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Channel: EL COLOQUIO DE LOS PERROS - ARTÍCULOS
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EL CORAJE, TODAVÍA

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por JOSÉ LUIS MARTÍNEZ CLARES

Poeta del instante, / se han parado las horas
”.
Pilar Quirosa-Cheyrouze

          Los partos son un capricho de la biografía: que uno nazca, por poner el caso, en el Tetuán del medio siglo; que tu nombre descanse en un Pilar; que algunos de tus apellidos se peinen a lo garçon; o que tengas que llegar hasta un rincón de un país arrinconado para dar forma a las sombras con la luz de la palabra, es buena prueba de ello. Desde el primer instante, el porvenir se rinde al azar y sólo un cúmulo de casualidades pudo conseguir que Pilar Quirosa-Cheyrouze (Tetuán, 1956) sea una poeta de Almería, pues, aunque llegase aquí después de un cierto periplo vital, ha sido en esta tierra de luz meticulosa donde ha desarrollado la mayor parte de su trayectoria poética. Y esta tierra, que es una madre severa moderada por la luz tierna de la historia, una pasión extrema en la que el sol asfixiante invita a desprenderse de todo lastre, se ha convertido en el escenario natural que determina el lirismo, la cadencia y el aroma de sus versos. Pilar que nos escribe: Y, sin descanso, costea mi frente el mar. Ese mar antiguo, el rito inextinguible del agua, los tiempos ancestrales; el Mediterráneo empapando cada uno de sus recuerdos, fluyendo en la intensidad de los azules, llegando a nosotros a través del oleaje de la memoria; y el presente que nos parece un baño de sal en la bajamar de cada día.

          Pilar Quirosa es una de esas poetas de extensa producción que han sobrevivido, pese a todas las inclemencias sociales y culturales, a la desaparición de las clases medias literarias y que continúan en la brecha en unos tiempos en que publicar un libro te puede salir muy caro. Y esto no es ninguna metáfora. Es, además, una persona que se ha implicado, desde siempre, en los acontecimientos culturales de su ciudad, hasta tal punto que, con frecuencia, no resulta fácil discernir cuál es la vida cultural de Almería y cuál la de Pilar Quirosa.
        Acercarse a Pilar es acercarse a la poesía, pues siempre nos recibe con una sonrisa inabarcable (se diría que los verdaderos poetas no conocen el divismo) y, a partir de ahí, todo resulta emotivo porque por fortuna todavía quedan personas como Pilar, personas a las que alguien les regaló esa chispa que prende la llama inefable de una emoción, el fuego alucinado de la Poesía. De ahí que sea un placer escucharla en cualquiera de sus vertientes: cuando nos presenta al autor de turno con devota admiración (en la mayoría de los casos) y, cómo no, cuando es ella misma la que nos lee sus propios poemas (qué merito tiene leer bien un poema. No digo recitarlo. Hablo de leerlo bien. Leerlo como lo hace Pilar). Con frecuencia, sale uno de sus lecturas pidiendo asilo a la memoria, más receptivo y terrenal, ya entrada la noche, prometiendo hacerle caso a cada verso: Duerme tranquilo, / sólo se escucha al repartidor de niebla.

          Pilar pertenece, además, a ese linaje de poetas que sin pretenderlo nos orientan y enriquecen al resto. Pero ella nos ilumina como lo haría un verdadero docente: predicando con el ejemplo. Nos lo decía Luis García Montero en su última visita. Nos decía que no es bueno escribir del amor cuando uno está locamente enamorado, o abandonarte al dolor de los versos más trágicos cuando el drama oscurece tu vida, cuando nos bañamos diariamente en el gris del agua. Es mejor escribir con perspectiva, dejar madurar esos sentimientos irrevocables, dar vida a las palabras desde la contención, porque es ahí donde radica la emoción de un poema, en ese puedo y no quiero que tanto cultivó Rafael el Gallo o en el decoro de aquellas lágrimas que se atrincheraban en la garganta de Katharine Hepburn únicamente para que le vibrase la mirada. Es éste uno de los pocos principios poéticos que aún respeto y, ciertamente, lo aprendí leyendo a Pilar, leyendo ese dolor del que afirma Fernando de Villena que se nutren sus versos, el dolor que siempre queda como rastro inquebrantable del tiempo al pasar, un dolor que en sus poemas apenas nos duele porque lo viste con el lirismo emocionante, dulce, de la añoranza. Es la suya una poética de momentos inolvidables, de palabras atrapadas por la tela de araña del recuerdo, de preguntas retóricas para las que no hallaremos respuesta ni falta que nos hace. Porque cómo explicar que el amor, antes de morir, reserva un palco en el teatro de la memoria o que la intemporalidad es propia de las peores atrocidades humanas.

          Pero, del mismo modo, esta nostalgia de Pilar siempre mira hacia delante desde su torre vigía y nos acompaña sin hacer demasiado ruido, sin oscurecernos el pensamiento ni el porvenir. Por eso, me gusta que las tardes me sorprendan acariciando alguno de sus libros. Percibo, a tientas, mucha claridad en ellos. Otras veces, me anochezco, me demoro, me sumerjo tercamente en las playas de sus poemarios porque esas secuencias de poemas constituyen el perfecto habitáculo de los instantes que regresan. Leyéndolos, uno descubre que Pilar tiene la virtud de decir las cosas con la sinceridad que otros ya hemos perdido y, por su boca, nos preguntamos: Cómo escribir un poema / esperando el regreso de la luz, / la única estancia habitada.
           Afuera siempre es otoño y debe llover, pero yo imagino a Pilar escribiendo en una habitación iluminada por el retorno perecedero de los recuerdos, nadando contra las olas, aguardando el sol de la medianoche, y me pregunto si no serán la espera, la memoria, la palabra, las únicas luces que nos quedan. Gracias a ellas, a esas guaridas inexpugnables del poeta, Pilar se anticipó a todos los naufragios que habrían de llegar y ahora, como Hypatia —aquella primera Mujer a la que dedica un último poema— nos espera serenamente entre versos infalibles porque ésta es la hora / así lo han querido los astros, / el instante de dilapidar un sentimiento. Instantes siempre asociados a una canción, a una mirada, a una luz, o a confidencias como ésta: Parece que fue ayer, Vanessa, cuando / en el lejano recorrido pensábamos / que algún día te llamaríamos por tu nombre.

          Ah, Pilar, tal vez por todo esto sienta que, pese a las cosas que nos ha ido quitando la vida, seguiremos atravesando la arena de los días, leales como siempre a la inercia de la espuma, al balanceo de las olas, a la embaucadora luz del horizonte, porque, aunque muchos lo duden, a los náufragos nos queda el coraje, todavía.


LA VISIÓN DE RUBÉN DARÍO SOBRE ESPAÑA EN SU LIBRO "ESPAÑA CONTEMPORÁNEA"

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por PEDRO GARCÍA CUETO
        El gran poeta nicaragüense, cuya vida y obra todos conocemos, fue también un gran crítico literario, un hombre de prosa deslumbrante, que enamoró a sus contemporáneos, dejando páginas inolvidables en libros como Azul, esos cuentos que nos ofrecen un mundo mágico, un paisaje lleno de encantamiento. No solo Azul, también sus críticas a la España de la época fueron recogidas en España contemporánea, un libro que vio la luz en los últimos años del siglo XIX y que son un testimonio necesario para conocer la mirada de Darío al mundo, una luz llena de sabiduría, que triunfó en su poesía, pero que no desmereció en su prosa.

          España contemporánea nos obliga a mirar a un país atrasado, que Darío conoce muy bien, que ya ha visitado anteriormente, pero que ahora analiza con mirada de entomólogo, con la precisión del analista de una sociedad que debe evolucionar, para no perderse en la eterna mediocridad.

          El 1 de enero de 1898 el poeta llega a Barcelona, se topa con el mundo marino que aparece en La Barceloneta, con una ciudad prendada de luz, moderna ya por la influencia de la cultura y el arte entendido como voraz protagonista en tiempos, no solo los suyos, sino los de todos, de corrupción política y de injusticia social.

          Describe Las Ramblas, con ese pincel fino que lleva entre los dedos, con esos ojos de alquimista, que todo lo transforma en arte:

 
          En esta ancha calle, como sabréis, de un pintoresco curioso y digno de nota, baraja social, revelador termómetro de una especial existencia ciudadana. En la larga vía van y vienen, rozándose el sombrero de copa y la gorra obrera, el smoking y la blusa, la señorita y la Hermenegilda. Entre el cauce de árboles donde chilla y charla un millón de gorriones, va el río humano, en un incontenido movimiento.

 
          La Rambla es ya el trasunto de la modernidad, un lugar donde los nuevos tiempos bailan al compás de lo antiguo, para generar un porvenir necesario y fascinante en nuestro final de siglo XIX:

 
          Fuera de la energía del alma catalana, fuera de ese tradicional orgullo duro de este país de conquistadores y menestrales, fuera de lo permanente, de lo histórico, triunfa un viento moderno que trae algo del Porvenir; es la Social que está en el ambiente; es la imposición del fenómeno futuro que se deja ver;  es el secreto a voces de la blusa y de la gorra, que todos saben, que todos sienten, que todos comprenden, y que en ninguna parte como aquí resulta tan palpable en magnífico alto relieve.

 
          Darío ya presiente el futuro de la sociedad obrera, el mundo que se revela al señorito, que busca un lugar en la sociedad, que huye ya de la esclavitud de las relaciones laborales anteriores.
        Rubén Darío mira a la ciudad de Gaudí e intuye la Semana Trágica, que en 1909, llena de sangre las calles de la ciudad condal, donde los obreros se enfrentan en gran batalla contra la sociedad de clases que ha pervivido durante los siglos anteriores, obreros que se sientan al lado de dos aristócratas en una cafetería de la calle Colón y bebe su licor al lado de ellos, sin que estos se inmuten, donde el desprecio de unos hacia los otros ya revela lo que será el sangriento siglo XX.

        Pero Darío, gran poeta, va cincelando su España contemporánea, hace una semblanza del rey Alfonso XIII en este libro revelador, lo pinta en ese aire del pasado, como en una película de aquellas que adoraron nuestros abuelos, como la inolvidable Sissi, va en el carruaje, tiene ese aire de los Borbones que hereda algo de los Austrias, como si la sangre de ambos se mezclase en los salones donde el placer, la opulencia y la lujuria han sido emblemas de reyes, sin eludir una cierta tristeza y la melancolía de los locos, como en el rostro atormentado de Carlos II, señalando el rostro una cara esculpida con el detalle de los grandes romanos, como el amado Miguel Ángel:

 
          Iba el carruaje despacio, y así pude observar bien el aspecto de Su Majestad Infantil. No está tan crecido como los retratos nos hacen ver; pero muestra lo que se dice une bonne mine. Tiene la cara, ya señaladamente fijos los rasgos salientes, de un Austria, de un Felipe IV niño. Es vivaz y sus movimientos son los de quien se fortifica por la gimnasia. Los ojos son hermosos y elocuentes, la frente maciza sería un buen cofre para ideas grandes;  el cuerpo no es robusto, pero tampoco canijo.

 
          Pero Darío ama a España, sin dejar de hablar en este libro prodigioso y no tan conocido (para muchos Darío fue poeta, de los grandes, pero olvidan su labor crítica y su temperatura de prosista de alta calidad), de la narrativa americana:

 
          Surge ahora en Chile un talento joven que es firme esperanza; ha demostrado la contextura de un novelista de base nacional, sostenido por la propia cultura, la necesaria cultura; me refiero al hijo de Vicuña Mckenna; a Benjamín Vicuña Mckenna Subercasseux, de nombre un poco largo, para nombre de autor. Del Perú no conozco novelista nombrable, aunque hay buenos cuentistas entre los jóvenes literatos, lo que no es poco. Ricardo Palma ha podido realizar una obra que habría completado su fama de tradicionalista: la novela de la colonia.

 
          Darío conoce la novela que triunfa, pero pasea sus ojos de poeta por los rincones de España, tanto es así que admira a Menéndez Pelayo, confraterniza con Valle-Inclán y con los modernistas españoles, para hilvanar su literatura de cisnes y de paraísos maravillosos, mientras su desencanto va fraguando la tristeza que anida en Cantos de vida y esperanza (1905), el libro que rompe lo idílico y hermoso que anidaba en su célebre Prosas Profanas (1898).

          Darío conoce el poder de los Estados Unidos y los critica, como el imperio que empieza a ser y canta a España, como el imperio que ha declinado para siempre.
           Cuando releo este libro portentoso de Darío que tanto nos enseña de su visión de España, me detengo en sus palabras laudatorias acerca de Menéndez Pelayo, el sabio que tan joven sentó cátedra en España:

 
          Y cuando en la conversación amistosa escucho sus conceptos, pienso en un caso de prodigiosa metempsicosis, y juzgo que habla por esos labios contemporáneos el espíritu de aquellos antiguos ascetas del estudio que olvidara por un momento textos griegos y comentarios latinos. Es difícil encontrar persona tan sencilla dueña de tanto valer positiva, viva antítesis del pedante, archivo de amabilidades; pronto para resolver una conducta, para dar un aliento, para ofrecer un estímulo.

 
          Sin duda, Darío admira al sabio que no hace ostentación de ello, de conversación apasionante, en la modestia infinita del que se sabe mortal, del que duda de su propia presencia en el mundo, del que conoce la complejidad de todo  y la banalidad, a su vez, de cualquier espíritu trascendente.

          Y queda la imagen de la mujer española, para poner colofón a este repaso por la vena prosaica de Darío, por su coqueteo con el lenguaje de la buena prosa, con fino estilete, el de un creador de rápida imagen, de verbo sagaz y de clarividencia inigualable, un nicaragüense que es, sin duda, el padre de la literatura de la tierra posterior.

          En su visión de la mujer española, Darío nos habla de los tipos de mujer, como si poetizase al cisne, enamorado de ese dibujo impresionante que la mujer morena nos regala en nuestra bella Andalucía o la madrileña que pasea por las fiestas del quince de  Mayo:

 
          Hay distintos tipos que se imponen, pues en la Corte se hallan representadas las distintas provincias. Desde luego, la mujer suavemente morena, de un moreno pálido, cara ovalada, cuello colombino, boca sensual y mirada concentradamente ardiente, cuerpo en que se ritman felinas ondulaciones, y la rosada y firme de elasticidades, de cabellos dorados, un tanto gruesa; y la belleza decadente y tradicional, de los retratos en cuyas manos puso Pantoja tan preciadas gemas; rostros con algo de las figuras de los primitivos.

 
          El divino poeta conoce a la mujer, la escruta y sabe que en sus rostros se halla la virtud y el pecado, la eterna contradicción de los sexos que se aman y se repelen desde tiempos ancestrales. La española es, para el poeta, un cuadro donde mirar España, donde contemplar su belleza y sus sombras.
        Concluyo con esta sentencia dariana, dura afrenta que debe ser entendida en su contexto, pero que, desgraciadamente, pesa aún en los que vivimos las aulas cada día como docentes, esa idea de Darío de una educación prostituida por unos y por otros, siempre políticos que no entienden de enseñanza, sí de mezquinas afrentas al sentido común, que padecemos hoy día, de manera sangrante. En la España de la época, el problema no era un profesorado competente en manos de políticos incompetentes, como ahora, sino el de una España atrasada, donde ni los profesores tenían capacidad para serlo, porque no había una selección de rigor previa a la profesión docente. Darío, para no extenderme en un artículo duro y de gran hondura, sentencia:

 
          La ignorancia española es inmensa. El número de analfabetos es colosal, comparado con cualquier estadística. En ninguna parte de Europa está más descuidada la enseñanza.

 
          Considera a los maestros como desgraciados que suelen carecer de medios intelectuales o materiales para seguir otra carrera mejor. También cuestiona la enseñanza de memoria y de ser profesor en su púlpito de la Universidad de la época, salva a la Institución Libre de enseñanza, pero señala el fracaso de esa propuesta tan interesante en la España del XIX.

