desaparece lo real y los habitantes de esta novela (sus personajes) deambulan por un mapa ficticio, algo que ya no es tangible, algo que —desde un discurso metafórico— se parece mucho al mundo que, paulatinamente, nos envuelve y que, debido a nuestra miopía, parece que no alcanzamos a ver.
       El narrador diatópico de Teratoma es una de esas figuras que (como oráculos, profetas o chamanes) recibe, a su modo, una revelación: la anunciación de ese futuro que hace equilibrios en un mundo espectral, un espejismo, una criatura muerta: tejido cerebeloso, cartílagos, pelo, músculo, hueso que imitan la realidad pero que no son la realidad y que el narrador nos pone delante, esa voz que juega con palabras sonámbulas, enunciados que callejean erráticamente por avenidas, barrios, plazas de Barcelona, una ciudad que dentro de la narración es tan solo una burbuja fantasmal, poco más que un mapa en el que adentrarse a través de la realidad virtual, ese espejismo que tiene su razón de ser gracias a la mediación de TERAFIM, la inteligencia artificial que parece controlar el destino, el plano consciente de los personajes, el deambular de la gente por las calles de esa ciudad-ficción. Ese TERAFIM que recuerda una inteligencia como la de VALIS de Philip K. Dick, pero en este caso sintética, electrónica:
 
Se planteó la hipótesis… Se habló de la posibilidad de que la Inteligencia Artificial pudiera implementar en un mundo posible una especie de criatura que, de manera recursiva, fuera capaz de reimplementar la realidad para redefinirse a sí misma… Hasta aquí, se trataría del programa autorreplicante de Von Neumann, que fue el preludio de lo que llamaríamos virus informáticos.
 
       Este narrador es, además, un fabulador que conjuga los verbos en futuro, esa reminiscencia oracular (y febril) que en Teratoma es la descripción de un porvenir alucinado, donde la simulación o la ficción inoculan su narcótica alienación a la trama:
 
En esta simulación no habrá protagonistas. Por desgracia, en esta adivinación las venturas no engranarán; si alguien ha de tener un destino, lo tendrá fuera de plano, escindido, y si alguien ha de conseguir flotar en las mareas del azar, nadar entre la contaminación de su psique trasplantada al planisferio y la maraña de su relato, lo conseguirá a expensas de ustedes, que apenas funcionarán allí como testigos (…)
3
       Escribir Teratoma es describir los tumores que dibujan los monstruos: esos monstruos que anidan dentro del cuerpo de cada uno. Escribir Teratoma es referir el modo en que el simulacro de la razón produce monstruos en una cultura esquizocapitalista y tecnorracional que solamente es capaz de producir  deformidades, esas deformidades que aparecen de forma tumoral a lo largo de unas páginas que no son (solamente) novela, que no son (solamente) narrativa, sino que aglutinan ensayos dispersos como cápsulas, constantes dosis líricas (en muchos casos de índole irracional) que estremecen las frases (y al lector), donde la estructura oracional se vuelve hipnótica, tiende a ello o (también) electrocuta una posible lectura común (tópica, estándar) de la misma.
     Escribir Teratoma es subrayar que la realidad ha sido sustituida por el engaño, la mentira, la manipulación. Al mismo tiempo, Francisco Jota-Pérez construye una estrategia sutil que escapa de la literatura hipernormalizada y sus procesos: huye de los paradigmas del lenguaje secuencial, aquellos preceptos que son animados por el mercado contemporáneo de la literatura y la producción de sentido a través del sistema de representación convencional. No hay aquí una linealidad obsoleta, una justificación de causas o efectos o consecuencias o motivaciones (por qué, cómo, cuándo, hacia dónde). Todo se reduce a una realidad que apenas resulta explicable y que, recurrentemente, hace puzles, nubla la visión:
 
Todo lo que nos rodea pierde sentido, pero, claro, ¿cuál es el sentido de todo? Con este síntoma aparece también, un profundo sentimiento de sentirnos incomprendidos por los otros seres humanos (…).
 
      Como observador (o como lector) apenas intentas entender qué pasa (eso debes hacer al acercarte a Teratoma: al igual que sucede con el cine de David Lynch, por ejemplo, en cintas como Inland Empire o en la serie Twin Peaks). Casi te da pereza comprender, analizar, teorizar (si lees, si te dejas llevar por la lectura de esta obra de FJ-P): no intentas entender qué sucede (a veces es bueno hacer eso) y te quedas mirando (o leyendo) la realidad (o su simulacro) como quien observa un juego de dados intuyendo lo que hay alrededor (solamente eso, apenas eso: mejor obrar así que caer dentro de la lógica racional y sus trampas, enmarañarte en la tela de araña de su discurso explicativo y controlador):
 
(…) y los aplanamientos en el discurso de esta inquisición tricéfala en la Casa harán que este deba necesariamente ser deducido más que entendido.
 
       No entender qué pasa es una cualidad de aquellos sujetos que deducen más que comprenden lo que tienen frente a sí. Y algo de eso hay en Teratoma (algo de eso procura habitualmente FJ-P en sus narraciones): no hay una exégesis, no hay solución a ningún tipo de conflicto. Y eso es así, sencillamente, porque no es necesario, porque el conflicto ni siquiera se resuelve. Porque, a veces (o muchas), no es preciso entender de forma lógica (o penetrar en un texto de tal manera). Tal vez sea esa la actitud a la hora de afrontar una historia como ésta, un relato al que se accede más por exposición al mismo que mediante estrategias de comprensión racional. La razón ha sido radicalmente extirpada de sus páginas y el discurso se transforma, recurrentemente, en delirio narrativo, ese jeroglífico visionario acerca del cual deducir, sospechar, lanzar hipótesis, conjeturas: haces recuento de lo que observas por ver si algo tuviera algún sentido y te quedas, finalmente (no puedes evitarlo), con la mente en blanco, ese vacío que se hace necesario para estabilizar nuestra percepción de la realidad, eso que todos terminamos por hacer en algún momento en nuestra vida diaria (lo que como lector urge llevar a cabo al adentrarse en la Barcelona por la que merodean los personajes de Teratoma).
       La linealidad o la supuesta complejidad armónica del núcleo narrativo al que estamos acostumbrados (o al que un lector medio o estándar está acostumbrado) es algo que no encontramos aquí. Teratoma es ruptura, fisura, fractura dentro de la unidad modular del mercado literario y sus convenciones, esa unidad que dicta lo que es pertinente, adecuado para ese lector medio-estándar a quien (parece) no le apetece (en verdad no le apetece) entender la literatura como arte o disidencia y que, en cambio, se deja llevar por la evasión y la alienación tribal.
4
       Igualmente, escribir sobre Teratoma supone una especie de contagio, una exposición al virus: pensar una obra como ésta es aniquilar cualquier huella de esa crítica literaria opiácea, ese tipo de crítica que marca las tendencias dentro del realismo capitalista o, por ejemplo, también, dentro de esa fantasía o ciencia ficción fake y de sesgo colaboracionista que, dentro de la literatura, sigue las coordenadas de la Corriente Principal y que tan solo entontece a los lectores que buscan algo hipotéticamente mágico, revelador. Pensar o leer Teratoma habría de ser, en primera instancia, un ejercicio de lectura en caída libre que, a posteriori, se metamorfosee en contracrítica, esquizocrítica: lectura ácida y radiante.
       Escribir Teratoma es iluminar el mapa de la literatura con venas iridiscentes que subrayan las sombras de la máscara que habita todo rostro (literario o real). Captar la esencia del simulacro como si un profeta contemporáneo revelara las palabras de un Pantócrator colocado y sin benevolencia, un ser ubicuo que cartografía las cicatrices y el vacío sonambúlico a través del que nuestros pasos desaparecen en la nada.
       Esta novela que deambula por el espacio visionario de una literatura profética (desde un prisma tan alucinado —o más— que cualquier profeta de cualquier tradición) no nos habla solamente de un futuro posible sino que, a través de la metáfora y la distorsión de aquello que conocemos, nos acerca el presente, este mundo que vivimos y que, aparentemente, comprendemos (o queremos comprender, hacer por comprender, siempre igual) pero que, a decir verdad, escapa a toda lógica, a toda capacidad de raciocinio o diagnóstico médico (psiquiátrico si cabe).
        La narrativa en Teratoma establece el punto seguido (un punto seguido, uno posible: tal vez un punto de partida, un puesto de vigilancia) desde el que continuar a partir de un axioma al que habrá que acostumbrarse (hacerse a él).
Ese axioma dice:
 
El simulacro de la razón produce monstruos.
 