          Darío, en un artículo escrito el 8 de septiembre de 1899, nos habla de una enseñanza que condena a miles de estudiantes a la nada y a la ignorancia, ahora, si viviese, sabría que aún no hemos arreglado un tema tan importante y que las manos de la mala política nos condenan a la mediocridad para siempre. Darío fue y debe ser considerado un maestro, un precursor de las ideas de otros que hablaron del fracaso del sistema, de la necesidad de cambios sociales.  Darío merece, por todo ello, este homenaje a su labor de prosista, menos conocida y alabada que la de poeta.

VIGENCIA DE LA RETÓRICA: RALPH WALDO EMERSON, MIGUEL DE UNAMUNO Y EL AYATOLÁ JOMEINI

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por ALDO FRESNEDA ORTIZ
LA RETÓRICA MÁS ALLÁ DE LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA: COMUNICACIÓN Y PRAGMÁTICA
        La Retórica, como disciplina que estudia el uso del lenguaje en los discursos en función de su capacidad persuasiva, se sitúa para la mayoría de las personas en el ámbito de la cultura clásica. Sin embargo, esto no es más que una noción poco precisa de la Retórica, basada únicamente en una concepción etimológica de esta disciplina. A tenor de esta problemática son interesantes  las consideraciones que lleva a cabo Varga en ‘Universalidad y límites de la Retórica’, donde plantea la evolución que ha sufrido la sociedad desde un punto de vista comunicativo. Según este autor, los cambios en los medios de comunicación a lo largo de la historia de la humanidad han sucedido a lo largo de tres etapas fundamentales: la civilización oral, la civilización escrita y la civilización mediática. El paso de una civilización oral a una civilización escrita supuso la pérdida de la inmediatez y la posibilidad de pervivencia del mensaje a lo largo del tiempo, lo que por la propia naturaleza del cambio desprendió a la comunicación de su carácter oral y por lo tanto debilitó mucho su vertiente retórica. Sin embargo, el paso de una civilización escrita a una civilización mediática trajo consigo dos características: la inmediatez y la oralidad. Por un lado, el acto comunicativo a distancia puede ser llevado a cabo en una misma temporalidad comunicativa entre el emisor y el receptor, y, por otro lado, a raíz de la afirmación anterior, esto supone una vuelta a la oralidad, lo que trae consigo un nuevo ensalzamiento de la Retórica, que ahora se muestra como un componente esencial en el nuevo formato comunicativo.

        El hecho es que la Retórica, como instrumento propio de la comunicación humana, está presente en el lenguaje; es más, la dimensión retórica del lenguaje es totalmente indisociable al mismo. Cualquier acto verbal producido por un emisor en un contexto comunicativo contiene, de manera subyacente, un conjunto de pretensiones instauradas por el emisor con una finalidad  precisa. Como defiende Albaladejo (2005: 4) «la Retórica es una explicitación del sistema de la comunicación lingüística discursiva; como tal, la Retórica es posterior a la comunicación mediante el lenguaje en discurso, de cuya realidad ha extraído sus componentes y sus categorías». El hecho de que la Retórica sea posterior al lenguaje nos hace advertir el carácter descriptivo de esta disciplina, que se caracteriza por la sistematización del conjunto de elementos que, de forma natural, caracterizan el lenguaje humano. En este sentido, vemos que en la Retórica se pierde la noción relacionada con la disciplina clásica y se erige como una parte esencial del lenguaje dentro contexto comunicativo.
        Además de la idea de Retórica como parte del lenguaje, hemos de introducir en nuestro estudio previo la diferencia existente entre Retórica y discurso retórico. Entendemos por Retórica, tanto la clásica como la actual, a la disciplina que estudia el lenguaje en su vertiente persuasiva de forma descriptiva. Por otro lado, la noción de discurso retórico hace referencia a la construcción textual compuesta por una serie de características que facilitan la persuasión comunicativa. Es decir, mientras que la Retórica es una disciplina descriptiva, el discurso retórico es una tipología textual. De este modo lo entiende Albaladejo (2005: 5), cuando sostiene que «en la praxis retórica que es la oratoria, el lenguaje desarrolla todos los recursos que hacen posible una construcción lingüística que interese e incluso que arraiga estéticamente al auditorio». Y esta característica está tan estrechamente unida al lenguaje, que el mismo autor habla de la retoricidad. Para Albaladejo (2005: 18) la retoricidad es «una característica de la comunicación que corresponde al núcleo retórico del lenguaje, con el que de un modo u otro se intenta influir en los interlocutores».

        Si estudiamos la retórica desde un punto pragmático, y teniendo en cuenta la afirmación Pragmática eres tú, de Graciela Reyes (1995), somos capaces de inferir que, si desde un punto de vista comunicativo la Retórica no es más que otro componente del lenguaje humano, esto quiere decir que la misma no es más que una faceta pragmática más del lenguaje. De hecho, la Retórica es la parte más relevante de la Pragmática, puesto que el empleo del lenguaje con un fin concreto está dentro del estudio del lenguaje en su uso. Esto es: uno de los usos del lenguaje es la persuasión, que cristaliza a través del discurso retórico y se describe a través de la disciplina de la Retórica.

        Estos dos aspectos —el comunicativo y el pragmático— son, a nuestro parecer, los más significativos dentro de la Pragmática actual, y aquellos que nos permiten reivindicar la importancia de la Retórica en la actualidad. En lo que resta estudio, nuestra pretensión es centrar el mismo en las dimensiones pragmática y comunicativa que caracterizan al lenguaje.
RÉTORES MODERNOS Y CONSIDERACIONES PRELIMINARES
         Vamos a analizar tres casos muy diferentes entre sí. El análisis de estos casos nos permitirá concluir que son muy diversos los cauces a través de los cuales se puede llegar a un discurso retórico correctamente elaborado. Por este motivo hemos elegido rétores tan diferentes como Ralph Waldo Emerson, Miguel de Unamuno o el Ayatolá Jomeini. Apreciaremos la diversidad de los textos, motivo que no conllevará que ninguno de los mismos esté exento de una fuerza retórica muy elevada. Todo esto nos hará plantearnos la gran variedad estilística, ideológica y sobre todo argumentativa que los diferentes rétores pueden exhibir en el desempeño de su labor, así como la influencia que el lenguaje tiene sobre las personas y la influencia que tienen las personas sobre el lenguaje.
        En primer lugar vamos a presentar cada uno de los discursos que pretendemos analizar para después llevar a cabo un análisis de los mismos atendiendo a dos dimensiones: la dimensión lingüística y la dimensión retórica. Ambas dimensiones intentan abarcar los aspectos comunicativos y pragmáticos de los textos.

        Dentro de la dimensión lingüística nos vamos a fijar en los mecanismos de estilo, las figuras retóricas, el uso de la persona verbal, la impersonalidad, la estructura oracional, la simplicidad o complejidad oracional, etc. Es decir, se trata de analizar aquellos aspectos visibles de una forma más que evidente en la propia realidad discursiva.

      Dentro de la dimensión retórica vamos a analizar aquellas cuestiones relacionadas con los argumentos que constituyen los discursos: los tipos de argumentos, la estructuración del discurso, la jerarquía del rétor con respecto a su auditorio, el estilo directo o indirecto en la formulación del discurso, etc. En este caso analizamos aspectos que, si bien no dejan de formar parte de la lengua, van más allá, pues ponen en funcionamiento una dimensión eminentemente pragmática y comunicativa; es decir, nos encontramos ante estrategias tanto lingüísticas como procedimentales que aclaran la intencionalidad del rétor con respecto a su auditorio.

        Después de presentar las características esenciales tanto en la dimensión lingüística como en la dimensión retórica, llevaremos a cabo una comparación entre los tres discursos. Con ello pretendemos exponer tres discursos que desde la perspectiva de la Retórica son muy distintos. Algunos de ellos intentan convencer a su auditorio, otros sólo informar y amenazar y los otros mostrar disconformidad con posturas opuestas. En función de esta finalidad, observaremos cómo puede variar un discurso dependiendo del fin para el que esté destinado.

ANÁLISIS LINGÜÍSTICO Y RETÓRICO DE LOS DISCURSOS
RALPH WALDO EMERSON
LA FUERZA DE LA NACIÓN
¿Qué es lo que hace que los pilares de una nación sean altos y sus cimientos fuertes? ¿Qué es lo que hace que una nación sea poderosa y se atreva a desafiar a los enemigos que lo asolan?

No es el oro, no es su riqueza. Sus grandes reinados desaparecen en el fragor de la batalla y sus astas descansan bajo la arena.

¿Acaso es la espada, acaso su ejército? Preguntad al polvo rojo, de los imperios que han desaparecido. Su sangre se ha transformado vanamente en óxido y su gloria en decadencia.

¿Acaso es su orgullo? ¡Ah! Eso que hace aparentar a las naciones prósperas, pero Dios las ha terminado por destruir y sus cenizas caen esparcidas a sus pies. No es el oro lo que hace grande a una nación, no es su espada, ni su orgullo. Son los bravos, los fuertes, los grandes hombres quienes las hacen poderosas. Hombres que permanecen y sufren rectos en la verdad y el honor.

 
Valores positivos: altos, fuertes, poderosa, bravos, fuerte, grandes, rectos, verdad y honor.
Negaciones retóricas: «no es el oro, no es su riqueza», «no es el oro, no es su espada, no es su orgullo»
Preguntas retóricas.
Estilo elevado: «su sangre se ha transformado vanamente en óxido y su gloria en decadencia.
Recursos lingüísticos

         
          A la hora de detenernos en los recursos lingüísticos fundamentales que caracterizan el texto de Ralph W. Emerson, podemos señalar cuatro aspectos fundamentales: la pregunta retórica, la personificación, las preguntas con respuesta negativa y la tonalidad. Además de estos recursos mucho más concretos, hay que destacar que el texto ante el que nos encontramos está marcado por un estilo muy rico y muy literario. Realmente, nos encontramos ante un discurso que a través del lenguaje intenta crear una sensación de plenitud en su auditorio. Sin embargo, nos damos cuenta fácilmente de que el estilo florido propio del discurso es propio del formato escrito y no tanto del oral. Esto se debe fundamentalmente a que las preguntas retóricas que podemos apreciar al comienzo de los párrafos son totalmente impropias de la variedad oral del lenguaje. Así pues, nos encontramos ante un discurso muy rico y muy adornado que con seguridad está ideado para el formato oral. El ornato del discurso, así como la tonalidad que desprende el mismo, nos llevan a la conclusión de que nos encontramos ante un discurso de tipo enaltecedor, en el que lo fundamental es apelar al ánimo o sentimiento del auditorio o de los lectores, en este caso. A continuación, explicaremos los mecanismos lingüísticos que contribuyen a caracterizar el discurso.

       Vemos que tanto el tercer párrafo como el quinto párrafo comienzan con preguntas retóricas en las que se presupone una respuesta negativa a dicha pregunta. En este caso nos encontramos con una respuesta preconcebida, sí, pero en modo negativo, que sirve al autor para introducir las reflexiones que le interesan. Son preguntas que no ha hecho nadie, pero que se muestran esenciales como estructura vertebradora del hilo discursivo macrotextual del discurso. Observamos también que, debido a que la intención del autor es llevar a cabo una loa a las naciones y a sus ciudadanos, el elemento que se pretende negar y que aparece en las interrogaciones es a todas luces un elemento negativo como el orgullo o la violencia. Estas preguntas retóricas son las que nos hacen pensar en el formato escrito original del discurso, ya que implican una complejidad muy alejada del formato oral del lenguaje. En caso de que se tratase de un discurso correspondiente al formato oral, nos encontraríamos ante un discurso, que, si bien sería rico y efectista en cuanto al léxico, supondría un déficit importante desde una perspectiva comunicativa, ya que el grado de unión con el auditorio que asistiera al discurso sería, presumiblemente, poco importante.

          El otro rasgo esencial a la hora de proceder con el análisis del discurso es la tonalidad. Durante todo el discurso vemos que algunos recursos como las preguntas retóricas o el uso de que expresiones de admiración, van destinados a crear una línea melódica ascendente que marcará el carácter enaltecedor que pretender conseguir Ralph W. Emerson. Este carácter enaltecedor es esencial para que el autor se granjee la atención del receptor, ya que ayudará al mismo a no perder en ningún momento el hilo argumentativo que se le pretende hacer llegar.
Recursos retóricos

         
       En cuanto a los elementos propiamente retóricos que caracterizan a este discurso, hemos de señalar la conjunción de algunos que se podrían resumir en un sólo: la dispositio. La forma en la que se organizan los temas a lo largo del discurso es lo que dota de una extraordinaria eficacia a este tipo de discurso en el que se pretende enaltecer al auditorio. Si nos fijamos pormenorizadamente en la estructura de la obra, vamos a distinguir tres partes que siguen una argumentación cuasi lógica. En el primer párrafo, el autor va a formular una serie de preguntas que marcarán los temas que pretende abordar a lo largo de su discurso —cuáles son los pilares de una nación y qué es lo que la hace fuerte— y que se desarrollarán posteriormente. Una vez que ha formulado cuál es el interés de su discurso el autor desecha durante los siguientes párrafos todos aquellos elementos que no constituyen verdaderamente el valor de una nación. Es en este momento, cuando, como parte del juego, va a introducir una serie de preguntas retóricas negativas mediante las cuales va a ir negando sucesivamente aquello que no constituye parte esencial de una nación. La repetición de los diferentes elementos que no constituyen una nación como parte esencial de la misma, pero que sí forman parte en alguna medida —como en los elementos que aparecen en las dos preguntas retóricas— va a producir una sensación de ansiedad en el lector u oyente del discurso. Esta sensación será la que haga que el receptor del mensaje, inquietado ante tantas falsas soluciones a las preguntas que se han formulado en primer término, quiera conocer cuál es la respuesta correcta. En este caso Ralph W. Emerson está cultivando un horizonte de expectativas que poco a poco el propio receptor de su mensaje va a ir esperando cada vez más.

       Así, la última parte del discurso es la tan esperada respuesta a las preguntas que se habían formulado en un primer momento. Para el receptor del mensaje suponen un verdadero alivio, ya que realmente tenía una sensación de ansiedad para la que únicamente la respuesta del autor tenía la cura efectiva. A lo largo de este párrafo, Waldo Emerson va a exponer cuáles son los valores que representan a una gran nación y que se encarnan en los hombres que la conforman: la braveza, la fuerza, la verdad, el honor; estos son los valores que, finalmente, en alas de un tono triunfal y esperado a lo largo del discurso, vamos a poder encontrar al final del discurso.

       Si realmente reflexionamos sobre el contenido neto en términos de información del discurso, podremos comprobar que al autor le habría bastado con afirmar: los grandes valores de una nación son sus ciudadanos, nobles, honorables, bravos y perseverantes. Pero lo que consigue gracias a todo el ornato que incorpora y sobre todo gracias a una disposición textual extraordinaria es que sea el propio receptor del mensaje el que mendigue aquello que el autor quiere decir. Leer este discurso supone asistir a un ejercicio tremendamente efectivo de disposición textual, que lleva consigo una finalidad muy clara: que el mensaje que intenta transmitir cale del modo más hondo en el público al que va destinado.
MIGUEL DE UNAMUNO
VENCERÉIS PERO NO CONVENCEREIS (1936)
—UNAMUNO: Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso —por llamarlo de algún modo— del profesor Maldonado, que se encuentra entre nosotros. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. El obispo, (señalando al obispo de Salamanca), lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona. Pero ahora acabo de oír el necrófilo e insensato grito “¡Viva la muerte!” y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor.
—MILLÁN-ASTRAY (exclama irritado): ¡Muera la intelectualidad traidora! ¡Viva la muerte!
—UNAMUNO (sin amedrentarse, continúa): Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.

 
Captatio benevolentiae: «Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio».
Importancia de la primera persona como muestra de la implicación del autor en el discurso en el que participa.
Argumento principal: Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Argumento lógico, basado en el signficado de la palabra «vencer» y «convencer».
Términos negativos asociados a Millán-Astray.

 
        Para entender el discurso de Miguel de Unamuno hemos de situarlo dentro de su contexto. Nos hallamos en el seno de una conferencia en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca en 1936, territorio conquistado por los nacionales pocos meses antes, al inicio de la Guerra Civil Española. En la mesa de debate se encuentra el Obispo de Barcelona, Carmen Polo, Millán-Astray, Jose María Pemán y Miguel de Unamuno, que en este momento ya era un reputado escritor y se había visto atrapado en el bando nacional. Un conferenciante, Maldonado, ataca el carácter de los catalanes y de los vascos, situación ante la que el General Millán-Astray grita «Viva la muerte» y «España… libre». Ante este hecho, el presidente de la mesa, Unamuno, decide intervenir y el resultado de la intervención es el discurso que tenemos ante nosotros; un discurso cargado de elocuencia y argumentos racionales.

        El discurso «Venceréis pero no convenceréis» constituye un magnífico ejercicio retórico. Hay que tener en cuenta que se trata de la respuesta espontánea en el fragor de una conferencia muy tensa al General Millán-Astray. El hecho de que no sea un ejercicio premeditado da muchísimo más valor al discurso de Unamuno, que demuestra una galería de recursos estilísticos y estructurales propios de un escritor totalmente consagrado. A continuación vamos a analizar tanto los recursos lingüísticos propios de este discurso, como los recursos de tipo argumentativo que podemos encontrar en el mismo. Nos daremos cuenta de que se trata de un discurso muy rico a todos los niveles y el hecho de que sea una respuesta —y por lo tanto constituya un acto no premeditado— hace que cobre un valor mucho mayor.
Recursos lingüísticos

         
            En el caso de la intervención de Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, el lenguaje va a tener un peso central en la configuración del discurso. El autor bilbaíno va a desplegar un lenguaje rico, un gran dominio de varias figuras de pensamiento a lo largo del discurso, así como un tono lo suficientemente directo para los intereses de su discurso. Hay que señalar que, aunque el discurso de Unamuno se caracteriza por la riqueza léxica y retórica, esta no implica una pompa excesiva en el desarrollo del discurso, sino que el ornato que caracteriza el discurso se presenta en su justa medida. Por lo tanto, hemos comprobado que el lenguaje de Unamuno se caracteriza por la riqueza léxica y por la presencia de figuras de pensamiento. A continuación vamos a tratar de ser más precisos en el análisis del lenguaje del escritor bilbaíno.

        Un rasgo que encontramos desde el primer momento y que Unamuno maneja de forma magistral es la generalización. Vemos que la tercera oración del discurso versa de la siguiente manera: «A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia». Vemos que el autor hace uso de una expresión despersonalizada y cargada de rotundidad, ya que la plantea como un precepto universal, válido para cualquier situación. Además, utiliza esta verdad universal como justificación para todas las afirmaciones posteriores, legitimando su derecho a intervenir para preservar su libertad de ideas.

        Es interesante también el uso de la primera persona del singular, que conlleva que el autor del discurso se responsabilice plenamente de las ideas presentes en el mismo. Se presentan como el fruto propio de la persona que lleva a cabo el discurso y reflejan un compromiso férreo con el emisor de las mismas.
Recursos retóricos

 
        A lo largo de la intervención de Unamuno podremos encontrar diferentes estrategias retóricas. Se trata de un discurso que, desde el primer momento, presenta una clara estructuración retórica. Así, en un primer momento ya llama poderosamente la atención la aparición de un tópico tan importante de la retórica como es la captatio benevolentiae. El orador, Unamuno, trata de captar la atención de su público. En este caso se trata de algo imprescindible, ya que el público ante el que se encuentra presenta unas grandes diferencias ideológicas con el propio Unamuno. Para captar la atención del auditorio, Unamuno va a comenzar aludiendo directamente al auditorio a través de la expresión «Estáis esperando mis palabras», que crea expectación sobre lo que va a decir a continuación. Si esta afirmación parece fríamente un golpe de arrogancia por parte del autor, lo cierto es que se trata esencialmente de una técnica para llamar la atención de los oyentes. Todo esto va a continuar en el comienzo de la siguiente oración: «me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio». Es de nuevo otra forma para captar la atención de su auditorio.

           Otro de los recursos que vamos a encontrar es el ataque hacia el conferenciante Maldonado, que acaba de atacar a su vez a los vascos y a los catalanes. El recurso que emplea Unamuno para arremeter contra Maldonado es precisamente decir que no va a tener en consideración la ofensa personal que ha provocado Maldonado. Así, diciendo que no va a hacer caso a los insultos, dice, al mismo tiempo, que se han producido tales insultos. Es un modo indirecto de decir que se han producido tales insultos adoptando una postura que simula la elegancia del que no se da por afectado ante los mismos. No obstante, tras este momento de superior moralidad, Unamuno recuerda su procedencia bilbaína, así como la procedencia catalana del Obispo de Salamanca. En realidad lo que está diciendo de forma velada es que, como vasco que es, le molesta sobremanera los comentarios que acaba de hacer Maldonado.

            A continuación Unamuno usará un estilo sumamente literario, en el que habla de la necrofilia que supone brindar por la muerte y de su vocación de tramas como parte de su oficio de escritor. En esta ocasión el autor intenta embelesar con el carácter literario del discurso. Después de esto va a hablar de la minusvalía que sufrió Millán-Astray —le faltaba el ojo derecho y el brazo izquierdo como consecuencia de heridas en el campo de batalla—, comparando su minusvalía con la que sufrió Cervantes. Para expresar la incapacidad de Millán-Astray para juzgar ciertos temas Unamuno hace uso de un silogismo tremendamente simplista, en el que la primera premisa es falsa, por lo que nos encontraríamos ante un entimema: «El general Millán-Astray ha quedado mutilado, los mutilados se congratulan de la mutilación ajena para sentirse bien, por lo que el general Millán-Astray no tiene atribuciones para dictar nada referente a la psicología de la masa». Es evidente que la segunda premisa es totalmente falsa: los mutilados no se congratulan con la mutilación ajena. Teniendo en cuenta que el auditorio ante el que se encontraba Unamuno se hallaba compuesto sobre todo por falangistas y carlistas, hemos de suponer que este silogismo desvirtuado fue muy mal aceptado. En este mismo momento, al decir que si un mutilado no cuenta con la grandeza espiritual de Cervantes querrá ver el mundo lleno de mutilados, lo que está haciendo en realidad es decir de forma indirecta que el general Millán-Astray carece de grandeza espiritual. En este caso asistimos ante un insulto velado dentro de un silogismo sin base lógica alguna (es decir, estamos ante un entimema).

           Después de la interrupción por parte de Millán-Astray al grito de «Muera la intelectualidad traidora. Viva la muerte», Unamuno va a hacer gala de una concatenación argumentos racionales, basados en la propia naturaleza significativa de las palabras, en la que expresará todos los pensamientos que le llevan a exponer su postura: «Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha».

            Tras observar el argumento que aporta Unamuno, es necesario que lo analicemos en detalle. Podemos observar que centra la eficacia de su argumentación en el propio lenguaje. Así pues, lo que hace Unamuno es una reflexión sobre el propio significado de los verbos «vencer» y «convencer». Si buscamos en el DRAE (2010) el significado de ambos términos, observamos que:

—Vencer es, según el DRAE, «sujetar, derrotar o rendir al enemigo».
—Convencer es, según el DRAE, «incitar, mover con razones a alguien a hacer algo o a mudar de dictamen o de comportamiento» o «probar algo de manera que racionalmente no se pueda negar».

              El significado hace que veamos que no proceden de una etimología común y que, mientras que la primera se basa en la superioridad de una parte la otra, la segunda se basa en la racionalidad. Así pues, Unamuno expone un gran conjunto de ideas de un modo muy sincrético, lo que da muestra de su gran maestría discursiva. Exponiendo una tautología, pues el significado de ambos verbos es sobradamente conocido por todo el auditorio, consigue atacar, a través de la mostración de lo evidente, al general Millán-Astray y a todo el Movimiento Nacional. Si tenemos nuevamente en cuenta la obra de Perelmann y Olbrechts-Tyteca, Tratado de la argumentación, vemos que estos autores contemplan un tipo argumentos llamados de «la analticidad o tautológicos». En este tipo de proposiciones, la carga argumentativa está en el propio significado de las palabras. Este tipo de argumentos, se pueden usar para atacar analíticamente las palabras del otro o para cargar de fuerza las propias palabras. En este caso lo que hace Unamuno es incidir en que vencer es un acto que se hace por la fuerza, mientras que convencer es un acto racional. De hecho, podemos observar cómo une la convicción a la persuasión, basándose en la fuerza de la racionalidad. Hemos de decir que se trata de un argumento de bastante peso.
AYATOLÁ JOMEINI
EL GOBIERNO ILEGAL DEL SAH (1979)
Debo deciros que Mohammad Reza Pahlavi, (Sah de Irán) es un demonio traidor.
Él arruinó y arrasó con todo.
Él destruyó nuestro país y llenó nuestros cementerios.
Él arruinó la economía de nuestro país.
Incluso cuando los proyectos que él llevaba a cabo eran en nombre del progreso, él arrastró al país a la decadencia.
Él suprimió nuestra cultura, destruyó toda nuestra fuerza productiva.
Nosotros declaramos que este hombre y su gobierno son ilegales.
Si ellos continúan en el poder, nosotros los trataremos como criminales.
Abofetearé a este gobierno en la boca y crearemos nuestro propio gobierno con el respaldo de esta nación, porque la nación me acepta.
Este gobierno representa un régimen, del cual su líder y su fundador están ilegalmente en el poder. Este gobierno es por lo tanto ilegal.
De esta manera anunciamos que este gobierno, que se ha presentado asimismo como un gobierno legal es de hecho un gobierno ilegal.
Sólo los Estados Unidos y el Reino Unido lo están apoyando y han ordenado a sus ejércitos a tomar las medidas necesarias para llevarlo a cabo.
El gobierno que nosotros representamos está respaldado por el apoyo de la nación y de Dios.
Si negáis que el gobierno del Sah es ilegal, estaréis por lo tanto negando la voluntad de Dios y la de la nación. Alguien debe poner a este hombre en su sitio.

 
Palabras negativas asociadas a la tercera persona: arrasó, destruyó, cementerios, arruinó, decadencia, suprimió.
Expresiones positivas asociadas a la primera persona. Dan legitimidad al gobierno del Ayatolá Jomeini.
Argumento simplificador en el que se expresa una condición. Es un silogismo simplista: el Ayatolá representa a Dios, Dios no cree en la legalidad del Sah, el Ayatolá está autorizado para desacreditar el gobierno «ilegal» del Sah.
Rasgos lingüísticos

 
        Los hechos puramente lingüísticos que tienen trascendencia retórica a lo largo del discurso del Ayatolá son los siguientes: la simplicidad en cuanto a la estructura oracional, la escasa extensión de las oraciones y la ausencia de ornato a lo largo de todo el discurso. Todo esto nos permite hablar de un estilo bastante directo y muy conciso, que se apoya en la legitimidad que le otorga el fervor religioso que sienten los fieles iraníes. El hecho de que se utilice este estilo conciso y directo está motivado por la autoridad con la que cuenta el emisor del mensaje. Si tenemos en cuenta que el lenguaje tiene diferentes funciones, y sabemos que una de las más importantes es la performativa o realizativa, y si por añadidura tenemos también en cuenta la autoridad moral que caracteriza a un Ayatolá —un líder religioso—, podremos entender que, aunque se trate de un discurso retóricamente pobre, es muy efectivo. Sus palabras tienen, para los fieles al islam, un peso importantísimo, ya que los Ayatolás, según esta religión, están en contacto directo con Dios. Esto atribuye al orador una autoridad incuestionable, puesto que se presenta como un representante de un ente que no puede ser juzgado por los fieles, sino que ha de ser tenido en consideración al tiempo que se acatan sus decisiones.

          En lo referente a la estructura oracional, nos podemos percatar de que el discurso del Ayatolá se caracteriza por la simplicidad. Excepto en dos ocasiones en todo el discurso, el Ayatolá usará esencialmente oraciones simples, que en algunas ocasiones va a unir mediante coordinación o mediante yuxtaposición. Sólo encontramos dos casos en los que va a hacer uso de oraciones compuestas —se trata de oraciones causales—, que coincide con el momento final en el que va a introducir el argumento de legitimidad. Asimismo, también vamos a encontrar una oración condicional en el silogismo final del discurso en el que el Ayatolá presume de legitimidad. Sin embargo, lo que se podría interpretar como simplicidad desde un punto de vista estilístico, desde un punto de vista comunicativo y retórico ha de ser tenido en cuenta de un modo distinto: se trata de un discurso efectivo y comunicativo, que se apoya en la autoridad del orador.

          Del mismo modo que hemos hablado de la simplicidad oracional, es también necesario que señalemos la escasa extensión que presentan todas las oraciones. Excepto en tres ocasiones, vemos que la longitud media del enunciado no va a superar la línea, llegando sólo en tres ocasiones a las dos líneas. Este es otro rasgo que muestra la desnudez del discurso al tiempo que da cuenta de su tremenda eficacia comunicativa.

         El último de los puntos que hemos señalado como muy característicos es la ausencia de ornato a lo largo del discurso. En este sentido, podemos observar claramente la desnudez que caracteriza el discurso. Se prescinde totalmente del uso de figuras retóricas, la adjetivación es la justa para que el mensaje sea claro y directo, y la intención del mismo es exponer la cuestión de un modo efectivo y sin lugar a dudas. El orador no necesita granjearse la aprobación del auditorio, ya que él, en sí mismo, representa la legitimidad que le hace falta para validar su discurso. Se trata únicamente de un discurso en el que alerta a la población y a los aliados del Sah de la «ilegalidad» que posee su gobierno.

          Como hechos secundarios relevantes dentro del discurso, hemos de señalar algunos como el uso del tiempo futuro con valor compromisivo o el uso de las personas verbales en relación con el acuerdo o desacuerdo del emisor. Si nos fijamos en el acto compromisivo, observamos que encontramos en el texto una amenaza por parte del Ayatolá si el Sah y sus seguidores persisten en su «gobierno ilegítimo». En relación con el uso de la persona, podemos observar que mientras que al «él» y al «ellos» se les va a atribuir todo lo negativo del pasado en relación con la occidentalización de Irán, el «yo» y el «nosotros» siempre representa el cambio que lleva consigo el Ayatolá. De este modo, se está separando de forma clara lo negativo desde el punto de vista del Ayatolá (destruyó, arruinó, arrasó) con respecto a lo positivo.

          Así pues, podríamos resumir los rasgos lingüísticos del discurso del Ayatolá Jomeini del siguiente modo:
—Rasgos primarios (discurso directo y conciso).
—Estructura oracional simple.
—Longitud media del enunciado breve.
—Ausencia total de ornato.
Rasgos secundarios

         
—Segmentación maniquea en cuanto a valores positivos y negativos con respecto a la persona.
—Actos compromisivos (amenaza).

 
Rasgos argumentativos

 
        En lo referente a la argumentación llevada a cabo a lo largo de este discurso, resulta muy llamativo el hecho de que prácticamente no encontremos más que un argumento y sea justo al final de todo el discurso: «El Ayatolá, representante de la voluntad de Dios, dice que la voluntad de Dios es declarar ilegal el gobierno del Sah, por lo que pensar que el gobierno del Sah es legítimo es lo mismo que negar la voluntad de Dios». Se trata de un silogismo tremendamente simplista, que sólo se puede explicar en el seno de una religión en la que la autoridad máxima de la misma se sitúa en un grado de poder muy elevado, muy por encima de los súbditos de dicha confesión. Así pues, aquellos iraníes musulmanes que crean en Dios sólo tendrán una opción para no contrariar sus preceptos religiosos: seguir los dictámenes del Ayatolá, puesto que expresa la voluntad de Dios.

          No obstante, la historia nos muestra que este silogismo no es más que un entimema para aquellos que no creen por encima de todo en la autoridad del líder de una confesión religiosa y sí en la confesión misma. De este modo, fueron muchos los iraníes que se exiliaron cuando se exilió el Sah, aunque los datos «oficiales» hablaran en su día de un 99,9% de aceptación en las elecciones que sirvieron para proclamar la República Islámica de Irán.