         Eso es lo que nos susurra el oráculo.

          Nota de Francisco Jota-Pérez:
La fotografía que se muestra bajo esta nota - cuyo título es "hex54820-teratoma" - es obra de un artista digital que, mediante un proceso de databending pasó el .pdf de la novela a audio, creando una canción extrañísima; después, mediante idéntico proceso, tradujo la canción a imagen, dando como resultado la imagen que adjuntamos abajo.

DON BALÓN DE BABA

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por SAID VLADIMIR RAMÍREZ TÉLLEZ

      A finales de los años 30, en la obra de Pareja Diezcanseco —ya consagrado como una de las voces más prometedoras de la nueva narrativa ecuatoriana— comienzan a gestarse nuevas preocupaciones estéticas, nuevos caminos narrativos nunca antes explorados. Es de esta forma que el extenso abanico de recursos creativos se expande (1), llevando al escritor ecuatoriano a concebir una nueva etapa en su escritura: la interiorización de los personajes. Se entra en la psicología del hombre y se buscan en ella las razones y sin razones por las cuales las actitudes y posturas humanas adquieren pronunciamientos aparentemente inexplicables. El hombre hacia adentro y la implementación del humor como recurso para caracterizar a los personajes y las situaciones. De pronto ya no importa el entorno, sino lo que sucede dentro de la psique de las figuras humanas. La primera novela de esta nueva tendencia es Hechos y hazañas de Don Balón de Baba y de su amigo Inocencio Cruz (1939) obra de tesitura fársica que pretende cambiar el sentido de la literatura ecuatoriana, que por ese entonces carece de humor y de amenidad, siendo la única explicación posible al respecto, el difícil panorama nacional, la hosquedad que caracteriza la lucha diaria por la subsistencia, los rezagos coloniales y la dureza de la política dominante. Esta novela ha sido saludada por la crítica como la «primera novela esperpéntica del país» (2).
      La obra surge del anhelo de su autor por descubrir un “Don Quijote del Ecuador”. No es la primera vez que un autor ecuatoriano ha tratado de implementar el legado cervantino a la obra de ficción. Juan Montalvo hizo lo propio en su Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895). Pero nadie ha tenido éxito igual al de Pareja.
Don Balón, natural del pueblecito de Baba, tiene una visión platónica de sí mismo. Vive casi solo en Guayaquil, en compañía de una criada, llamada Micaela. Pasa la mayor parte de su tiempo encerrado en su cuarto o en el balcón contemplando a su Dulcinea, la joven Cándida. Es tan bizarro en sus acciones que su ama de llaves cree «está loco de remate o es verdad que le ha vendido el alma al diablo» (3). A continuación, Baba llama a Inocente Cruz, antiguo compañero, que va a representar a Sancho Panza; la afición por los refranes, su estrato social humilde y la incapacidad de entender las ideas de Balón.
       El personaje de Pareja sueña, como Don Quijote, en un mundo irreal y perfecto, mientras choca inevitablemente contra el mundo y su realidad generalizada (complejo de dualidad cervantino). El escritor guayaquileño desarrolla el tejido argumental conforme al de Cervantes. En ese sentido, Don Balón, carga contra los molinos de viento de la realidad, resultando siempre en el fracaso y en el ridículo, mientras tanto que su escudero, Don Inocencio, expresa la cordura, los cimientos del buen juicio, aunque, a raíz de la convivencia con su señor se deja confundir por éste, fruto de su credulidad y simplicidad, como Sancho en la obra icono de la lengua castellana.
        Muchos de los capítulos parecen sacados de Don Quijote, desde el título al contenido: ‘Donde continúa el misterio de la puerta cerrada y se presenta la niña Cándida’ (Capítulo III); ‘Donde se cuenta la aventura de la serrana y se sabe de la purga inevitable’ (Capítulo VIII); ‘Que trata del famoso discurso que sobre la edad futura pronuncia Don Balón, y de las no menos famosas máximas de Don Inocente’ (Capítulo X); etc.
         Hay humor en la novela, humor de frase y de situación, humor que frisa lo ridículo y lo grotesco. En el episodio de los espíritus, por ejemplo, describe una casa misteriosa repleta de sonidos extraños y fantasmales que al final resultan orquestados por Micaela, la criada. Cada vez que Don Balón se lanza a la aventura, en nombre del ideal humanístico o revolucionario, inevitablemente termina fustigado y en vergüenza. En su mundo desfilan personajes picarescos y falsarios: La dama del Antifaz, el Caballero Enlutado, etc, y hasta existe un momento en que el moderno caballero andante del Ecuador, orgulloso de su título de «amparo de viudas y de huérfanos, de débiles y de mujeres» (4), se esfuerza por salvar a una criada de Cándida, de las injusticias de su padre imaginario. Nuevamente pierde, como su ideal, Don Quijote. En lugar de molinos, son árboles quienes lo vencen en una gran batalla.
      Son muchas, y variadas las resonancias con la obra de Cervantes, transpuestas a la obra de Pareja a efectos de intensificar el clima de ironía e incongruencia. Pero Don Balón, si bien vive en el mundo de sus quimeras revolucionarias, es profundamente tropical y ecuatoriano; sabemos que se trata del Guayaquil de la época —el auge de las exportaciones del cacao, el surgimiento de una nueva clase obrera, la inminente llegada de una crisis económica—, pero es al mismo tiempo un Guayaquil irreal, hecho para servir de retablillo en una obra del absurdo, el tiempo mismo de la trama: dos días apenas plagados de muchos acontecimientos y pesadillas, los personajes que se mueven como muñecos trágicos, obedeciendo una caracterización ya premeditada, sucesos extraños y esa constante atmósfera de lo engañoso, de lo fantástico, de lo incomprensible. Novela tragicómica, caricatura de un personaje esperpéntico que proclama a cada paso «su amor por lo extraordinario, su afición por el viaje hacia las tierras de íncubos y súcubos, por la asistencia a las noches de walpuris y, a ratos, su amor por viajar hacia el país de las treinta y seis mil voluntades» (5).
       Novela que pasó desapercibida en su tiempo y aun hoy continúa injustamente relegada en el olvido, tal vez por la adustez de la narrativa ecuatoriana, que no fue capaz de aceptar, en ese momento, su naturaleza esperpéntica. Pero si hemos esperado 400 años para que los lectores lean Don Quijote, es casi con seguridad que este Don Balón de Baba encontrará el destacadísimo lugar que sin duda merece en la narrativa latinoamericana.