          Después de haber analizado este silogismo podemos concluir que en él subyace fundamentalmente la autoridad. Y precisamente la autoridad representa un argumento muy importante para aquellos que la acatan. De este modo, si tenemos en cuenta las consideraciones de Perelman y Olbrechts (2006: 469), vemos que «en muchos argumentos influye el prestigio […] Pero existe una serie de argumento, cuyo alcance está condicionado por el prestigio». Además, estos autores ahondan en el argumento de prestigio y exponen (2006: 470) que «el argumento de prestigio que se caracteriza con más claridad es el argumento de autoridad, el cual utiliza actos o juicios de una persona o de un grupo de personas como medio de prueba en favor de una tesis». Hay ciertos autores como Pareto que han atacado este argumento debido a que va en contra de la lógica y sólo sirve para dotar de lógica a argumentos e ideas que no la tienen. Sin embargo, aunque el argumento de autoridad no sea legítimo desde la perspectiva de la Lógica, es manifiesta su importancia a lo largo de la historia y hoy en día. No obstante, hemos de ser capaces de diferenciar entre el argumento de autoridad con un fin constructivo y legítimo y aquel que se basa exclusivamente en los dictámenes interesados de aquel que representa la autoridad. En el discurso del Ayatolá Jomeini nos situamos ante el último caso: el Ayatolá aprovecha la autoridad que le otorga su posición para legitimar una revolución ilegítima. Todo esto hemos de entenderlo en el contexto de un país musulmán que a lo largo de los años 60 y 70 se occidentaliza como consecuencia de los intereses económicos basados en la disponibilidad de petróleo de algunas potencias como EEUU y Reino Unido, la pobreza y la desigualdad social que se acrecientan y la pérdida de la identidad musulmana y tradicional de la sociedad iraní.

          De este modo, si presentamos en forma esquemática el valor argumentativo del discurso del Ayatolá Jomeini encontraremos las siguientes premisas:

—Un silogismo en el que se iguala la voluntad de Dios a la palabra del Ayatolá.
—La base de la autoridad que le otorga su posicionamiento religioso.
COMPRARACIÓN DE LOS ESTILOS RETÓRICOS
        Tras haber observado los tres discursos, vamos a intentar resumir en qué reside la eficacia retórica —si es que la tienen— de cada uno de ellos. Expondremos brevemente y de forma esquemática las características de cada tipo de discurso:

 
EL GOBIERNO DE LA NACIÓN

—Lingüísticamente: riqueza, complejidad
—Oratoriamente: excesiva complejidad, tono declamatorio

         
VENCERÉIS PERO NO CONVENCERÉIS

—Lingüísticamente: riqueza y exactitud, concreción y pulcritud
--Oratoriamente: argumentación racional, argumentación por inclusión o analogía

 
EL GOBIERNO ILEGAL DEL SAH

—Lingüísticamente: pobreza y ausencia de ornato, extrema simplicidad.
—Oratoriamente: argumento silogístico desvirtuado (entimema), fuerza de la autoridad

 
     Así pues, vemos que el discurso con mayor peso retórico debería ser el de Unamuno, ya que presenta una riqueza y exactitud léxica ejemplares, así como argumentos basados en la lógica y la racionalidad. Por su parte, el discurso de Waldo Emerson se muestra como un discurso bien construido pero excesivamente complejo, caracterizado por un vocabulario rico pero complicado, así como por un estilo general demasiado complejo. Finalmente, el discurso del Ayatolá se caracteriza por un tono muy agresivo, al que acompaña un acervo léxico muy pobre, así como unos argumentos muy simples y una construcción oracional para nada compleja.

     Por lo que hemos analizado, podemos determinar que el discurso de Unamuno es el mejor construido retóricamente, mientras que el de Jomeini es el peor. Como hemos dicho antes, esto nos haría pensar que el más efectivo es también el de Unamuno, pero esto no es así. Se trata de un discurso fruto de la intelectualidad individual de un autor atrapado en el bando nacional durante la Guerra Civil Española, ante un auditorio de fascistas y falangistas, lo que conllevará que sus palabras sólo le sirvan al propio autor como desahogo. Por su parte, aunque hemos visto que el discurso de Jomeini es muy simple, en él se encuentra presente la fuerza de la autoridad religiosa, que valdrá mucho más que todo el elenco desplegado por Unamuno en términos prácticos. Así pues, podemos ver que, el hecho de que un discurso esté bien construido no garantiza su eficacia, sino que el contexto en el que se enmarque dicho discurso será totalmente necesario para la eficacia del mismo.

     Hemos comprobado que los mecanismos para conseguir la elocuencia retórica son muy diversos; desde la prosa cuidada y el adjetivo exacto, hasta la imposición por medio de la autoridad moral o religiosa del orador. Vemos que la efectividad retórica no reside únicamente en el lenguaje como realidad verbal, sino que va mucho más allá; implica la realidad social y tiene que ver con las relaciones de poder y solidaridad que se establecen en la vida cotidiana, que tienen su reflejo en la dimensión discursiva y oratoria. Hemos comprobado la diversidad que existe con respecto a la eficacia retórica y hemos visto que el lenguaje es en muchas ocasiones la constatación del poder del orador. En definitiva, ha quedado claro que la Retórica, lejos de estar reducida al ostracismo y al olvido, constituye una dimensión clave del lenguaje.
BIBLIOGRAFÍA

 
—Albaladejo, T. (2005). ‘Retórica, comunicación, interdiscursividad’, Revista de Investigación Lingüística, Vol. VIII, Págs. 7-33, Murcia.
—Azaustre, A. Y Casas, J. (2004). Manual de retórica española, Ariel, Barcelona.
—Fuentes, C. y Alcaide, R. (2002). Mecanismos lingüísticos de la persuasión, Arco/Libros, Madrid.
—Hernández Guerrero, J. A., García Tejera, Mº Carmen y Morales Sánchez, I. (2003). La recepción de los discursos: el oyente, el lector y el espectador, Servicio de publicaciones Universidad de Cádiz, Cádiz.
—López Navia, S. (1997). El arte de hablar bien y convencer, Ediciones Temas de Hoy, Madrid.
—Pujante, D. (2005). ‘El abogado orador como emisor complejo: una propuesta de Quintiliano con problemática proyección en el siglo XXI’, Revista de Investigación Lingüística, Vol. VIII, págs. 153-176, Murcia
—Perelman, C. y Olbrechts-Tyteca, L.(2006). Tratado de la argumentación. La nueva retórica, Gredos, Madrid.
—Santiago Guervós, J. De (2005). ‘Retórica, Pragmática y Lingüística de la Comunicación’, Revista de Investigación Lingüística, Vol. VIII, Págs 177-208, Murcia.

EXILIO Y CULTURA EN ESPAÑA

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por PEDRO GARCÍA CUETO
LA MIRADA DE JORDI GRACIA
        Jordi Gracia es catedrático de Literatura española en la Universidad de Barcelona y colaborador del periódico El País. Nacido en 1965 en Barcelona, es también un notable investigador del exilio cultural español y ha publicado, entre otros, el excelente ensayo La resistencia silenciosa, premio Anagrama de Ensayo en 2004, donde hace un magnífico repaso a las posturas políticas de los intelectuales ante la Guerra Civil española. No hay que olvidar tampoco su libro Estado y cultura, Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald en 2005 y otros libros de indudable interés, publicados todos ellos en Anagrama, me refiero a El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo y La vida rescatada de Dionisio Ridruejo.

        Pero su último libro toca el interesante tema del exilio cultural español, que ya había estado presente en otros volúmenes de su obra, sin embargo aquí se centra en el exilio, por ello resulta muy interesante. Su título: A la intemperie (Exilio y cultura en España).

        En el primer capítulo del libro, titulado ‘La ilusión de una tregua’, tiene un apartado donde hace una valoración de los exiliados hacia diferentes lugares del mundo. Comenta lo siguiente sobre los exiliados a Francia:

 
         Muchos de los exiliados en Francia entre enero y febrero de 1939 (en torno a unos 40.000) volvieron muy pronto. Quienes no podían documentar familiares allí, ni amigos que los avalasen, ingresaban a la fuerza en los campos de refugiados franceses.

 
         Comenta también que todos aquellos que no podían documentar una relación familiar con Francia tenían dos posibilidades: el alistamiento militar en la Legión extranjera o la vuelta a España. Por ello, volvieron alrededor de unos 250.000 refugiados a su país.

          Estas son las cifras que da Gracia sobre los otros exiliados a Hispanoamérica: a Chile fueron unos 2.300 refugiados, a la Unión Soviética unos 1.000, a la República Dominica unos 3.000, a Argentina, Colombia y Cuba unos 2.000 y a México, alrededor de 5.000, en un principio, pero llegaron muchos más durante los años cuarenta.
        El apartado titulado ‘La libertad del exilio’ nos informa del destino de muchos de los que se quedaron y de los que se fueron. Tal es el caso de Dámaso Alonso, quien no obtuvo la autorización de salir por parte de las autoridades republicanas, aunque (según Gracia) es probable que no hubiese salido de España, al igual que Aleixandre, enfermo, o el joven profesor e ilustre investigador Rafael Lapesa.

      El caso de Gerardo Diego fue de adhesión al Régimen, como los muy conocidos de Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Dionisio Ridruejo, etc, todos ellos afines al Régimen y militantes en la Falange los últimos citados aquí.

       Parece ser que Aleixandre recibe noticias de los exiliados, tal es el caso de su comunicación con Jorge Guillén (quien siempre despreció el avance comunista en la Guerra Civil española) o de las noticias que le da Dámaso Alonso en su grata y continua comunicación con Pedro Salinas.

       El caso de Rafael Lapesa (como nos cuenta Gracia) fue un triste proceso de depuración, que le llevó a ser considerado simpatizante del Partido Socialista por la Comisión Depuradora de enero de 1940, muy cercano a Américo Castro y, además, se le culpaba de su extrema dedicación hacia el Centro de Estudios Históricos, por querer mantener la actividad cultural del Centro durante la Guerra (otros miembros del Centro como Tomás Navarro Tomás, director del Centro en el período anterior a la Guerra Civil, se exilió al final de la Guerra junto a Corpus Barga para acompañar al ya enfermo Antonio Machado en su lamentable y trágico final en Colliure.

        Lapesa, vencido por las acusaciones, pudo entregar a Joaquín de Emtrambasuagas (otro hombre del franquismo) y a Miguel Herrero García ficheros y códices valiosos.

        Desde 1938 se creó, por orden de Franco, la agrupación de todas las Academias, incluyendo, claro está, el Centro de Estudios Históricos y se inició (a partir de febrero hasta agosto de 1939) el proceso de expulsión de la Universidad de Madrid a la nómina más brillante de profesores no afines al Régimen.

       Lapesa, como nos cuenta el investigador catalán en su libro, publicará más tarde su famosa Historia de la Lengua Española, en 1942, obra en la que llevaba trabajando mucho tiempo y en 1948, La trayectoria poética de Garcilaso. Pese a ese proceso de depuración, Lapesa consigue la cátedra que dejó vacante su maestro Américo Castro en la Universidad Central de Madrid. Lapesa no cede a la tentación del exilio, pese a que se le ofrece una oferta en la Universidad de Harvard.

       Lapesa aceptará estancias en universidades americanas por corto espacio de tiempo, pero nunca se quedará allí, también Dámaso Alonso será profesor visitante en Estados Unidos varias veces.

        El caso de Adolfo Salazar, crítico y ensayista clave para la música, fue también digno de atención, ya que acaba en México, entre otras cosas, porque el patronato de la Casa de España, Daniel Cossío Villegas, le cuenta en noviembre de 1938 que ya están en México amigos como José Moreno Villa, León Felipe, José Gaos, Enrique Díaz-Canedo, etc. Otro exiliado con Salazar en la ciudad de México era Rodolfo Halffter, hermano mayor de Ernesto Halffter, importante hombre de la música.
        Rodolfo era miembro del Consejo de Colaboración de Hora de España y profesor del Conservatorio Nacional de Música en México.

        Hubo casos, sin embargo (sigo en todo este estudio el libro de Gracia) como Luis Felipe Vivanco, quien se adhiere al Régimen y fue el encargado de terminar la colonia de El Viso tras el exilio de Rafael Bergamín a Caracas en 1938.

        La vuelta a España de algunos exiliados demasiado pronto es interpretada como connivencia con el Régimen, ya vimos la forma en que algunos se dirigieron a Juan Gil-Albert por haber traicionado los principios de la República y volver a España.

        La figura de Ortega y Gasset fue una de las más polémicas, ya que había dudado seriamente sobre la adhesión a la República y había cuestionado duramente al comunismo. Ortega estuvo en Buenos Aires desde 1939 a 1942, pero viaja a Lisboa en ese año, cuando nada parecía prever un cambio de Régimen en España.

         La gran decepción que sintió el filósofo (también exiliado en México) José Gaos por la decisión de Ortega de volver a España, viene, como nos cuenta Gracia por ese acercamiento del prestigioso filósofo hacia ideas reaccionarias:

 
        Tras su fallecimiento en Madrid, en 1955, Gaos afina su análisis, más allá de la decepción y seguramente más completamente informado. Subraya entonces el fracaso del magisterio de Ortega tras la guerra sobre dos certezas: “la doble imposibilidad de alistarse entre los defensores de la República y entre los sostenedores del régimen actual de España, ha debido ser un patético drama entrañado en lo más radical y sensible de la intimidad de Ortega que ha debido de hacer singularmente penosa su vida en los últimos lustros en el fondo incluso de su éxito internacional de los últimos años (pp. 62-63).

 
        Ciertamente, Ortega vive la encrucijada de una no adhesión a los vencedores y de una desconfianza e incluso de un cierto desprecio hacia los vencidos.

       En el muy interesante libro de Gregorio Morán sobre Ortega titulado El maestro en el erial, merece la pena (entre otras muchas páginas esclarecedoras y polémicas que contiene) la que desvela el privilegio que Ortega tenía frente a otros intelectuales con el régimen y con adláteres como el gobierno de Portugal:

 
       Nuestro pensador goza de un rango excepcionalmente privilegiado, utilizando el término privilegio en las encogidas acepciones del momento. Tanto la embajada española en Lisboa, regida por el hermano del caudillo, Nicolás Franco, como los periodistas institucionales que pululan por la capital, tienen regulares contactos con Ortega, al que no se cansan de visitar y escuchar reverencialmente. Hacerle volver a España es un objetivo prioritario (p. 83).

 
        Su desprecio hacia los “rojos” es también una de las muchas informaciones que nos transmite el polémico libro de Gregorio Morán. La figura de Ortega queda así envuelta en sombras difíciles de desenredar.
        Resulta interesante también lo que, yendo de nuevo al libro de Gracia, señala sobre la necesidad de los exiliados de colaborar en revistas españolas. Lo harán en los años cincuenta, hastiados de vivir lejos y de no estar presentes en un panorama que podía cambiar mucho, intelectualmente, con sus voces y opiniones.

       Surge, con el apoyo de un censor y adicto al Régimen, Camilo José Cela, los Papeles de Son Armadans (creada en 1956), donde colaboran Américo Castro, María Zambrano, Emilio Prados, León Felipe o Rafael Alberti, entre otros.

        Termina este apartado del libro de Gracia reconociendo la labor importante que hicieron, desde Madrid, Menéndez Pidal y sus amigos Rafael Lapesa y Dámaso Alonso para dotar de brillantez al Centro de Estudios Históricos. Recordemos que ya se había perdido el espíritu que lo alumbraba y que el franquismo lo había convertido en una sección más de otros estudios intelectuales. Gracia dice, con razón, que no podía igualarse al Colegio de México y a la labor que se estaba haciendo allí, en libertad y exentos de la censura que vivía España, pero Pidal, Lapesa, Alonso y otros crearon el mimbre de un trabajo encomiable y silencioso, como el de las abejas, para restablecer la luminosidad de los antiguos estudios de antes de la Guerra, sin que el Régimen tuviese inteligencia suficiente para detectar la clandestina labor de estos grandes personajes de la historia de España.

        Tanto fue así que en los años cuarenta en España se empezó a realizar una labor intelectual que dio sus frutos en la reanudación de la Revista de Occidente, en la creación de la colección de poesía Adonáis y en otros pequeños empujes hacia una cultura en libertad desde la intelectualidad que vivía las dificultades de trabajar en España sin apoyar al Régimen, pero sin enfrentarse a él, como método de supervivencia.
       Otro apartado del libro que merece nuestra atención es el que se titula ‘Vivir de veras’, donde el investigador y profesor catalán indaga en las decisiones de algunos intelectuales ante la posible vuelta a España o la permanencia en el exilio.