—————
(1) Al igual que Pareja Diezcanseco, el resto de los componentes de la generación del 30 comienzan a explorar otros senderos narrativos en la década de los cuarenta: Aguilera Malta publica La isla virgen (1941), segunda entrega de su saga mágica, Humberto Salvador retoma su línea del psicoanálisis y la implementación del monologo interior en obras como, La novela interrumpida (1942), Prometeo (1943), Universidad Central (1944) y La fuente clara (1946), Jorge Icaza transporta la trágica situación del indio explotado a la ciudad, esta vez incorporando a su mundo novelado a los cholos y otros mestizos como agentes de represión en las novelas Media vida deslumbrados (1942), Huairapamushcas (1948), finalmente Enrique Gil Gilbert y Joaquín Gallegos Lara crean novelas con estructuras complejas, como son Nuestro pan (1942) y Las cruces sobre el agua (1946).
(2) Donoso Pareja, Miguel. “Una visión familiar de Alfredo Pareja Diezcanseco”. Kipus revista andina, Ago; ene. 2008: 295-302.
(3) Pareja Diezcanseco, Alfredo. Don Balón de Baba. Quito: Casa de la cultura ecuatoriana, 1960.
(4) Ibíd.
(5) Carrión, Benjamín. Narrativa latinoamericana. Quito: Centro cultural Benjamín Carrión, 2005.

LAS CÉLEBRES ÓRDENES DE LA NOCHE: DESTIERRO, ASESINATO. LAS CICATRICES DEL MONSTRUO

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por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA
         Dicen que habitamos el tiempo de los monstruos. Que los límites de nuestra capacidad para pensar el mundo son ahora más evidentes que nunca, a la vez que el mundo mismo se sume en complejidades apocalípticas sin precedentes.
Francisco Jota-Pérez

 
Silence was a way
John Lydon


 ¿Cómo he llegado aquí?
Diego Sánchez Aguilar
          
         
INTRODUCCIÓN (Enfermera, bisturí… hilo…)

      Diego Sánchez Aguilar es el Dr. Frankenstein. El Dr. Frankenstein coge fragmentos, trozos, miembros de diferentes cuerpos. Los pone juntos, los ensambla. Construye, a su modo, la nueva carne, una nueva carne hecha de cicatrices, heridas, sombra. Así, Diego Sánchez Aguilar ensambla los diferentes elementos que componen su poemario Las célebres órdenes de la noche. Tú, como lector, después, puedes llevar a cabo la descomposición del monstruo (la vuelta a su realidad fragmentaria), la disección de ese artefacto poético donde lo narrativo o lo épico monopolizan muchos de sus versos sin dejar a un lado un componente indudablemente lírico.
          Así que coges un cutter (o un bisturí) y haces las veces de cirujano o carnicero (igual que Diego Sánchez Aguilar). Separas las tres partes de las que se compone Las célebres órdenes de la noche.
          Haces tres montones.
          En el primero pones Cantar del destierro.
          En el segundo, El bosque y la muchacha.
          En el tercero (y último), Evangelio del Doctor Frankenstein.
         PRIMER MONTÓN
         Si un hombre ha perdido una pierna o un ojo, sabe que ha perdido una pierna o un ojo; pero si ha perdido el yo, si se ha perdido a sí mismo, no puede saberlo, porque no está allí ya para saberlo.
Oliver Sacks
 
¿Será solo el silencio lo esperado?
Diego Sánchez Aguilar
         Observas el primer montón, ese que trata sobre un modo de exilio. Separas el pliego de páginas, lo haces bien. Te fijas en los títulos:
 
Preoperatorio / Unidad de cuidados intensivos / Enfermera, el árbol / Anestesia / Respiración asistida / Aguja hipodérmica / Etc.
 
         Trazas imaginariamente los contornos borrosos de un campo semántico que tiene que ver con el hospital. O sea: el destierro es un hospital. Ese lugar donde el ritmo frenético de nuestra vida se detiene. Te preguntas: ¿serán los enfermos los nuevos ascetas? ¿ellos? ¿acaso serán ellos las personas que escapan del vértigo social y político y se asoman (no tienen más remedio) a la sombra, a la muerte?
        Destierro como exilio. Como fuga interior. Huida al desierto: igual que Jesucristo (esa figura que mutará en el TERCER MONTÓN en monstruo, metáfora-antítesis de aquel que venía a salvarnos). Destierro como silencio. Un silencio que, en cierto modo, se disemina a lo largo de muchos versos del Cantar del destierro:
 
Ahora el silencio viene a buscarme, o no,
(desde lejos, desde otra tierra,
llena de pulidos huesos)
y no trae la respiración de ninguna bestia.
 
          No obstante, la voz poética llega a preguntarse por el sentido de ese silencio:
 
¿Para qué este silencio?
 
          El silencio articula en muchos de los versos una suerte de alejamiento, al igual que lo hace el desierto, ese desierto que incide en la mirada del que observa, la mirada de ese personaje que (confinado en una habitación de hospital) se interroga constantemente sobre el sentido de lo que le rodea (la sombra de un árbol, el sonido que éste pueda hacer) o que (casi moribundo, casi inerte) llega a aceptar la situación en la que se encuentra, parece no querer luchar:
 
Entonces habrá que vivir aquí.
Y así.
Absolutamente desposeído,
despojado y sin saber qué es eso (…)
 
        Esa aceptación, esa desposesión o falta de referentes entronca con una experiencia que podríamos convenir en llamar vacío semántico (o simbólico): la desaparición del significado dentro de nuestra existencia, en nuestras relaciones, en el comportamiento rutinario que se aleja del símbolo o de la metáfora, de algo que va más allá de lo estrictamente material.
          Podemos, entonces, hablar de la muerte de las metáforas. No ya en Las célebres órdenes de la noche (evidentemente), sino en la realidad que retrata, esa realidad de la que se tiene conocimiento casi como eco pues el exilio (el destierro, el enclaustramiento) no nos permite verla, solamente intuirla (y apenas recordarla). Esa muerte de los tropos (su ignorancia) se traduce en una especie de amnesia que se retrata a la perfección en un poema como Enfermera, los ríos:
 
¿Cómo eran los ríos?
¿Cómo abrían la tierra
y llevaban la hoja muerta hasta el mar?
       La permanencia de las metáforas del río como vida o del mar como muerte solamente son intuidas aquí porque el sujeto poemático únicamente las nombra, las cita como si ya hubiera olvidado el significado de todo ello, sus resonancias clásicas, los ecos de Jorge Manrique (por ejemplo) en una conciencia que se descompone. Porque, sin duda, algo así es lo que tiene lugar en la cabeza del personaje que aquí nos habla en primera persona a lo largo del Cantar del destierro: la desintegración de la conciencia de un individuo, su capacidad de percepción e interpretación, el entorno (y su reflejo en uno mismo) que se difumina de forma fantasmal:
 
(…) intento buscar en mí la imagen del río.
 
           Cantar del destierro es un monólogo constante, casi silencioso dentro de esa quietud espectral que rodea al personaje y que, como una sombra flotante, planea a lo largo de los versos, sobre ellos. La voz del personaje es aquí monólogo interior, esa stream of conciousness que en la narrativa muestra el discurrir de la conciencia de un ser ficcional y que, en esta primera parte del libro (y de modo épico-lírico), filtra y condiciona la naturaleza de las composiciones aquí presentes, que imprime cierto carácter lánguido y minimalista a la vez que absolutamente desolador. Una desolación que en Nuestra Señora del Destierro resulta más que patente mediante la concisa locuacidad de sus versos:
 
Esto no es cantar.
Es ver el escenario vacío,
el aire cayendo lentamente
en el aire.
Esto es arder.
 