        Uno de los casos de mayor renombre fue el del director de cine Luis Buñuel, el cual se pregunta qué debe hacer. La respuesta es la permanencia en el exilio, ya que la vuelta a España sería muy problemática y poco segura. Como sabemos, en su período mexicano el director aragonés intensificó su carrera, logrando algunas de sus mejores películas.

        Sin sospecha de haber claudicado al poder franquista, volvió sobre Carles Riba, quien regresó muy pronto a España, y Joan Oliver, el cual tuvo que visitar la cárcel Modelo en varias ocasiones, concretamente (como nos cuenta Gracia) durante un par de meses, entre los cuales fallece su mujer. Oliver es, por ello, un hombre abatido por la mala suerte y por la inquina de unos hombres sin moral y sin escrúpulos. Pese a todo ello, se recompone del dolor y prepara y edita él mismo sus poemas en la editorial Aymá, estrena en el teatro Romea su versión del Misantrop en 1950, etc.

        En el caso de Ferrater Mora, el exilio supuso un duro trance, tanto que soportó duros ataques intestinales en Chile, antes de pasar por Princeton en 1948 (residió en la casa que le prestó entonces Américo Castro). Fue prolífico en el exilio, ya que decidió, como muchos otros, sobreponerse al dolor de vivir fuera de su país a través de la creación. Hizo el Diccionario de Filosofía en 1941 y un grupo de ensayos que reúne en Las formas de la vida catalana (1944).  Joan Oliver  aconseja a Ferrater Mora en 1950 que regrese a España.

       No todos los exiliados llevan con pena su tiempo de emigración. En el caso de Buñuel, nos cuenta Gracia que se siente a gusto en México. Sus palabras refiriéndose a la idea de España como una comparación con la Edad Media que a veces se imagina, resulta hoy dolorosa, pero no lo era tanto ante una España que había quedado relegada en el tiempo por el nuevo Régimen.

        Gracia también alude en este apartado a Juan Gil-Albert, concretamente haciendo mención de su vuelta a España en 1947. Pero lo que le interesa al investigador catalán es la imagen que el escritor alicantino encontró al volver:

 
       Cuando lo hizo en 1947, Juan Gil-Albert encontró “un fantasma que cobraba realidad”, un fantasma porque pareció durante un tiempo que la España negra, la España eterna, había sido arrumbada por fin (pp. 108-109).

 
        Lo que cuenta Gracia incide en ese espectáculo de Edad Media, al que se refería Buñuel y que también lo fue para los ojos asombrados de Juan Gil-Albert:

 
        Lo que él encontró a su regreso fue la inflación religiosa, la exhibición impúdica de la fe, la artificiosidad teatral y exacerbada, combinadas con una moral ciudadana “de baja factura y, para el que volvía a la patria que dejó, visiblemente deteriorada” (p. 109).

 
        Otro personaje que nada tiene que ver con Gil-Albert, el cual vivió su exilio interior a la vuelta a su país y no tuvo (hasta bien entrada la democracia) reconocimiento alguno, salvo el abrazo de los poetas jóvenes de los setenta que encontraron en él un modelo a seguir, fue Ramón Gómez de la Serna, quien vuelve para recibir audiencia de Franco, con lo que su ideología reaccionaria queda de manifiesto. La fotografía de media página (como nos dice Gracia) puede verse en el ABC el 26 de mayo de 1949.

        En el apartado del libro titulado ‘La cortina de hojalata’, donde comenta lo que he citado sobre la connivencia de Gómez de la Serna con el Régimen, Gracia expresa interesantes consideraciones sobre el exiliado y su exilio:

 
        Al exiliado se le detiene la historia en la memoria porque los cambios suceden mientras él no está, pero no sólo porque no habita su lugar de origen, sino porque ese lugar ha dejado de expresarse y de vivirse como fue: los olores y las calles, los colores y las fachadas… (pp. 121-122).
       Hay una imposibilidad, concluye Gracia en este fragmento, de vivir con la realidad, ya que pesa el recuerdo idealizado y la vuelta a un lugar que ya no es el mismo, les hacer vivir ensimismados.

        Hay muchos nombres que Gracia menciona en este estudio apasionante, pero para no abrumar con nombres y destinos que nos separarían de nuestra verdadera intención, trazar un panorama de conjunto del exilio cultual español, cabe señalar una última cita de este apartado, referente a la imagen que el Régimen tuvo del exilio, porque llegó un momento en que era necesario crear una apertura para dignificar un sistema con muchas sospechas y sombras:

 
        El exilio fue para el régimen un problema aplazado a conciencia, reprimido y represaliado como lo fueron los testigos mudos de la derrota en el interior. Pero dentro del propio sistema franquista irrumpió de nuevo la realidad: para las clases intelectuales del régimen, para sectores universitarios e ilustrados, para algunos jerarcas falangistas, la evolución y la estabilidad del sistema aconsejó cambiar de estrategia, aunque fuese solo de manera transitoria o de prueba (p. 139).

 
      Volvieron entonces, en los años cincuenta, científicos exiliados, se procuró cierta tolerancia con respecto a escritores antes marcados, etc. Se empezaron a leer en la España de los cincuenta artículos de Max Aub, Guillén, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, Ayala, Ferrater Mora, etc.

      En el último apartado, titulado ‘Democracia caníbal’, Gracia examina diferentes actitudes ante un futuro que no se vislumbraba con claridad. Max Aub nunca entendió lo que le dijo el gran poeta Ángel González cuando éste le comentó que le hubiese gustado haber estado en el exilio mucho antes de su periplo americano, ya que la vida en España, para el poeta asturiano, estaba presidida por una mediocridad latente en cada rincón.

      Como comenta Gracia, desde 1946 empieza una nueva etapa de emigración, como le ocurrió a Manuel Tullón de Lara, quien se exilió a Francia ese año. La paradoja es inevitable: el exilio de algunos hombres de la cultura “asfixiados del interior” que les tocó vivir y la vuelta de otros que viven el “agobio exterior” y que desean volver a su país, pese a la falta de libertad.

       Personas tan importantes para nuestra cultura como José Ángel Valente, Alfonso Costafreda, Joan Ferraté, Esteban Pinilla de las Heras, etc, se marchan al exilio para encontrar una situación laboral mejor que la que tienen en España. Otros como Juan Goytisolo, Fernando Arrabal, Eugenio de Nora, Gonzalo Sobejano, Emilio Lledó, etc, ven un mejor futuro fuera de nuestras fronteras.

      En 1954 se crea una nueva plataforma de contacto entre los exiliados y los que viven en España. Su nombre: Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura. Se trató de contrarrestar la influencia comunista en la clase y la vida intelectual de España, fue fundado a iniciativa de la CIA (ya conocemos la inquina que el gobierno americano tuvo contra el comunismo). Los liberales que realizan una propaganda antimarxista desde esta plataforma editorial fueron, entre otros, María Zambrano, Rosa Chacel o Luis Araquistaín. También el filósofo Ferrater Mora formó parte de este grupo. No hay que olvidar otra revista en el exilio, Ibérica, fundada por otro hombre de la izquierda en el exilio, pero nada sospechoso de comunismo alguno, Salvador de Madariaga.

        Un caso interesante que cuenta Gracia en este apartado fue el de Rosa Chacel, gran amiga de Juan Gil-Albert. Nos  cuenta el investigador catalán que la escritora ya tuvo confrontación con los miembros de la revista Hora de España por la forma de luchar intelectualmente en la guerra. La escritora fue presa de una importante depresión que le persiguió muchos años, pese a la beca Guggenheim, que disfruta en la ciudad de Nueva York entre 1959 a 1961.

         Rosa Chacel mantiene buenas relaciones con el joven exiliado Jaime Salinas, con Jorge Guillén, con Juan Marichal o Joaquín Casalduero. Rosa vuelve a España durante seis meses, concretamente a Madrid, entre finales de 1961 y 1962. Parece ser que las razones, como nos cuenta Gracia, tienen que ver con sus problemas oculares y la necesidad de ser atendida en condiciones  en Madrid, ya que en Nueva York los tratamientos médicos son muy costosos.

         Se marcha después a París y de allí volverá a Madrid en un segundo viaje, esta vez durante año y medio. Estamos en 1963 y la escritora inicia una nueva colaboración con la segunda etapa de la Revista de Occidente, que ha aparecido recientemente. Son los años en que vieron la luz libros como Ritmo lento de Carmen Martín Gaite o el prestigioso y muy reseñado Tiempo de silencio de Luis Martín Santos.
        Ya ha ocurrido (fue en 1962) el famoso contubernio de Munich, cuando se inicia una notable apertura hacia la democracia por parte de intelectuales que estuvieron al lado del franquismo, como fue el caso de Dionisio Ridruejo, quien inicia uno de los procesos de cambio hacia la crítica al Régimen desde su falangismo de inicio hacia una visión necesaria de aperturismo y de democracia, lo cual le traerá períodos de detenciones que no podemos desarrollar aquí, dada su extensión.

        Son tiempos de cambio, ya que el Régimen estaba desgastado notablemente y muchos empiezan a demostrar sus diferencias con la dictadura.

        No sólo fue Rosa Chacel quien inició viajes tímidos a España (cortos y desencantados) también fue el caso de Max Aub, quien vuelve a Barcelona en 1969, como lo cuenta magistralmente en su imprescindible libro La gallina ciega. A Max Aub le fue denegado el visado en 1963 y no viajó a España hasta ese 1969. El desengaño de la vida española, llena de mediocridad y en un mundo que en nada se parece al que conoció marca de lleno los días de su estancia en nuestro país.

       Para no extenderme más con este libro, pese a la extensa documentación que contiene que he resumido aquí, comento sólo una apreciación final de Gracia que sirve para sintetizar lo que fue el exilio y sus consecuencias:

 
        Ni el poder franquista acabó pronto ni el exilio pudo ganar apoyos para acabar con el franquismo; ni el franquismo logró proteger a la cultura peninsular del contagio del exilio ni el exilio se desentendió de la España del interior; el exilio no encarnó heroica y exclusivamente la derrota porque fueron muchos los derrotados y resistentes del interior; el telón de acero se fue haciendo cortina de hojalata y, con todo, tampoco la ilusión del regreso  pudo mantenerse viva demasiado tiempo porque no hay ruta de regreso a la memoria (p. 194).

 
       Tiene razón Jordi Gracia, el regreso a la memoria es imposible, por ello, nunca volvieron a ver su país como lo habían presenciado en los tiempos anteriores a la guerra Max Aub o Rosa Chacel, por poner un ejemplo. Tampoco Gil-Albert encontró su misma Alcoy natal, algo significativo había ocurrido. La Guerra Civil, el dolor inmenso que había causado, el rencor que dejó en los dos bandos pesan todavía hoy en algunas generaciones e, incluso y para desgracia nuestra, en nuestra clase política, por ello, el exilio lo era para siempre, porque no hay, como dice impecablemente Gracia, regreso a la memoria.

        Su libro nos informa, pero también nos hace meditar por un tiempo que ha dejado huella en muchas generaciones, que truncó proyectos, planes humanos, pero que también, dada la constancia y la fuerza del ser humano, enriqueció otros países, como México (la gran labor del Colegio de México, por ejemplo), ya que se siguió creando, publicando, investigando y, como dice el investigador catalán, la dictadura no pudo ni supo cortar la comunicación entre los de dentro y los de fuera, una corriente que fue muy fluida en algunos casos, tanto que algunos de los que pertenecieron al falangismo, como Ridruejo, encontraron otras formas de pensamiento, amparadas en un mundo más libre, lejos de su  primera ideología.

        Rosa Chacel, herida por dentro y por fuera, volverá a España definitivamente en 1973 con una beca de la Fundación Juan March para terminar su conocido libro, Barrio de maravillas. Murió en Madrid en 1994.

      Max Aub, sin embargo, volvió a México. Tras su estancia en España en 1969, murió allí en 1972. Su visión de España, desencantada y agria, le dejó un triste y amargo sabor, quizás porque su vida tampoco había sido fácil. Nos quedan sus libros, imprescindibles para entender una visión de la Guerra Civil y la posguerra fundamental para cualquier estudioso de esa época.
LA MIRADA DE VICENTE LLORENS
        Fue el maestro Llorens una de las personalidades que más ahínco puso en el estudio del exilio cultural español. En el prólogo al libro que voy a comentar, podemos conocer las palabras muy acertadas de Manuel Aznar Soler cuando recuerda que Llorens fue el mejor historiador de nuestros exilios culturales españoles.

        Dice también en el citado prólogo lo que fue también el periplo de Llorens en el exilio, su llegada a Ciudad Trujillo, lo que convierte al investigador valenciano en una figura fundamental para entender el exilio, porque también lo sufrió en sus propias carnes:

 
        Vicente Llorens, exiliado de la España Peregrina, llegó a Ciudad Trujillo, con ganas de dejar de ser un desterrado errante (p. 35).

 
        Es cierto que su periplo ya era largo para aquel entonces, me refiero a 1940. Había estado en Francia anteriormente y ya le parecía una eternidad ese período, pero el México inicia un interesante periplo por el mundo académico, como nos cuenta Aznar Soler:

 
        Acababa de ser nombrado profesor de Literatura española en su Universidad (Ciudad Trujillo)  y recuperaba la ilusión de reanudar su carrera académica… (p. 35)

 
       El profesor Llorens quiere recuperar muchos libros que tenía en Madrid y que ahora necesitaba, pero él ignora que su casa de Madrid ha sido saqueada, con lo que perdió también su ingente biblioteca.

      Le regalan libros y compra otros, hasta conseguir doscientos volúmenes, pero en dos años ya se halla en Santo Domingo. El exilio no ha terminado, ya que entre 1945 y 1947 ejerció como profesor de Literatura española en la Universidad de Río Piedras, en Puerto Rico. Llorens ya está realizando un trabajo esencial e imprescindible sobre la poesía española del destierro.

       Pasará luego a la prestigiosa John Hopkins University de Baltimore, en 1947 (fue Pedro Salinas quien le consiguió el puesto en esta prestigiosa Universidad).

       Podría hablar largamente de una figura tan prestigiosa, pero me interesa para este estudio su visión del exilio cultural español:

 
        La vida del desterrado apenas merece tal nombre. Rota, frustrada, vacía, fantasmal, está en realidad más cerca de la muerte que de la vida (p. 105).

 
        Pone el ejemplo de Ovidio, desterrado, recordemos que escribió en su exilio Las Tristia, bello poema que aún nos conmueve. Para el que le destierran, la muerte en vida es una realidad, es una sensación que pesa en el espíritu y en el cuerpo:

 
        Ya no habla un ser viviente, sino un ser que pertenece al pasado. Por lo menos, la existencia del desterrado, y éste es uno de sus rasgos más característicos, se proyecta anormalmente hacia el pasado. Como el anciano, el desterrado, viejo prematuro, vive casi del recuerdo (p. 105).

 
        Acierta Llorens, porque el tiempo del exilio no es el mismo, es como si todo se hubiese fragmentado, las horas son distintas a las que el desterrado siente en su patria. Ese desarraigo pesa en el espíritu del hombre sin patria.

        Pero el desterrado, nos dice Llorens, vive para volver, porque sí tiene patria, aunque no lo parezca ya, una patria que vive en su imaginación, que crece en sus sentimientos, que se fragua dentro de él:

 
        Ante la imposibilidad de desprenderse del pasado, pero temiendo perecer en él al mismo tiempo, el desterrado, tendiendo la vista hacia adelante, acaba por crearse otro futuro, tan estrechamente vinculado al pasado que casi parece la transposición hacia el porvenir de lo que ya pasó: la esperanza del retorno a la patria (p. 106).

 
        Todo lo que he citado pertenece al libro, concretamente al apartado titulado ‘El retorno del desterrado’, escrito en 1948. Pero es muy interesante el apartado que lleva por título “La actividad literaria de la emigración española”, escrito en 1949, ya que nos desvela algunas ideas interesantes como el peso que tiene el exilio tras la Guerra Civil, el cual supera en número de exiliados al de otros que se han producido en otros tiempos de la historia de nuestro país:

 
        Numéricamente, la emigración republicana española de nuestros días supera a cada una de las emigraciones de afrancesados, constitucionalistas, carlistas, moderados y propagandísticas del siglo pasado, y aún a todas ellas juntas (p. 129).

 
        También nos dice que el exilio español excedió el de otros períodos en lo que se refiere a la geografía, ya que muchos desterrados fueron a América:

 
        Mientras las emigraciones anteriores no rebasaron en general los límites del occidente europeo, la actual ofrece el hecho nuevo del contacto con América, y especialmente con el mundo hispanoamericano. Factor de extraordinaria importancia no sólo por lo que ha contribuido a condicionar la existencia del emigrado sino también por su repercusión en el orden intelectual (p. 129).

        Además, señala que la imposibilidad de escribir para los de su propia tierra, debido a la censura, las obras tienen su público preferentemente en Hispanoamérica, donde fueron a parar muchos de ellos. La ventaja, naturalmente, fue la lengua común, lo que supuso algo favorable para los exiliados que desconocían el idioma inglés o francés y pudieron expresarse en su mismo idioma, porque los lectores gozaban del privilegio de compartirlo.

        Cita a intelectuales importantes, como los poetas Pedro Salinas, León Felipe, Juan Ramón Jiménez, Emilio Prados, Moreno Villa, Alberti, Benjamín Jarnés, Ramón J. Sénder, Ortega, José Gaos, etc.

        Pero destaco de todo ello su apreciación de la obra de León Felipe como la que más constancia ha tenido en lo que respecta a la poesía combativa, ideológica:

 
        León Felipe es casi el único representante de la poesía combativa, de larga tradición entre expatriados políticos y cuyo más inmediato antecedente español se encuentra en Unamuno. Pero el sentido nostálgico de la patria y otros motivos líricos del destierro aparecen fugaz o insistentemente en la obra de casi todos. La evolución de la tierra nativa adquiere particular interés en los poetas andaluces: Cernuda, Alberti, Prados, Garfias, Rejano (p. 132).

 
        También señala la labor creativa y docente que tuvo lugar en el exilio y cita el Colegio de México, donde muchos intelectuales españoles pudieron desarrollar su labor:

 
         Por fortuna, casi todos ellos tuvieron acogida en diferentes universidades  o en instituciones como el Colegio de México, donde además de la labor docente han podido proseguir sus estudios o iniciar nuevas investigaciones (p. 135).

 
        Cita nombres tan importantes como Américo Castro, Navarro Tomás o Claudio Sánchez Albornoz, entre otros.

        Otro apartado interesante es el que dedica a los temas, en el apartado titulado ‘La imagen de la patria en el destierro’, escrito en 1949, donde nos habla, entre otros temas, de la figura de Luis Cernuda, gran poeta sevillano y un exiliado doliente en Inglaterra, Estados Unidos y México.

        Se trata de un artículo donde Llorens nos habla de la visión de la patria que tiene Cernuda, el contraste entre el mundo práctico que supone la vida del exiliado y el mundo interior que tiene Cernuda, donde sobrevive una imagen de España, hecha de luz y de sombra.

         Para Llorens, la lejanía en la que vive el poeta sevillano hace más vivo el recuerdo, el poder de la memoria está más presente:

 
        Las cosas adquieren nueva claridad porque están iluminadas por el amor, que quiere fijarlas para siempre, sin que la distancia o el tiempo logren borrar su contorno (p. 151).

 
        Habla el investigador valenciano de revelación para referirse a ese poder de la memoria, las cosas se revelan, surgen con nuevos contornos ante la luz del tiempo, como si no fueran iguales a las que conoció entonces.

       Refiriéndose Llorens a la visión que tiene Cernuda del Escorial dirá lo que cito ahora, comprendiendo que el desterrado mira de otra manera, hace que el pasado se revele en el presente con nuevas tonalidades, donde se adivina lo eterno que hay en nosotros:

 
        El desterrado, perdido cual ningún otro ser en lo movedizo y transitorio, al buscar anhelante un asidero firme a su vivir insatisfecho, ha convertido al Escorial, como creación armónica del hombre ante la naturaleza, en el símbolo del gozoso y trágico vivir humano que aspira a eternidad; a una eternidad no de muerte como en la visión de Gautier, sino de vida (p. 154).

 
        Cierto, porque Cernuda sabe que hay una aspiración a lo eterno, que sólo se consigue en el instante, cuando podemos crear una nueva realidad de aquello que recordamos, sólo así somos verdaderos dioses en un mundo de barro.

        Otro apartado muy interesante del libro lo dedica Llorens a la lengua del desterrado en un capítulo titulado ‘El desterrado y su lengua. Sobre un poema de Salinas’, resulta interesante lo que el profesor valenciano dice acerca de la lengua ajena y la imposibilidad de expresarnos adecuadamente, perdidos los resortes de la nuestra, donde podemos encontrar todos los matices que la otra no sabe darnos:

 
          Habituado a manejar sin esfuerzo los más sutiles resortes del propio idioma, necesitaría poder moverse con igual desenvoltura dentro del ajeno para sentirse a gusto. Por su condición intelectual está llamado a convivir entre gentes de su calidad, tan hábiles en su  lengua como él en la suya. Mantener tal convivencia en términos decorosos es poco menos que imposible (p. 156).

 
        Considera Llorens que el poeta no sabe expresarse, desde el romanticismo, en otra lengua que no sea la suya. Sabe el pensador valenciano que todos volvemos a nuestra lengua, que el ímprobo esfuerzo de traducir los pensamientos a otra lengua son temporales, nada tiene la homogeneidad que nuestro propio idioma para la poesía y para la propia vida:

 
De todos modos, el emigrado es más bien un escritor bilingüe; la adopción de la lengua ajena, debida a circunstancias muy diversas, suele ser temporal; tarde o temprano acaba por volver a la suya (p. 157).
     La idea del desterrado que se aleja, que se vuelve hierático, que deja de comunicarse, en una suerte de ensimismamiento, como le ocurrió a Juan Gil-Albert, refuerza el amor por su idioma, único eslabón que le queda a un mundo que ha querido y sigue queriendo en el recuerdo.

        Pone el ejemplo de la prosa de Salinas, el gran poeta del veintisiete, cuando dice lo siguiente:

 
        El lector menos atento puede observar en la obra de Salinas que la prosa de sus años de destierro no es como la anterior, y que esa diferencia no parece deberse a un cambio deliberado ni a un proceso de madurez literaria (p. 158).

 
       La explicación reside en el goce que tiene la propia lengua en un mundo extranjero, donde su idioma no tiene la importancia que los amantes del verbo le dieron en el suyo. La identificación con su propia vida es total:

 
          Su raíz es más profunda: el afán de afirmación propia a través de la lengua, con la cual se identifica plenamente. Salvarla es salvarse; por eso teme también perderla (p. 159).

 
         Llegará a decir, al final de este capítulo, donde comenta un poema de Salinas dedicado a su lengua, en el libro Todo más claro, lo que yo considero una declaración de amor a un  idioma que no abandona, sino que es compañero de infortunios en la soledad infinita del exiliado:

 
          Gracias a la lengua, el poema será posible; pero sus santas palabras, además de hacerle poeta, tienen la virtud de mantenerle ligado a su origen. Al sentirse así vivir dentro de su milenaria comunidad tradicional, patria verdadera y permanente de la que nadie puede arrancarle, el destierro quedará abolido (p. 166).

 
        El destierro es sólo un sueño, incomparablemente inconsistente al lado del poder de arraigo a su tierra, a la lengua madre, al amor que siente por ella y que le sustenta en el difícil camino de vivir en otro país que no sea el suyo.

        Un capítulo interesante, porque se refiere más a personas determinadas, abandonando los temas y las reflexiones que he comentado hasta ahora, es el que lleva por título “La emigración republicana de 1939”, fechado en 1976, el más extenso sobre el destino de los republicanos en el exilio.

          Resulta interesante el apartado que dedica a la emigración a Francia, cuando documenta alrededor de cuatrocientos mil los refugiados en ese país. También es interesante la mención de Llorens al destino de los exiliados, cuyo sino fue acabar en campos de concentración. Las fuerzas armadas francesas condujeron a los fugitivos a los campos. Algunos muy conocidos como el de Saint-Cyprien , donde estuvo Gil-Albert, como ya comenté extensamente antes:

 
        Tristemente célebres fueron los de Argelès-sur-Mer, Saint-Cyprien, que en marzo de 1939 contenía ciento dos mil hombres, y Bacarès, el más reciente y mejor establecido, que gracias a la organización de los propios confinados llegó a disponer hasta de una biblioteca (p. 291).

 
       También menciona otros campos, localizados en Gurs, en los Bajos Pirineos, donde se reunieron miles de vascos, de combatientes de las Brigadas Internacionales, los cuales dieron clases de lengua, matemáticas, física y aerodinámica a los otros exiliados. Concretamente, en Agde, en Hérault, hubo numerosos catalanes y dieron clases de francés maestros de escuela de poblaciones vecinas.

       Los Campos no se sustentaron sin una ayuda, que, como era previsible, venía de los propios republicanos españoles, el SERE (Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles), también hubo ayuda de grupos políticos o humanitarios de diferentes países. Esto facilitó que los Campos fueran lugares donde se pudo hacer una vida casi normal, con recitales poéticos, estudio, lectura y juegos (ajedrez, fútbol).
      Otro aspecto interesante que investiga Llorens en este apartado es el de las diferencias entre el destino de los exiliados a Francia con respecto a los que emigraron a México y a otros países de Hispanoamérica.

      Merece la pena, de nuevo, citar las palabras de Llorens:

 
        La situación de escritores y periodistas emigrados —cuyo deslinde profesional difícilmente  puede  trazarse  en  España  desde  tiempos  de  Larra— no  fue la misma en la América  de  habla  española  que  en  los  países  europeos. Mientras  en  México encontraron unos y otros ocupación en la prensa mexicana como redactores o colaboradores, en Francia hubieron de confinarse, salvo raras excepciones, a los periódicos que ellos mismos fundaron (p. 298).

 
        La diferencia se halla en que los exiliados en Francia colaboran en revistas esencialmente políticas, donde muchas veces no percibían remuneración por sus colaboraciones, frente a los exiliados en México donde sí hubo revistas que tocaron temas literarios y percibían un dinero por colaborar.

        Menciona Llorens ejemplos de diferentes intelectuales que fueron a Hispanoamérica como el caso de Corpus Barga, quien en 1957 se trasladó a Perú para dirigir una escuela de periodismo, o Federica Montseny, conocida como escritora anarquista, que residió en Francia largos años.

        Trágico destino sufrieron el escritor Julián Zugazagoitia que, junto con otros hombres de trayectoria política como el sindicalista Juan Peiró, ministro con Largo Caballero y Luis Companys, uno de los fundadores de la Esquerra Republicana y sucesor de Maciá en la Presidencia de la Generalitat, fueron detenidos por la policía al producirse la ocupación alemana de Francia y fueron devueltos a España. Los aquí citados fueron sentenciados a la pena capital por tribunales militares y ejecutados.

        En África del Norte, también hubo emigrantes. Fue el caso de Max Aub, famoso escritor que estuvo en el campo de castigo de Djelfa, en Argelia.

        Antonio Turiel fue profesor en el Liceo de Rabat, en Argelia se asentaron muchos militares, muy activos en política. En 1946 (como nos recuerda Llorens) empezó a publicarse en Argel el periódico III República, portavoz del Consejo de Gobierno de la Tercera República.

        Fue la Unión Soviética uno de los lugares donde se exiliaron personajes muy comprometidos políticamente con la izquierda, tal fue el caso de Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”, otros personajes destacados fueron Enrique Castro Escudero y Jesús Hernández, éste procedente de Murcia y muerto en México en 1971. Fue antiguo director de Mundo obrero y ministro durante la guerra del gabinete de Largo Caballero.

        Emigraron muchos militares a la Unión Soviética, tal fue el caso de los siguientes: Antonio Cordón, subsecretario del Ejército de Tierra con Negrín, Manuel Márquez, jefe de Cuerpo de Ejército y otros, como fue el caso de Enrique Líster, jefe del famoso Quinto Regimiento de Madrid y Valentín González, “El Campesino” que se distinguió en la famosa batalla de Teruel.

      Un escritor y periodista que emigró allí fue César Muñoz Arconada (Astudillo, Palencia, 1900-Moscú, 1964). Novelista de tipo social antes de la Guerra Civil. En Moscú estuvo encargado desde 1942 de la edición española de Literatura internacional.

      Inglaterra  fue  el  destino  de  gentes  tan  importantes como Juan Negrín, el cual se refugió en Londres, como todos sabemos fue presidente del Consejo de Ministros desde mayo de 1937 hasta el final de la guerra. Catedrático de Fisiología en la Facultad de Medicina de Madrid, etc.

      Otro catedrático que tuvo su exilio en Inglaterra fue José Castillejo, el cual murió en Londres en 1944. Era catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Madrid, formado como educador por Giner de los Ríos y la famosa Institución Libre de Enseñanza. Fue secretario y animador desde su fundación en 1907 de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas.

        Estuvo en Oxford otro prestigioso educador Alberto Jiménez Fraud, quien murió en Ginebra en 1964. Fue director de la Residencia de Estudiantes de Madrid al ser fundada por la Junta para Ampliación de Estudios en 1910.

       Casos de poetas que vivieron en Inglaterra tenemos los de Pedro Garfias, quien estuvo en este país no mucho tiempo, para ir a México poco después. Diez años estuvo en Inglaterra Luis Cernuda. Allí murió otro escritor andaluz, Esteban Salazar Chapela, quien murió en Londres en 1965.

         Fraguó en Inglaterra su mundo literario el escritor Arturo Barea, el famoso escritor de La forja de un rebelde.

        Otro hombre de letras, periodista de prestigio, Manuel Chaves Nogales, vivió en Londres hasta su muerte en 1944. Fue muy conocido por su biografía del torero Juan Belmonte y por varios relatos de gran calidad.

        Hay muchos otros nombres, pero sería exhaustivo nombrarlos a todos, cabe decir que en Inglaterra también estuvo Salvador de Madariaga, el más renombrado de los intelectuales españoles en Londres. Madariaga no fue un exiliado por la Guerra sino porque estuvo muy implicado en labores diplomáticas para conseguir una vuelta a los valores democráticos en España, desde la posición de ente social con los ingleses para que ayudasen a la España republicana.
        También hubo intelectuales que emigraron a Bélgica o a Suiza, pero fue a México donde fueron la mayor parte de los hombres de letras, también de ciencias, de nuestra España.

        Llorens destaca en su libro que el número de intelectuales que llegaron a México en la fecha del 1 de julio de 1940 rondaba los ocho mil seiscientos veinticinco emigrados republicanos. Se calcula que llegaron posteriormente mayor número de españoles hasta engrosar la cifra de más de quince mil refugiados (entre los quince mil y los veinte mil).

        Por hablar sólo de los poetas y escritores que llegaron a aquellas tierras (Llorens detalla muchas más profesiones y muchos más nombres de los que voy a dar), cabe destacar a los siguientes:

        Enrique Díez-Canedo, poeta y crítico, murió en México en 1944, León Felipe, el cual estuvo en varios países de Hispanoamérica antes de la Guerra Civil y volverá a ellos como consecuencia del exilio. José Moreno Villa, poeta, ensayista y crítico, que murió en México en 1955, no hay que olvidar a Juan Larrea, escritor surrealista, fue secretario de Cuadernos Americanos en México, para ocupar luego una cátedra en la Universidad de Córdoba en la Argentina. Juan José Domenchina y su mujer Ernestina de Champourcin, Emilio Prados, Pedro Garfías y, naturalmente, el ya citado Luis Cernuda, quien después de unos años en Estados Unidos e Inglaterra, pasó sus últimos años en México.

        El caso de Juan Rejano fue el de un largo exilio, pues murió en México en 1976, también falleció en este país Max Aub en 1972 o Paulino Massip en 1963.

        A México fue a parar también Cipriano Rivas Cherif, quien murió allí en 1968, tras haber sido director del Teatro Escuela de Arte de Madrid, cuñado de Azaña también.