         Algo parecido (salvando las distancias, pero con cierto aliento común) a lo que decían The Mission of Burma en su canción ‘Forget yourself’ de 2009:
 
Forget yourself
what a joy not to be
to be the mist
and not to be
burn yourself
burn yourself up
burn yourself
forget yourself
 
        En realidad, en el Cantar del destierro se traza el dibujo de una crisis, una crisis de carácter existencial de la que percibimos su atmósfera, el ambiente opresivo y yermo que genera, pero de la que apenas sabemos nada (y que linda con el nihilismo). Y, a decir verdad (siguiendo a su autor), es una crisis que, en realidad, no es nueva:
 
Lo que nunca ha cambiado
Y el viento aún aviva.
 
         Una crisis que (parece) viene de lejos, incluso anterior a la voz que nos transmite esta realidad aciaga y depresora, que convierte al sujeto en algo no unitario sino desmembrado, seccionado:
 
Esto es lo único.
Estos tubos en la boca
de los que entra y sale
el aire manchado,
el relato de alguien,
o de trozos de alguien:
cabeza, osamenta, víscera enferma.
 
         Si seguimos el texto, otros títulos dentro del Cantar del destierro nos susurran nombres de significación clásica:
 
 Narciso / Edipo / Sherezade / Poética / Etc.
         Son títulos que, sin que opongamos resistencia, introducen en nuestra lectura nuevos motivos, una varianza que —hilvanada a la perfección con los otros poemas— sugiere diferentes direcciones dentro del poemario, algo que va más allá del destierro, ese destierro ascético pero enfermo (sin dejarlo de lado, sin abandonarlo). Títulos que trazan trayectorias inesperadas y que juegan con los mitos y los símbolos, todo aquello que parece desterrado de la conciencia de esa voz poética que conocemos a través de la lectura pero que, en ningún momento, está fuera del alcance poético de Diego Sánchez Aguilar. Nombres que flotan en la memoria del personaje igual que flamea débilmente un recuerdo roto, cercano a la disolución:
 
Todavía la flor busca el espejo.
Con él nació su recuerdo húmedo (…).
 
       Son éstos versos (que pertenecen al poema ‘Narciso’) donde el autor actualiza el mito clásico a través de la conciencia del enfermo que, desde su cama de hospital, establece un paralelismo con esa figura mítica pero que (siguiendo esa línea de evaporación de lo simbólico y sus significados ya subrayada anteriormente) se aleja de su carga semántica, se introduce en el código propio de la era del vacío (y la ignorancia) que habitamos:
 
También yo, a su imagen y semejanza,
abro los ojos desde esta cama
me pregunto por qué ahora la flor,
con qué sentido,
qué espero encontrar tras estas palabras,
dentro de ese murmullo
que suena como una piedra sobre la oscuridad,
que solo yo oigo cuando dejo de respirar.
 
           La comprensión del símbolo o de los motivos de la tradición literaria parecen estar afectados por la obsolescencia, la muerte de sus posibles significados tal y como se subraya en ‘Sherezade’:
 
Sherezade cuenta lentamente
como si tejiera el silencio con pesados hilos.
Sherezade cuenta y yo escucho sin entender,
hasta que no sé si me duermo.
 
            Una falta de significado que parece abocarnos a la muerte:
 
Escucho mi cadáver.
Creo que vive en la dura sombra,
a un centímetro de mi aliento.
         Son títulos que, sin que opongamos resistencia, introducen en nuestra lectura nuevos motivos, una varianza que —hilvanada a la perfección con los otros poemas— sugiere diferentes direcciones dentro del poemario, algo que va más allá del destierro, ese destierro ascético pero enfermo (sin dejarlo de lado, sin abandonarlo). Títulos que trazan trayectorias inesperadas y que juegan con los mitos y los símbolos, todo aquello que parece desterrado de la conciencia de esa voz poética que conocemos a través de la lectura pero que, en ningún momento, está fuera del alcance poético de Diego Sánchez Aguilar. Nombres que flotan en la memoria del personaje igual que flamea débilmente un recuerdo roto, cercano a la disolución:
 
Todavía la flor busca el espejo.
Con él nació su recuerdo húmedo (…).
 
      Son éstos versos (que pertenecen al poema ‘Narciso’) donde el autor actualiza el mito clásico a través de la conciencia del enfermo que, desde su cama de hospital, establece un paralelismo con esa figura mítica pero que (siguiendo esa línea de evaporación de lo simbólico y sus significados ya subrayada anteriormente) se aleja de su carga semántica, se introduce en el código propio de la era del vacío (y la ignorancia) que habitamos:
 
También yo, a su imagen y semejanza,
abro los ojos desde esta cama
me pregunto por qué ahora la flor,
con qué sentido,
qué espero encontrar tras estas palabras,
dentro de ese murmullo
que suena como una piedra sobre la oscuridad,
que solo yo oigo cuando dejo de respirar.
 
         La comprensión del símbolo o de los motivos de la tradición literaria parecen estar afectados por la obsolescencia, la muerte de sus posibles significados tal y como se subraya en ‘Sherezade’:
 
Sherezade cuenta lentamente
como si tejiera el silencio con pesados hilos.
Sherezade cuenta y yo escucho sin entender,
hasta que no sé si me duermo.
 
         Una falta de significado que parece abocarnos a la muerte:
 
Escucho mi cadáver.
Creo que vive en la dura sombra,
a un centímetro de mi aliento.
         SEGUNDO MONTÓN
The dark trees that blow, baby,
in the dark trees that blow
David Lynch
 
 
Sigue corriendo hacia el centro del bosque
Diego Sánchez Aguilar

         La noche como símbolo. La noche como símbolo romántico. Esa noche donde las formas borran sus límites, donde la precisión de esos límites termina por desaparecer. Lo contrario del mediodía, de la luz, del sol. La noche que tiene lugar en el bosque. La noche en el bosque donde el hombre se reduce, se hace pequeño. Tal vez con miedo, frágil:
 
Tu corazón, pequeño, respira como un pez.
Entre tus blancos senos la luna se está ahogando.
La noche es un bosque que no termina.
 
         La noche que se convierte en misterio, que adquiere toda su capacidad semántica como espacio de peligro. El bosque como lugar de insectos, telas de araña, temor y crimen:
 
Los bosques son lugares peligrosos.
 
             La noche que acoge los cuerpos, la noche que acoge el placer, el miedo:
 
Sobre los árboles tendida,
la noche ofrece su garganta.
 
             La noche que late en el sexo:
 
(…) las hojas tiemblan de placer y miedo:
la noche insectívora exige vuestros labios.
 
             La noche que engendra sombra que engendra noche (y suma y sigue):
 
Sabes que será hermoso, como tus ojos cerrados
que guardan un latido abierto y la constelación del beso.
No tardará en surgir la sombra.
 
            La noche que susurra canciones. Por ejemplo, ‘She sleeps, she sleeps’ de Fire!: su polirritmia rota, abrupta, que pudiera servir de marco sonoro a esta aventura criminal en el seno del bosque. La noche que es sinónimo de sueño, sinónimo de muerte tal vez. La noche que es oscuridad, solamente eso, un caminar hacia la oscuridad, sin vuelta atrás:
 
La oscuridad frente a ti es tan densa
que puedes verte como en un espejo.
 
               La noche que es un cuchillo que es muerte que es la noche y es bosque:
 
(…) y en tus labios estará despertando el beso,
y en tus oídos estarán naciendo los pasos
de aquel que debía venir, y viene
y llegará antes su reflejo que él,
como un cuchillo.
 