        Del mundo de la música podemos destacar a Rodolfo Halffter o Adolfo Salazar, quien murió en México en 1958. Del mundo de la pintura, dejaron su vida en las tierras mexicanas Aurelio Arteta y Salvador Bartolozzi, entre otros.

        Otro de los lugares donde fueron a parar muchos españoles fue Argentina. Profesores tan prestigiosos como Luis Jiménez de Asúa, quien murió en Buenos Aires en 1970 y que fue uno de los redactores de la Constitución de 1931, además de Catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Madrid. También vivió en Argentina Claudio Sánchez Albornoz, catedrático de Historia Antigua y Medieval de España en la Universidad de Madrid, ministro durante la República y académico de Historia. No hay que olvidar tampoco a Francisco Ayala, escritor muy reconocido y catedrático de Derecho Político en la Universidad de la Laguna y oficial letrado del Congreso.

        No hay que dejar de mencionar la llegada a Buenos Aires de dramaturgos a una de las ciudades que más vida teatral tenía en la época. Fue el caso de Jacinto Grau, quien murió en Buenos Aires en 1958 o Casona quien no murió en Buenos Aires porque volvió a España, falleciendo en Madrid en 1965, pero sí estuvo un tiempo allí exiliado y logró estrenar obras que no había estrenado en su país.

       Resulta interesante la fecunda labor que los emigrantes españoles tuvieron en la prensa argentina o en revistas literarias de allí. La revista Realidad fue creación de Francisco Ayala o la famosa revista literaria Ínsula, entre cuyos colaboradores estuvieron un amigo de Juan Gil-Albert, Máximo José-Khan, quien murió en la ciudad bonaerense en 1952.
       Hubo muchos intelectuales gallegos, vascos y catalanes en Argentina. Uno de los más famosos fue el de Castelao, famoso dibujante, escritor y diputado a Cortes.

       En editoriales argentinas trabajaron algunos emigrantes de prestigio, como fue el caso de Rafael Alberti y Arturo Serrano Plaja, en la Schapire, o Rafael Dieste (otro amigo de Gil-Albert, al igual que Plaja) en la sección literaria de Atlántida.

        Llorens cita también el número de emigrantes en otros países de Hispanoamérica como Cuba, Bolivia, Chile, etc.

       Puerto Rico fue otro de los lugares donde fueron algunos emigrantes, aunque en proporción mucho menor que en México, el más visitado y donde hicieron la mayoría su hogar una parte de su vida o el resto de ella. En Puerto Rico estuvo Juan Ramón Jiménez, quien falleció en Santurce en 1958 o el famoso violoncelista Pablo Casals, quien murió en Hato Rey en 1973.

      Hubo también profesores visitantes en la Universidad de Puerto Rico, como Pedro Salinas, quien estuvo allí un tiempo, el filósofo José Gaos, invitado varias veces. Otros conferenciantes ilustres en la Universidad de Puerto Rico fueron, entre otros, Gustavo Pittaluga, Francisco Giral, Luis Jiménez de Asúa, Jorge Guillén, María Zambrano.

      No hay que olvidar que Pedro Salinas o Francisco Ayala fueron (como nos cuenta Llorens) promotores de revistas literarias que tuvieron su importancia en la vida cultural de ese país.

      No hay que dejar de mencionar el exilio de importantes intelectuales a Estados Unidos, como fue el caso de Américo Castro. El famoso investigador y profesor español ocupó una cátedra desde 1941 hasta 1953 en la Universidad de Princeton, allí realizó su encomiable estudio de la historia española, que le dio indudable prestigio.

      Pedro Salinas, magnífico poeta y eminente miembro de la Generación del 27, fue profesor de Literatura española en Wellesley College y desde 1940 hasta su fallecimiento en la John Hopkins University de Baltimore. También estuvo en el Wellesley College su buen amigo Jorge Guillén.

      Y no hay que olvidar, como muy justamente cita Llorens, a las mujeres profesoras que pasaron por las Universidades americanas: Gloria Giner de los Ríos, Concha de Albornoz, Pilar Madariaga, Laura de los Ríos García Lorca, Carmen Aldecoa, Margarita Ucelay, Joaquina Navarro, etc.

      Para no extenderme más con la larga lista de nombres (podrían ser muchos más, ya que la lista es exhaustiva y sólo he hecho un resumen de ella), cabe citar a Fernando de los Ríos, tan significativo en la cultura española, quien fue, entre otras muchas cosas, dirigente del Partido Socialista, catedrático de Estudios Superiores de Ciencia Política en la Universidad de Madrid, embajador durante la guerra española en Washington, etc. De los Ríos fue profesor en la New School for Social Research de Nueva York, institución fundada para acoger a intelectuales europeos emigrados por causas políticas.

      Me gustaría terminar este repaso a este esclarecedor e imprescindible libro de Llorens dedicado al exilio cultural español con unas palabras de su primer capítulo que resumen, con maestría, la sensación del exiliado cuando regresa a su país, un sentimiento agridulce que tiene como causa principal la huella que el destierro le ha dejado para siempre (pertenece al primer capítulo titulado ‘El retorno del desterrado’ de 1948):

 
        La desilusión del retorno no es en último término sino la consecuencia del  íntimo desasosiego que consume al desterrado. Ni alejándose de su patria ni volviendo a ella podrá encontrar ya cabal satisfacción. Su expatriación es un mal y un bien al mismo tiempo; vive muriendo, pero no deja de vivir; la gran actividad que despliega por fuera oculta un vacío interior; quiere olvidar su pasado, pero sólo en él se goza; sueña con el retorno y lo rechaza. Toda su existencia es un vivir a medias (p. 126).

 
        Quizá esté en estas palabras la clave de todo, el exilio ha dejado honda huella, ha cambiado conductas y ni el país que ha acogido al exiliado ni el país al que vuelve (si es que lo hace) son suyos de verdad, algo se ha perdido en el camino, una sensación de desarraigo queda para siempre en el corazón del desterrado.

        Por ello, Llorens dice estas palabras, pensando en el largo dolor del exiliado, que también fue el suyo, esa herida que no la cura el tiempo, porque prevalece aunque nuestro corazón pueda volver al lugar amado (en muchos casos, totalmente distinto, como nos contó de forma excepcional Max Aub en su genial La gallina ciega, cuando visitó España a finales de los años 60 y encontró todo lleno de mediocridad, exento del espíritu que tenía cuando dejó el país).

        Sin duda, Gil-Albert, el cual estuvo pocos años en el exilio, sintió el peso del destierro y, por diversas razones, tuvo que volver, para enfrentarse a otro tipo de exilio, el interior, en una lucha por crear literatura, fuera de los mundos sociales y literarios que realmente merecía y había conocido.

        El libro de Llorens indaga no sólo en el mundo del exiliado, sino en su dolor, a través de los numerosos casos que cita, grandes mentes que tuvieron que recomponer sus sueños en otros lugares, muy lejos de su amado país.

PERO, ¿QUIÉN ERA FERNANDO PESSOA?

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ
        Me senté en la terraza de A Brasileira y toqué como muchos la estatua en bronce de Pessoa. Si quisieran ser fieles a su obra, lo habrían tallado en humo o en papel. Pero está en bronce y si lo golpeas con los nudillos suena como campana. Tal vez tenía más carne y más sangre de lo que él mismo creía. Quería desaparecer y no ser nadie pero acabó siendo más presente que nadie. Y damos vueltas por el Chiado y sentimos el alma de los tangos populares, en los locales donde solo se paga un oporto por escuchar a cantantes que salen de los adoquines. Esos que están hechos de desgarro y nostalgia, que hablan de su hambre real y legendaria. Es tan cosmopolita que uno lo puede recitar en el Pavillao Chinés pero acaba siendo más portugués que nadie.

        Llamarse Persona es como llamarse Alguien, o no tener nombre. O llamarse K, como el personaje de Kafka. Y es que Pessoa no sabía quién era. Era como el hombre sin atributos, Robert Musil. O como su amigo Mario de Sa Carneiro, que decía: Yo no soy yo ni soy otro, / soy cualquier cosa intermedia.  Hay otro que tampoco se conocía muy bien, Borges, que no sabía si era el otro, o el mismo, o si escondía dentro una biblioteca de Babel, o un libro de arena. Los tres andaban perdidos en tres ciudades, amándolas sin amarlas, sin saber quienes eran.

        Para Kafka tenemos una culpa radical, estamos perdidos entre papeles, somos extranjeros que pretenden acceder al castillo. Pessoa dice que el poeta es un fingidor, y no sabe cómo emocionarse, y no puede  ser sincero, porque no sabe cuáles son sus sentimientos ni su identidad. El mundo se disuelve en palabras y en pensamientos. No hay hechos reales ni nada que tenga consistencia. Para Borges la filosofía solo es literatura fantástica, no hay conocimiento posible.
        Sin embargo, a los tres se les ve la carne. Kafka casi pone la angustia en carne viva cuando pregunta de qué le acusan, cuando se siente como un insecto, cuando intenta en mitad de la tormenta conectar con el castillo. Borges, el intelectual puro en teoría, tiene poemas de una emoción reluctante, y su tono elegíaco acaba cautivándonos hondamente. También en Pessoa hay un dramatismo, una agonía interior. Cree que no es nada, pero está lleno de sueños. Cree que todo son  palabras, pero éstas acaban cargándose de magia.

        Se divide en personalidades: Alberto Caeiro, el materialista; Ricardo Reis, el clasicista; Álvaro de Campos, el metafísico; Bernardo Soares, el desasosegado; el propio Pessoa, tan irreal como los demás. Y nada tiene importancia, según Soares, pero eso le produce una desazón muy auténtica. Nada provoca entusiasmo, pero los poemas de Mensagem lanzan un entusiasmo sobre Portugal espiritualista y el sebastianismo. Nada hay que conocer, pero a través del esoterismo pretende conocer los secretos y se entusiasma con Aleister Crowley. Todo es inconsistente, pero busca el absoluto y siente la misma saudade que Teixeira de Pascoaes.

        Casi se podría decir que toda la obra de Pessoa es saudade, deseo de ser, de tener carne y hueso como diría Unamuno. Pessoa no tiene rostro y se pasea como un espectro por Lisboa. El libro del desasosiego es tan agobiante, tan negador de toda vida, que sinceramente yo tuve que dejarlo. Y, sin embargo, acaba dejando un poso de emoción, de elegía, de herida de alguien que quiere vivir. Pessoa es una calavera, pero está deseando cubrirse de facciones.  

        Alberto Caeiro está siempre diciendo que solo tiene sensaciones, que percibe cosas concretas, que no hay nada detrás. Pero si no hay nada detrás, ¿por qué insiste en ello obsesivamente, por qué lo niega cantidad de veces?  Los sensualistas de verdad no estaban siempre negando otro mundo porque ni pensaban en él. Y es que al final va a ser que Pessoa tiene más coherencia de la que parece y en el fondo sabe quién es. Es alguien palpable que está más allá de las negaciones, alguien sombrío que está detrás de las sombras.
        Decía que cuando iba por la carretera de Sintra en mitad de la noche   pensaba en encontrarse en Lisboa, y si se encontrase en Lisboa pensaría en la carretera de Sintra. Que las cartas de amor son ridículas pero no escribirlas es más ridículo todavía. Ese desasosiego, ese querer ser siempre otra cosa, lo señala. Vemos a un tipo inquieto que jadea con nosotros. Y el fingidor finge con sinceridad. Como aquel personaje de Villiers de l’Isle Adam, que solo interpretaba papeles y estaba angustiado porque no sabía qué sentía de verdad. Pero esa angustia era su sentimiento.

        Era como un fantasma de los libros o del lenguaje. Habría que buscarlo en mitad de sus textos o de sus nombres inventados. Hay que mirar ese rostro despistado, que parece no hacer caso de nada, perdido en pensamientos y en elucubraciones, en las fotos que aparecen en el restaurante Martiño da Arcada, cerca de la Plaza del Comercio. Pero al final está hecho de una pasta saudosa, siempre tuvo nostalgia de sí mismo, y eso duele. Y uno acaba sintiendo que encajaría entre las pintadas cutres de la estación de tren de santa Apolonia  (soy Pichabrava y voy a asustar a todos los gilipollas de Lisboa) o entre las callejuelas canallas de la Alfama. Y hay algo de él en cualquier portugués que leer de manera interminable un periódico estilo sábana junto a un café interminable en cualquier cafetería portuguesa.

        Por eso al final barrunté quién era  en el café A Brasileira, en medio de todos los turistas  que no lo han leído: No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.

EDWARD LIMÓNOV: EL QUIJOTE RUSO QUE SINTIÓ LA LLAMADA A LA ACCIÓN

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por JUANDE MERCADO
       Es una obviedad que setenta años de comunismo no se entierran tan fácilmente como a los profetas del libre mercado les gustaría hacernos creer. Naomi Klein ya los retrató tal y como eran en su ya tristemente olvidado La doctrina del shock. En un lapso tan largo de tiempo (setenta años no es moco de pavo), los ciudadanos adquieren unos automatismos mentales y unos patrones de conducta que cuesta Dios y ayuda erosionar. Al igual que sucedió en España, donde de forma ignominiosa estuvimos cuarenta años bajo el yugo fascista de los vencedores de la guerra, la sociedad civil en Rusia sigue aún secuestrada por una autocracia putinesca disfrazada de democracia de mercado. Los “Órganos”, las fuerzas de seguridad del Estado, siguen conservando un poder omnímodo en este vasto país y cualquier espíritu libre que ha denunciado al Sistema o bien ha sido “invitado” a emigrar (acordémonos de la patada en el trasero del Politburó brezneviano a Solzhenitsyn) o bien ha sido asesinado en circunstancias sospechosas (A. Politkovskaya quizás es el caso más sangrante).

        Aunque hacerse un hombre en un régimen rancio y patético como el franquista no tuvo que ser nada edificante, sospecho que aún tuvo que ser peor crecer con la mística falsa de la patria del proletariado enarbolada durante los años de reinado de un sátrapa georgiano. Nuestro protagonista, Edward Limónov, tuvo la desgracia de nacer en Járkov en el lejano 1943, en plena II Guerra Mundial, hijo de un chequista, fiel servidor del régimen estalinista. Entre los muchos méritos que jalonan la trayectoria de un literato aventurero como Limónov, destacaría como su mayor logro la tenencia de una hoja de servicios digna del Kurtz de Coppola en un país tan gris y plomizo como tuvo que ser la Unión Soviética de la segunda mitad del siglo pasado. En un país en el que estaba prohibido exhibir una individualidad poderosa porque el propio régimen educaba a sus retoños en la obediencia ideológica debida, el caso de Limónov debería de estudiarse en las universidades como ya se hace con el caso Inditex en las escuelas de negocios.
LIMÓNOV: UN CORAZÓN SALVAJE EN EL PAÍS DE LOS SOVIETS
        Limónov, antes de convertirse en pandillero conflictivo adicto a las borracheras descomunales (alardeaba de beberse un litro de vodka en una hora), quiso emular a su padre chequista. Por suerte para él, sus problemas con la vista le impiden siquiera hacer las pruebas de acceso a los “Órganos”. Siendo adolescente, tiene bien claro que su objetivo en la vida es ser un verdadero hombre de acción y a tal empeño dedica todo su talento y energías. Para cumplir tal objetivo, se convierte en miembro de una pandilla de outsiders de extrarradio que le enseñan a robar, a emborracharse y a meter mano de forma baturra a toda chica que se ponga a tiro a la vez que comienza a escribir sus primeros versos, en las antípodas de la poesía rusa en boga muy dada a la vena sufriente-masoquista. A sus catorce añitos, su Ucrania natal se le queda pequeña y se va a vivir a Moscú con su primera pareja y, en poco tiempo, despunta dentro del mundillo underground moscovita. Un buscavidas osado como él tiene hambre de vida y éxitos y su poderosa personalidad es un imán para las mujeres. Si su primera pareja Anna es una “gorda desaliñada con problemas de equilibrio emocional” (según se puede leer en la biografía de Carrère), la segunda, Elena, es una diosa morena con un cuerpo espectacular, adicta al sexo, y con quien emigrará a Estados Unidos cuando sea expulsado del país. Al igual que ilustres literatos rusos como Solzhenitsyn o Brodsky, Limónov es “invitado” a salir del país. Tiene ese raro sentido del humor que le induce a medio ligarse a la nieta de Andrópov, jefe supremo del KGB, para que le chive datos del informe secreto sobre él y, naturalmente, el veredicto no deja lugar a dudas: “elemento antisocial, antisoviético convencido”.