               La noche sagrada / La noche muerte:
 
“El bosque y la muchacha” es un proyecto de libro en el que quería explorar las posibilidades que el imaginario del cine slasher me ofrecía para tratar una serie de temas: la relación entre el descubrimiento del cuerpo como placer y el cuerpo como dolor, el bosque como espacio voraz, irracional, sagrado y, por lo tanto, temible […].
(Diego Sánchez Aguilar: fragmento de entrevista en
El coloquio de los perros, diciembre de 2017)
              TERCER MONTÓN
El futuro es solo la vejez, la enfermedad y el dolor...
James Whale
 
 
         Una película slasher al menos toma en serio el cuerpo al reconocer cuán horrible es su mutilación. Ese horror es la fuente del horror. Pero al estetizar la deformidad, Whale en realidad golpea a la audiencia con más fuerza que cualquier representación burda y realista. Porque, en cierto nivel, creemos que la deformidad no debe ser estetizada, que tomar el sufrimiento y la deformidad humanos y volverlos casi bellos es un acto de profanación
Lloyd Rose (The Wasington Post, noviembre de 1998)
 
 
Nunca pudiste decir se era pedazos o si era uno
Diego Sánchez Aguilar

         —Cartón piedra, simulacro.
         —Ficción, mito.
         —Aliento romántico.
         —Monstruos.
         —Atmósfera bíblica, cicatrices, tentaciones.
         —Resurrección.
         —Resurrección del monstruo.
 
        Estos son algunos elementos que componen el puzle del Evangelio del doctor Frankenstein. Si el Cantar del destierro supone la descomposición o la desintegración de un individuo (su conciencia, su memoria), el Evangelio es la composición a través de los pedazos, del fragmento, de eso que convenimos en llamar monstruo. Una composición hecha a partir de cicatrices y vacío:
 
De todas las caricias con que inventas tu nombre,
solo la cicatriz
ha cosido la vida con la muerte.
 
        El monstruo de Frankenstein es, a decir verdad, la metáfora perfecta del individuo contemporáneo (¿por qué no decirlo? ¿por qué no pensarlo?): una metáfora profética (copyright de Mary Shelley) que anuncia ese monstruo que nace de la fragmentación posmoderna y que se prolonga en una nueva etapa que algunos autores como Marc Augé han querido llamar hipermodernidad, pero sobre la que (en relación con tal término) no hay unanimidad.
         Permitámonos (ahora) un circunloquio, una deriva (que, a decir verdad, no es tal): si pensamos, por ejemplo, en el cine de Tarkovski, se llegaba a decir de él que rodaba teniendo en cuenta al individuo como ser completo, unitario, no fragmentado (sic). En cambio (a diferencia del cineasta ruso), buena parte del cine contemporáneo se caracteriza por la fragmentación: fragmentación de la linealidad discursiva, fragmentación del cuerpo a través del primer plano o el plano detalle, por poner unos ejemplos. Incluso la fotografía actual, animada por las redes y la instagramatización de la realidad, deambula por semejantes territorios: el retrato del individuo no como un conjunto sino como fragmentos, retazos. Algo que se acerca mucho a la narrativa pornográfica en su objetualización del sujeto, en la aniquilación de su alma, en su despiece (casi) de matarife simbólico. La identidad del hombre se ha fragmentado y su puesta en escena encuentra un tratamiento semejante a nivel plástico. Todo esto nos lleva a la conclusión de que el monstruo de Frankenstein (con sus cicatrices y su propia composición hecha de trozos, pedazos, tal y como bien apunta aquí Diego Sánchez Aguilar) resume a la perfección una identidad contemporánea que se ilustra a través de discursos fragmentados, un relato que se desacopla (y agota) a cada paso.
         Frankenstein es hijo de nuestro tiempo y, como tal, el Anti-Mesías (que no nos salvará de nada) debe adoptar una estructura semejante. Rota, hecha de cicatrices, cosida:
 
Mira, Fritz, ¿cómo llamarías a esto?,
¿carne?, ¿brazo?, ¿miembro?, ¿fragmento?
Te resistes a llamarlo Hombre, lo sé.
 
         Podría decirse que el discurso de Diego Sánchez Aguilar juega con una linealidad no evidente, con un proceder que tiene que ver más con lo segmentado:
 
Todo, en esta historia, hablará de ruinas, de fragmentos.
Así ha de ser el reino de lo humano.
 
       No obstante, la homogeneidad discursiva del poemario es indudable y no admite fisuras en su rigurosa composición sin que eso provoque que la voz poética se sustraiga de una realidad que no termina por ser unitaria, sino compleja y escindida:
 
Aquí estás tú. Esto es lo que hay cuando dices yo.
Solo hay que coser, que dar la forma,
como hacías con plastilina en el colegio.
       Por otra parte, las resonancias bíblicas flotan a lo largo de toda esta sección del poemario. Resuenan incluso al tomar, al principio, una cita de Dámaso Alonso, autor en el que el versículo bíblico es inseparable dentro de su libro Hijos de la ira. Unas resonancias evangélicas que se descubren en la forma de muchos de los versos que animan esta parte final del poemario, incidiendo en las repeticiones, las interpelaciones al receptor (en muchos casos Fritz), recurrencias formales propias de textos sagrados. Unos ecos de las Sagradas Escrituras que nos hacen ver al monstruo de Frankenstein como ese Anti-Mesías al que ya se ha hecho alusión antes y que, en diferentes momentos de este Evangelio, queda completamente claro que no agita la bandera de la salvación sino de todo lo contrario:
 
No ha venido a morir por nuestros pecados.
Ha venido a morir por nuestra muerte.
 
          Un salvador que no salva, un salvador lleno de cicatrices:
 
(…) lo que la cicatriz esconde
y llena de estrellas el oído de la noche,
a eso lo llaman monstruo.
Y el monstruo anuncia el reino de la nada.
 
         Un monstruo que no tiene nombre:
 
Quien ha venido a mostrarnos el reino
no tiene nombre, ni tiene casa.
 
         No tenemos aquí a un Moderno Prometeo, sino a una suerte de Jesucristo novedoso y nihilista que no predica la redención. En realidad, no predica nada y el evangelio es un evangelio sin palabras que hace bucles mudos dentro del silencio. Sólo nos queda por tanto el vacío y el terror, el terror que es animado por el monstruo:
 
No hay imagen, no hay palabra, no hay camino.
No hay más senda que el latido.
No hay más reino que el bosque, que el desierto.
 
       La mirada cínica del autor se ve con claridad en ‘Las Tentaciones’, donde las reminiscencias bíblicas a nivel lingüístico son más que evidentes recordando el discurso del Nuevo Testamento y estableciendo una analogía constante con Jesucristo pero tirando de antítesis, paradojas. Un poema, este de ‘Las Tentaciones’, que articula (también) la revisión de una de las secuencias fundamentales de la película de James Whale y que Diego Sánchez Aguilar toma como referencia dentro del Evangelio del Doctor Frankenstein: el encuentro de Boris Karloff (el monstruo que no tiene nombre) con la niña y que termina con la muerte de ésta ahogada por la bestia. Es en este momento donde, sin lugar a dudas, se subraya esa visión cínica a la que se aludía antes, puesto que aquí la tentación es la niña, el demonio es la niña, el demonio que habla con el Anti-Mesías (ese Prometeo desnaturalizado) y que le habla sobre la inmortalidad, que compara la flor que arroja al agua con el alma, esa flor que flota en la superficie del lago y no se hunde, el alma que flotará más allá de la muerte:
 
Y levantó el cuerpo de la niña como la niña antes levantó las [flores
y la tiró al lago para ver cómo su alma inmortal flotaba sobre la [negra muerte.
Y desapareció la niña bajo el rostro del lago
como desaparecen las palabras bajo el manto de la noche.
 
         Evangelio del Doctor Frankenstein se construye a partir de recurrentes analogías, analogías con el relato evangélico del Nuevo Testamento, semejanzas a través de las que comprobamos, incluso, el desarrollo de la Pasión y Muerte (en este caso de la bestia: su crucifixión en el molino: la cruz es un molino es una cruz). Correspondencias también con la Resurrección, una resurrección del monstruo a través del celuloide, a través del poder mágico de las imágenes en movimiento que hacen que el que no tiene nombre vuelva de entre los muertos:
 
Mira, la criatura está viva.
Mira: aquí, dentro de esta caja oscura, está anunciando el reino de la nada.
La criatura está ahí. Ha aparecido entre las sombras, trayendo
consigo toda la sombra.
        
          Ése es el mensaje final del anómalo evangelista que, recordando a Anselm Kiefer, ha compuesto Las célebres órdenes de la noche, un mensaje que anuncia las tinieblas y el miedo:
 
Ellas salieron corriendo del sepulcro porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo.
(Marcos 16, 1-8)

LA MIRADA AL MUNDO DE FERNANDO DEL VAL

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por PEDRO GARCÍA CUETO

       Fernando del Val es periodista, pero también poeta, hombre de radio y esencialmente hombre de letras. Ha cultivado el ensayo y muy importante es su libro de entrevistas Si te acercas más, disparo, publicado por la editorial Difácil, donde ha publicado su obra esencial en el año 2017.
         Del Val es también un hombre de mirada atenta, ha participado en los equipos de El ojo crítico y La estación azul, entre otros. Su labor de periodista y columnista en El Mundo en Castilla y León desde 2003, además de colaborador de Turia, le hace acreedor de una notable trayectoria en nuestras letras, dada su juventud —el año que viene cumplirá cuarenta años—.
         Una trayectoria tan prolífica ha dado cinco libros esenciales de poemas, editados todos por Difácil, editorial que lleva siempre con buen tino César Sanz. Los libros tienen una portada elegante donde se esconde el influjo de del Val de una poesía misteriosa y profunda que merece destacar.
         Amanecer en Damasco se publicó en 2005 y en él vemos una poesía bien hecha, de profunda lectura; son poemas en clave, con misterio, donde el lenguaje lo es todo (esencial en la poesía de del Val); hay un afán por hacer del verso un enigma que el lector ha de traducir, porque, como siempre ha dicho Francisco Brines, hay un segundo creador tras el poeta que hace el libro, el que lo lee, este lector es traductor también, he elegido un poema del libro titulado ‘Maletas’, donde expone el tema del libro que es, en mi opinión, el afán de crear un lenguaje que nos salve de la ruina de la vida, es en esa búsqueda donde la palabra triunfa y obtiene el rédito que esperamos:
 
El cuerpo doblado de las persianas
golpeadas por el viento
las copas de los árboles
un rayo deja herida la atmósfera
a la espera de cura.
mil rayos nunca mataron un cielo
pero por si acaso
todo amanecer es yodo para —los— desánimos.

           En el poema late el deseo de crear, ese afán de sentir que la vida es siempre “amanecer” porque algo nos golpea (el viento, los árboles que cimbrean), para darnos a entender que hay que tener una fe, puede ser en la poesía, pero puede ser en aquello que nos salve de nuestra ruina vital, de la desolación por sentirnos solos ante el mundo.
         Hay en el lenguaje de Fernando del Val enigmas, palabras que van bailando para producir el efecto que llega al lector y que permite la imaginación que vive en el poema.
         El homenaje a Damasco también es hermoso, porque vuelve el amanecer, ese momento del día que le gusta al poeta, donde todo cobra sentido:
 
Damasco, serigrafiada tras la anatomía
del cristal
y el bajorrelieve de tu mirada,
amanece, pero a tu lado.
 
         Cuando dice el poeta en otro verso: «El ahora bien podría haber sido esta mañana» ya nos está diciendo que el tiempo es eterno. En la belleza del paisaje, en su fluir, vive la Antigüedad y la historia, la vida en todo su esplendor.
         Llega su homenaje a Nueva York, aquella ciudad que fascinó a Lorca para encontrar en ella la deshumanización latente de un mundo moderno siempre en perpetua construcción. Si del Val mira el paisaje neoyorkino, extrae de él heridas y cicatrices, pulsa con acertado tino el don del lenguaje que se hace poesía. Primero llegó Orfeo en Nueva York (Difácil, 2011), donde va gestando poemas como sinfonías, musicales, de enigmática misión, se vale del mito de Orfeo para ir creando poemas con mensaje, que parecen en sí aforismos, como deudas con el destino.
         No sé si hay una deuda latente del Jenaro Talens de Orfeo filmado en el campo de batalla, pero sí que aprecio ese deseo de hacer del poema una cámara que filma la ciudad, la va desnudando lentamente, no en vano cita a Cocteau en un poema corto:
 
amanece
el árbol de un manicomio
pronto despegarán los primeros gorriones
en cámara lenta
filmados por Cocteau.


         No parece arbitraria la minúscula para el director de cine y ese afán de cámara lenta que es la vida en realidad cuando nos ponemos a pensar. Hay paisaje y cine en este libro, la ciudad admirada por tantos se convierte en algo onírico para del Val, como dice en este otro poema:
 
mienten las cenizas cuando se posan en los tejados
miente la muerte
mienten las mentiras
todo es acabose
estamos hechos de irrealidad premeditada.
         Nueva York es visto como un sueño, los túneles, los metros, la soledad de los rascacielos, aparece el Hotel Plaza, King Kong, Audrey Hepburn, referencias cinematográficas que convierte del Val en acto de lenguaje, sus versos son caligrafías de idiomas que no son el nuestro, que van dando claves para entender la desolación de la ciudad amada y odiada, la gran Nueva York.
         Continúa esa senda con Lenguas de hielo (Difácil, 2012). Aparecen poemas cortos con algunos en prosa, que casi acaban el libro, de nuevo esa desolación, ese mundo deshumanizado de la Gran Manzana. Hay un poema que me gusta especialmente, ese homenaje a Cernuda, poeta del desencanto y de la memoria:
 
El pájaro muerto al que se refería Luis Cernuda
estrella desterrada del trono de la noche
quizás asesinado a manos de alguien triste en los muros del cielo
lo encuentro yo cada mañana apostado al otro lado del ventanal
cojeando en la repisa
lleno de la poca libertad que le cabe en el pico
la desolación de la quimera
nunca sabré si se refería a un animal o a un proyecto de vida.
 
         Hay algo lorquiano en estos versos: “ese pájaro muerto” que nos recuerda a su Poeta en Nueva York, porque la ciudad asesina con sus manos a la Naturaleza, tal es el poder capitalista de esa ciudad adorada por poderosos y gente de éxito, insensible a la verdad del mundo.
           Concluye ese “homenaje” a Nueva York con Regreso al Metropolitan (Difácil, 2013). Vemos en este libro el mismo tema de fondo, la ciudad que deshumaniza todo, donde las personas casi no son, son meros transeúntes que parecen pájaros muertos, recordando el poema anteriormente citado:
 
an new york am new york am new york
grita una mujer a mi espalda
no ha demenciado
no se cree más de lo que es
está repartiendo el diario gratuito.
 
         Ciudad de sueños, donde la mayoría no llega a triunfar, sólo a sobrevivir, ciudad herida en los cuatro costados, como nos va mostrando en unos poemas muy esenciales, aunque recojo esta vez el final de un poema en prosa:
 
Decía Melville, quien tanto gusta a Eduardo Lago, en Moby Dick, que los hombres que no logran superar los absurdos y las sinrazones de la vida terminan yendo al mar. Quién no es un inadaptado. Por si acaso, intento dejar en tierra cosas a recaudo, mi ordenador con poemas, libros sin publicar y así.
         Resume bien este libro, todos somos inadaptados, seres que ven el paso del tiempo sorprendidos, porque apenas entienden nada, un mundo que nos va deshaciendo, nos hace casi invisibles, como esos ciudadanos de Nueva York, tapados por rascacielos y por soledades.
         Se trata de un libro que cierra la trilogía y demuestra que del Val es un gran poeta que entiende la sinrazón de la vida, pero que hace del lenguaje un sortilegio para ir soportándola.
         Y en el año 2017 llega Los años aurorales, premio Ojo Crítico, merecido premio a una labor que ha ido gestando años, a través de la poesía, su labor de periodista, sus ensayos, su libro tan interesante de entrevistas, etc.
         En Los años aurorales ha ido buscando la esencia de su poesía, en la estela juanramoniana, como si del Val dijera aquello de «Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas». Su lenguaje se concreta y va a la esencia, así nos deja poemas con eco, que debemos interpretar en nuestro fuero interno:
 
sería otoño
pero
el aire aún conservaba
un olor destellado a luz.
 
         Me quedo con esos versos, porque late la esperanza, la desolación anterior deja ese destello de luz. Puede que estemos en sombras, nos dice Del Val, pero queda algo de amanecer, el que tanto aparece en sus libros, el vacío, la inconsistencia, nuestra levedad, siempre deja algo eterno, una esperanza, un devenir, un volver a ser.
         Con este libro hay aurora, hay deseo de creer en la vida, en la existencia. Celebremos este libro premiado y a un poeta de mirada honda y verdadera, que ha ido gestando una obra poética cada vez más madura y llena de matices.

NIETZSCHE EN VENECIA

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ
         Nietzsche estuvo en Venecia por primera vez en 1880 y concibió allí una alteración de todos los valores, un recuperar la vida incontrolable que las doctrinas reprimían. Escribió un libro que primero llamó La sombra de Venecia y después Aurora. Ya había dejado la sequedad de los ámbitos académicos, el polvo de los doctos que se repiten unos a otros, ya era un filósofo errante y libre. Quería desembarazarse del lenguaje convencional y de sus limitaciones: «Para llegar al conocimiento hay que ir tropezando con palabras que se han hecho duras y eternas como piedras, hasta el punto de que es más fácil que nos rompamos una pierna al tropezar con ellas que romper una palabra». Y en Venecia iba a sentir los primeros ramalazos ligeros y felices de la vida.

         Según Sábato, en las crisis se saca lo que está más oculto, los valores más indiscutibles, entonces nos dejamos de palabrerías y buscamos lo esencial, lo que puede salvarnos. Un atardecer yo pensaba en el Gran Canal que Europa fue la dominadora del mundo e impuso su ley en todas partes, pero ahora que solo es un rincón de la Tierra entre otros puede mostrar su verdadera personalidad, sus manías, sus secretos, sus tics entrañables. Se convierte en un viejo con quien podemos hablar y que nos escucha, que tiene un poco la sabiduría de los derrotados, de los supervivientes. Y eso le pasa especialmente a Venecia, que es solo una ilusión, una belleza desesperada al borde de la muerte, un cuadro sobre Venecia, un exceso de luz del Veronés o de Tintoretto.

         Llegamos a San Giovanni e Paolo, un espacio gigantesco, una forma del entusiasmo en el Renacimiento, presidido por la estatua del condottiero Bartomeo Colleoni por Andrea del Verrochio. La miramos desde todos los puntos de vista, nos pusimos debajo del caballo, le vimos el culo, apreciamos los hombros y el brazo levantado del caballero, miramos su casco y su mirada levantada. Le dije a Consuelo: es toda la fuerza y el ímpetu del Renacimiento, ese vitalismo que no se arredra, que aprovecha toda la vitalidad del caballo, que se sobrepone y cabalga la vida, esa cabeza hacia lo alto, esa mano que coge las riendas con decisión, sin que nadie pueda impedirlo, ese orgullo, aquí tenemos todo el poder de Venecia o de Europa. Pero ahora es el poder de la vida contra el destino, la fuerza inagotable del entusiasmo. Eso es lo que vio Nietzsche. Nosotros la veíamos con melancolía y con lucidez en el atardecer, con el resto de todo lo que podía ser la vida y la supervivencia. Ese entusiasmo por sobrevivir, eso que queda después de todas las crisis, ese hermoso deseo de fogosidad, de coger la fuerza de los caballos.
         Todavía podíamos leer a Nietzsche y admirar el Renacimiento. Mirábamos la estatua  una y otra vez mientras caía la tarde,  aquel caballero no podía aplastar a nadie, ni a los que estaban en las terrazas de los cafés, ni al niño que se metía peligrosamente en el agua mientras su madre miraba sin parar los mensajes de su móvil, ni a la familia que esperaba un taxi acuático, más bien los animaba a todos levemente, les daba una especie de belleza perdida, que se veía con una parte de los ojos, como el esplendor barroco de aquel edificio que ahora era un hospital, como todas las suntuosidades de la iglesia de Giovanni e Paolo.
         Nietszche escribió un poema sobre las palomas de San Marcos, la plaza era su dicha, la torre se levantaba igual que un león con su impulso ligero, le robaría el alma a Venecia, en la mañana de frescor él lanzaría sus cantos como palomas que vendrían para arreglar una rima y se marcharían otra vez con sus plumajes. Con esa dicha de las palomas ni siquiera hacía falta la música, que para Nietzsche era lo máximo que se podía decir. La torre irradiaba orgullosa en la esquina de San Marcos, igual que el león de Venecia e igual que la estatua entusiasmada de Bartomeo Colleoni.
         Me imagino a Nietzsche con su fragilidad física, que ni se atreve a declararse directamente a Lou Andreas Salomé, contemplando activamente la estatua y sacando fuerzas de ella. Pero la victoria política y económica de Venecia en otros siglos era ahora una victoria estética, la política se había convertido en poesía, que es la verdadera fuerza. La dama dominadora a la que todo el mundo teme se había convertido en una dama arrebatadora a la que todos aman. Y años después también caminaría por allí Rilke, otro libre, otro errante, otro poeta que buscaba la vitalidad órfica en todas partes.
         Y en Así habló Zaratustra también Nietzsche se acordaría de aquella Venecia donde empezó a concebirlo todo. La dicha de Zaratustra era la risa del león de Venecia y el tumulto de las palomas de San Marcos. Y escribió que pensamientos que se mueven con pies de paloma (aquellas palomas felices de San Marcos) mueven al mundo. Porque Nietzsche quería ese entusiasmo contagioso de las palomas y la belleza, no quería el dominio de ningún Reich, y además en Ecce Homo él se proclamaba polaco y admirador de Chopin. Nunca quiso la prepotencia sino el entusiasmo, era demasiado poeta, demasiado vibrante, para no admirar la vitalidad hermosa en todas partes. Incluso en el crucificado al que tantos escamotean.
         Había asustado al mundo académico y acartonado de Basilea con su estudio sobre la tragedia griega, descubriendo el alma de Grecia, descubriendo la lucha de Apolo y Dionisos más allá del polvo minúsculo de erudiciones y minucias filológicas. Y ahora iba a captar el alma de aquella ciudad espléndida y creativa que se resolvía en luces y crepúsculos, que temblaba en medio de las aguas, que con sus esplendores arrebataba a los hombres. Ahora robaba el alma de Venecia, la misma alma que fulge en el Otelo de Shakespeare (tan nietzscheano) cuando —antes de que el envidioso Iago le envenenara el amor— le cuenta a Desdémona sus historias de mares y travesías. Lo suyo era robar almas.

DOS FOTOGRAFÍAS DE LA GUERRA

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por JERÓNIMO MARTÍNEZ


LA DERROTA

          Está con la espalda apoyada en la pared, junto a la ventana del cortijo abandonado de la Axarquía malagueña. Lleva correajes y cartucheras y una gorra miliciana. Con las dos manos sujeta con firmeza el fusil y se gira para asomarse fugazmente por la ventana. Está amaneciendo.
          Sabe que hoy va a morir. Sabe que hoy, 7 de noviembre de 1948, aniversario de la gran revolución socialista soviética, no verá ponerse el sol. Es miembro del Partido Comunista de España y uno de los últimos combatientes del Ejército Guerrillero de Andalucía. El destacamento de la Guardia Civil ha rodeado su refugio y están esperando a que el día aclare para el último asalto.
            Una represión brutal, la deserción o la cárcel de muchos camaradas combatientes y enlaces han ido diezmando el Ejército Guerrillero y hoy sólo quedan unos pocos dispersos, desorganizados y desprotegidos. La Unión Soviética, después de las conferencias de Yalta y Potsdam, ha renunciado al apoyo a la lucha armada contra el régimen fascista de España, a cambio de que las potencias burguesas le dejen manos libres en el este de Europa.
            Cuando mira a través de la ventana con las primeras luces ve el terreno que una vez estuvo cultivado y que ahora es un erial cubierto de matojos, con alguna higuera en la hondonada y algunos almendros de ramas secas en los que milagrosamente un brote en el tronco ha producido unas almendras. Una tierra abandonada por el amo, un pozo seco, un claro de tierra cultivada rodeada de bosque de encinas y quejigos, donde ahora se ocultan los guardias civiles que van a matarlo.
            ¡Qué lástima de tierra!, piensa. Es una buena tierra, una tierra negra, fresca y honda. Una tierra dispuesta para ser trabajada y dar cosechas generosas. Una tierra para sus manos si en vez del fusil empuñara un azadón o un arado y no tuviera que morir hoy.
        El guerrillero recuerda su adolescencia y su primera juventud en el pueblo. La alegría de la cosecha. Las explicaciones simples y profundas de su padre y de su abuelo, labradores, sobre cómo hay que tratar a los árboles y a la tierra y al agua del regadío y cómo cuidar y hacerse obedecer por las mulas y los bueyes.
            También recuerda sus primeros entusiasmos por la revolución socialista y la nueva sociedad sin clases que iba a hacer nacer junto con sus camaradas. En Rusia y en las otras repúblicas de la Unión Soviética habían encontrado el camino. Él quería abrir ese camino también en España en solidaridad con todos los pueblos del mundo. Primero fue la revolución de Asturias en el 34, luego la defensa de Madrid. Luego la derrota, que no fue una paz honrosa como pensaban los anarquistas y los socialistas de Besteiro, sino una larga campaña de exterminio.
          Ahora ya sabe lo largo y difícil que es el camino. Tanto como espantosa “desbandá” de febrero del 37 por la carretera de Málaga a Almería, atrapados entre las montañas desnudas de la costa y los acorazados ametrallándolos desde el mar. El mar que ahora ve a lo lejos con un azul incierto todavía a los primeros rayos del sol.
           Se oyen ya entre los encinares las primeras órdenes y suenan los primeros disparos de fusilería. Ninguna mano amiga va a cerrar sus ojos cuando muera.


HÉROES EN ALPARGATAS

               Escrito al dorso: junio 13 de 1936. Recuerdo de Paco
             Ha llovido en Contador esa mañana. Los muchachos de izquierdas que van a incorporarse al servicio militar el próximo 1º de julio han posado frente a la cámara fotográfica en la acera de cantos rodados del tío Domingo el Biñolero, el Papa Domingo, mi abuelo. Con el barrizal en el que se convierten las calles del pueblo cuando llueve se han manchado las alpargatas nuevas. Llevan puesta la mejor ropa que tienen; es la fiesta patronal de Contador, el día de San Antonio.
            En la plaza se han instalado, como cada año, dos o tres turroneros con sus puestos donde se exhiben tacos de turrón de a perra gorda cuidadosamente cortados y alineados y enormes dulces bañados de azúcar junto con multicolores bastones de caramelo y blancas peladillas.
          Ha venido también el fotógrafo ambulante y ha instalado a la sombra de una casa su cámara, una gran caja apoyada en un trípode con el objetivo en un lado y una ancha manga de tela negra en el otro. Cuando alguien se quiere hacer una foto, el fotógrafo lo coloca contra el fondo de una pared, buscando quizás el amparo psicológico de la casa como el toro busca en la lidia el amparo de las tablas. El fotógrafo, vestido con un guardapolvo gris, mete la cabeza y los hombros dentro de la cámara para apreciar el encuadre y la distancia. Acerca o retira la cámara para conseguir el mejor enfoque. Cuando ya lo tiene, saca definitivamente la cabeza de la manga, inserta en la ranura una placa fotográfica, se coloca al lado derecho de la cámara, agarra el pulsador que mediante un cable abre el objetivo, se pone solemne y avisa de que ahora hay que estarse quieto y, si el fotografiado es un niño, le dice que por el objetivo va a salir un pajarito. Pulsa el botón durante un largo momento calculado sabiamente en función de la luminosidad. Después saca la placa y la mete en un calderete con revelador que cuelga sobre el trípode, debajo de la cámara. Un rato más tarde, la foto estará lista.
             Mi padre es el muchacho de ropa clara que está en el centro del grupo. Tiene 18 años y se va a incorporar dentro de dos semanas al cuartel de artillería de Cartagena para hacer el servicio militar. Mi madre, junto con su hermano Nicolás y Fresina, se asoma divertida a la reja.
            Al pueblo no llega la radio ni los diarios. Pero las noticias van llegando por el camino de las bocas, de los susurros primero y de los comentarios y los movimientos abiertos después. Se ha proclamado la República; en las manos del pueblo está liberarse de los curas y los caciques; hay un gobierno del Frente Popular salido de las urnas en las que la gente, incluidas las mujeres, han expresado su voluntad libre.
           Los padres de estos muchachos han luchado y, en algunos casos, han muerto en la guerra de África, sus abuelos en la de Cuba. Ahora saben que, si tienen que luchar, no va a ser por intereses lejanos como las empresas coloniales o el prestigio de la nación. Saben que esta vez, si luchan, van a luchar por ellos mismos, por su pan y su dignidad.
         Y están dispuestos. En contraste con el gesto sonriente de las muchachas, se plantan ante la cámara con gesto seguro y voluntarioso, en una fila ya casi miliciana y compartiendo el gesto solidario del puño cerrado.
         Pero van a perder también esta guerra. Dentro de tres años, cuando todavía no tengan veintiuno, Martín, el Peseto y Paco volverán al pueblo, dominado ya por clérigos y falangistas envalentonados por la victoria. Juan José y Agustín emigrarán a la Argentina. Manuel, el que está detrás de mi padre, morirá pronto en algún paisaje extraño durante la guerra. Francisco, el muchacho campesino alto y desgarbado con flequillo y la chaqueta abierta, huirá a Francia después de la guerra, se incorporará a la resistencia francesa, será capturado por los nazis y encerrado en el campo de exterminio de Gussen en Mauthausen, donde morirá el día de Navidad de 1941. Habrán muerto, una vez más, inútilmente.
         Pero hoy es el día de San Antonio. Los trigos están en sazón después del largo invierno serrano y las parras anuncian las delicias de la uva; la sonrisa de las muchachas es dulce y dulce es también el turrón que venden por unos céntimos entre músicas en la plaza. Hoy es tiempo todavía.

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