UN PASEO CON LIMÓNOV POR EL LADO SALVAJE NEOYORQUINO
        Instalado en Nueva York con Elena el mismo año (1974) en que también es expulsado Solzhenitsyn, aparte de vivir ese momento irrepetible de eclosión musical y vital del Nueva York de aquella época, Limónov consigue un empleo en un periódico para emigrados rusos. Sin embargo, en poco tiempo, pierde el trabajo y su historia de amor con Elena se va al garete cuando descubre que esta le está siendo infiel. Es entonces cuando cae en un pozo de desesperación que le lleva a estar la mayor parte del tiempo ocioso y borracho (algo inconcebible en un hombre de acción como él) e, incluso, como si fuera una buena letra del Lou Reed del Transformer, prueba a mantener relaciones homosexuales con negros. Ese periplo de desorientación vital lo describirá con pelos y señales en su primera novela autobiográfica titulada Soy yo, Édichka que, recientemente, acaba de publicar Marbot Ediciones y que, en su edición francesa, fue titulada con el efectista El poeta ruso prefiere a los negrazos. Con posterioridad, su suerte cambia cuando conoce al ama de llaves de una mansión propiedad de un millonario que le ayuda a convertirse en mayordomo de la misma. Este episodio, profusamente contado en otra de sus novelas americanas que responde al nombre de Historia de un servidor es un pequeño tratado de picaresca en el que Limónov, convertido en amo y señor de la casa, se dedica a cultivar los placeres más exquisitos del capitalismo DSK (*): bebe las botellas de vino y fuma los puros de su señor sin recato alguno además de follarse entre sábanas de seda a toda jamelga americana que se le ponga a tiro.
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* Dominique Strauss-Kahn.

LIMÓNOV SE CONSAGRA COMO ESCRITOR EN FRANCIA
        Hastiado por no poder colocar ninguno de los libros escritos durante su periplo americano, Limónov atraviesa de nuevo el Atlántico y se establece en París gracias a los buenos oficios de su agente que maniobra para que le publiquen en francés Soy yo, Édichka. En el país galo, muy dado a la deificación de todo lo que es novedoso, se convierte en pocos años en una especie de literato punk que, aun no logrando grandes ventas de sus libros, es toda una celebridad para jóvenes escritores emergentes, entre ellos Carrère, quien ha escrito una biografía con notable éxito internacional. No obstante, Limónov, un nacionalisto ruso ultramontano, poco sentimental y firme apologeta del legado estalinista, vuelve a su país cuando se disuelve la Unión Soviética y allí, cual Pablo que cae del caballo, cambiará definitivamente su perfil: se convertirá en un activo agitador político relegando su faceta de escritor a un segundo plano.
LIMÓNOV: EL AGITADOR POLÍTICO AMANTE DE LAS CAUSAS PERDIDAS
         A principios de los noventa, un Limónov que roza la cuarentena, se convierte en aquello que siempre soñó y que las circunstancias de la vida aún no le habían permitido ser: un héroe romántico que busca desesperadamente la acción. No duda en apoyar al ala serbia ultranacionalista cuando estalla la guerra de Yugoslavia y se hace íntimo de un señor de la guerra como Arkan, un loco asesino demasiado parecido al protagonista de Underground de Kusturica. A su vuelta a Rusia, participa activamente en un golpe de Estado fallido contra Yeltsin, funda una revista underground llamada Limonka (“granada” en ruso) y funda también, junto a un filósofo fascista de salón llamado Duguin, el Partido Nacional Bolchevique. Este partido, una amalgama extraña de nostálgicos del comunismo con cierto discurso y postureo fascista y creadores de lemas tan penosos como “Stalin, Beria, Gulag” es con diferencia la creación limonevsca de más difícil digestión. Para seguir abonando el campo con más estiércol, también es hiriente que Limónov casi llevase a término una alianza con el populista fascista Zhirinovski para concurrir juntos en una de las últimas elecciones del siglo XX en Rusia.

          Parecía que no podía caer más bajo pero Limónov, un enamorado de Asia Central, una vez ilegalizado el Partido Nacional Bolchevique, se va a una casa aislada de un pueblo perdido de Kazajstán con otros compañeros de partido a hacer vida comunal. Aunque los servicios de seguridad rusos les caen pronto encima y los acusan de ser un grupo terrorista, en el registro del inmueble solo les pudieron incautar un par de escopetas de caza. No obstante, a Limónov le cae un año de prisión preventiva y cumple otros dos más de prisión antes de ser liberado.
¿POR QUÉ HAY QUE LEER A LIMÓNOV?
        En primer lugar, Limónov es el escritor ruso más “especial” que ha dado ese país en el último siglo. Si Shalámov y Solzhenitsyn son los escritores que denunciaron la gran estafa que fue el régimen soviético relatándonos las penosas condiciones de vida de los presos en los campos de trabajo forzados, Limónov, egocéntrico y romántico a partes iguales, es un verso libre que provoca su salida de un régimen opresivo por naturaleza para vivir su vida y, de paso, siempre en primera persona, ofrecérnosla mediante una obra tremendamente genuina e inclasificable. Un señor que ha conocido el Nueva York bohemio de finales de los setenta, un señor que ha sido un don nadie viviendo en hoteluchos para perdedores para, poco después, emerger y disfrutar de los máximos placeres que ofrece el capitalismo americano, un señor que ha ido cincelando su vida hasta convertirla en una obra de arte peculiar y excitante pero nunca acabada, que ha vivido la guerra de Yugoslavia en el frente y que ha intentado cambiar el rumbo político de su país mediante la acción política pura y dura (y, casi siempre, descabellada) es un señor que se merece un epitafio con letras de oro en su lápida. Aparte de su atractiva peripecia vital, no hay que olvidar que, al igual que hicieron Kerouac, Bukowski y muchos otros más, toda su obra es eminentemente autobiográfica y sus libros, aparte de entretenidos, son tiernos y salvajes al mismo tiempo, con el lenguaje directo y sencillo de las buenas canciones punk. Last  but not least, su escritura nos enseña lo mejor y lo peor de todas las vidas ejemplares que se precian de serlo: una narración a tumba abierta de una persona con claroscuros vitales y emocionales que no tiene miedo a mostrar lo más escabroso de sí mismo pero, a la vez, se jacta de poseer una individualidad poderosa, capaz de perseguir con valentía y temeridad todo lo que la vida ofrece pero que no todos se atreven a tomar.

       Un ruego. Al lector español se le debería de dar la oportunidad de conocer la obra de Limónov pero, desgraciadamente, como obra vendible solo tenemos el libro que, recientemente, ha publicado Marbot Ediciones. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, ya extinta, publicó dos de sus libros en la década de los noventa y, desde entonces, han pasado dos décadas de ominoso silencio. Que alguien repare ya esta injusticia, por favor.

ALGUNAS FUENTES FILOSÓFICAS EN LA NARRATIVA DE JORGE LUIS BORGES

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por VIOREL RUJEA
La idea de que el universo en que vivimos podría ser producto de una mente superior plantea, desde luego, graves e inquietantes interrogaciones, idea que constituye sujeto de meditación para las inteligencias más profundas de la humanidad, desde los más remotos tiempos hasta hoy. En función de la respuesta dada a esta pregunta esencial concerniente a la naturaleza del universo, tanto los creadores de los mitos fundamentales como los filósofos arquitectos de impresionantes edificios teóricos, se han agrupado en dos bandos opuestos, que se han enfrentado permanentemente a lo largo de las épocas históricas, es decir, los materialistas, que afirman la preeminencia de la materia y los idealistas, que afirman la preeminencia del espíritu. Nuestro análisis podría empezar desde cualquier momento de esta confrontación. Nos detenemos, empero, en el filósofo inglés del siglo XVIII George Berkeley (1685‑1753) por la simple razón de que tanto Borges como Bioy Casares fueron buenos conocedores y grandes admiradores de la obra de este filósofo.

Berkeley es conocido en la historia de la filosofía como autor de una célebre fórmula, convertida en aforismo, que expresa la esencia de su pensamiento: esse est percipi (“ser significa ser percibido”). Él expone y comenta ampliamente esta idea en escritos como Principles of Human Knowledge o Three dialogues between Hylas and Philonous. El primero de éstos parece haber sido pensado y redactado como una réplica directa, en el marco de una polémica más prolongada con el filósofo materialista francés Descartes, el fundador del racionalismo, el que había postulado la duda como método de pensamiento y como fundamento ontológico al mismo tiempo (dubito, ergo cogito; cogito, ergo sum). La intención polémica del filósofo inglés resulta claramente del fragmento que cita como preámbulo a su trabajo, fragmento en que Descartes se nos presenta como uno de los campeones del materialismo, precursor de la ideología ateísta, poniendo en tela de juicio la existencia de la divinidad misma. El concepto de “divinidad” podría ser —considera Descartes— una simple ilusión y Dios un simple “engañador” o “ilusionista” si rechazáramos la idea de la existencia objetiva de la materia. Haciendo una distinción clara entre los dos conceptos —materia o sustancia, de una parte y Dios, de otra parte— que percibe en términos de polaridades irreducibles, Descartes opta, desde luego, por el primero, por cuanto, conforme a su razonamiento, no exento de cierto sustrato irónico, Dios, en su infinita bondad no puede engañar a los humanos.
Partiendo de este fragmento cartesiano, Berkeley defiende y arguye repetidas veces la idea de que el mundo sensible no puede existir fuera de una percepción, que la existencia de este mundo consiste en ser percibido por una mente, sea humana o divina. Esta idea le parece al filósofo inglés muy evidente. Estamos plenamente habilitados a hablar —considera Berkeley— sobre “ideas de los sentidos” e “ideas de la imaginación”. Ellas son de la misma índole, distinguiéndose sólo por intensidad mayor o menor. Berkeley niega categóricamente la existencia objetiva de la materia, postulada por Descartes y por otros filósofos materialistas, sin que ello signifique, empero, una negación de la existencia real de las cosas. La única cuestión que se plantea es la concerniente al sujeto o el autor de esta percepción que constituye el soporte ontológico del mundo, al tratarse de una voluntad o espíritu superiores a los humanos. Para el obispo Berkeley, representante destacado de la Iglesia, ocupando un alto cargo en su jerarquía, no había más que una sola respuesta posible: el sujeto de la percepción mental no puede ser sino Dios, supremo espíritu en que todos nosotros vivimos y nos movemos y del cual recibimos nuestro ser, causa espiritual última, que está detrás de todas las cosas.

Berkeley desarrolla ampliamente la idea de Dios como Autor de esta eterna percepción que constituye el soporte ontológico del universo en otra obra, titulada Three Dialogues between Hylas and Philonous, obra didáctica, escrita según el modelo socrático de los diálogos, tan usado en la época medieval y renacentista. Partiendo de la premisa de que la mente humana, por definición limitada, no puede aspirar al rango de instancia óntica suprema, el autor postula —por boca de Philonous (“el que ama el espíritu”)— la necesidad de la existencia de una instancia superior, de un espíritu todopoderoso, apto para sostener mediante una percepción total y simultánea la existencia del Universo entero. Y este Espíritu, desde luego, no puede ser sino una entidad que tenga todos los atributos el Creador Supremo, es decir, Dios (sabiduría, poder, bondad). Para el filósofo inglés está fuera de cualquier duda el hecho de que las cosas sensibles no pueden existir de otra manera sino por ser percibidas por la omnipresente, eterna e infinita mente de Dios. Berkeley no descarta la realidad de las cosas, como lo acusan los materialistas, sino tan sólo su existencia absoluta, fuera de la percepción divina. La segunda idea es la de que entre las cosas sensibles (o las ideas percibidas por los sentidos, como las llama él) y las ideas de la imaginación (las creaciones del imaginario fantástico, como las llamaríamos nosotros hoy), no existe una distinción de esencia sino sólo de intensidad. En lo que concierne a la relación entre las cosas sensibles y la mente humana, Berkeley considera que la existencia propiamente dicha de las cosas está en estrecha relación con la aparición, por decreto divino, de una inteligencia capaz de percibirlos y de proyectarlos instantáneamente, poniendo así el signo de igualdad entre percepción y proyección mental.

Por tanto, no creemos que fuese extremadamente azarosa la hipótesis conforme a la cual Berkeley coloca el signo de igualdad-identidad entre los dos tipos de percepción, la sensorial y la mental o imaginativa, por cuanto el Ser Supremo percibe el mundo sensible no a través de los sentidos sino a través de la mente, de la razón. Y la percepción mental supone, al mismo tiempo, proyección mental, ya que las cosas reciben su ser mediante el esfuerzo mental de ese Ser, indiferentemente de su naturaleza, sea racional, imaginativa o simplemente —como consideran desde los tiempos más antiguos algunos poetas filósofos— onírica.
Los filósofos idealistas del período siguiente continúan la línea de pensamiento de Berkeley, el más importante de ellos —y el más cercano a la vez— es Schopenhauer, que, a su vez, considera el mundo como inexistente fuera del esfuerzo volitivo y representacional de un sujeto. Borges considera al filósofo alemán como su primer maestro.

Más cerca de nuestros días, el psicólogo suizo Carl Gustav Jung, sugiere la posibilidad propia de la mente humana de efectuar proyecciones mentales al hablar, por ejemplo, de la capacidad que tenían los primitivos de objetivar sus pensamientos (una habilidad que el hombre moderno ha perdido). Basándose en las investigaciones de antropólogos y filósofos de las religiones, Jung considera que los primitivos se beneficiaban de la extraordinaria ventaja de un “imaginario” autónomo, ventaja conferida en el plano de la percepción y conocimiento del mundo por su psiquismo diferente.

La idea de la preeminencia o, por lo menos, de la autonomía, en el pensamiento primitivo de lo imaginario frente a lo sensorial es utilizada ampliamente por Jung como argumento a favor de su célebre tesis del inconsciente colectivo y la existencia de un juego universal de arquetipos, aun cuando reconoce el estatuto ontológico relativamente precario de tales fenómenos.

A pesar de las reticencias, el psicólogo suizo afirma, sin lugar a dudas, su creencia en la realidad del mundo imaginario surgido del inconsciente, no sólo en relación con los contenidos de la conciencia pero incluso en relación con lo que Berkeley llamaba “cosas sensibles”, entre los dos mundos, el inconsciente-imaginario y el consciente-sensible pudiendo existir —por muy paradójico que pareciera— una relación de igualdad, cuando no incluso de superioridad de aquél frente a éste: Por razones concernientes a la experiencia, debo decir, sin embargo, que, en relación con la actividad de nuestra conciencia, los contenidos del inconsciente reivindican, debido a su tenacidad y persistencia, tanta realidad cuanta tienen también las cosas reales del mundo de fuera, aunque tales pretensiones aparecen totalmente inverosímiles para una mentalidad dirigida preeminentemente hacia lo exterior. No debemos olvidar que han existido siempre numerosos hombres para los cuales los contenidos del inconsciente han tenido un grado mayor de realidad que las cosas del mundo exterior. La investigación profundizada del psíquico humano aclara, indudablemente, el hecho de que ambas realidades ejercen sobre la actividad consciente un influjo igual de intenso, de modo que desde el punto de vista psicológico y por razones puramente empíricas, tenemos el derecho de tratar los contenidos del inconsciente como si fueran igual de reales que las cosas del mundo exterior, aun cuando las dos realidades se contradicen y parecen ser completamente diferentes en su esencia. [Psychologische Typen, 1942]

Estos contenidos, que Jung llama a veces “estructuras arquetípicas”, otras veces “engramas funcionales”, constituyen la base de la actividad psíquica del ser humano, siendo los que —más allá de las diferencias de raza, edad o época histórica— unen a los humanos debido a su universalidad (la universalidad constituye su característica fundamental).

Las proyecciones mentales, como producto de la fantasía o de la imaginación, van en estrecha relación —en la concepción de Jung— con la dinámica y el modo de funcionamiento del inconsciente, a los que él describe —siguiendo las huellas de su maestro Freud— como si fueran determinados por la actividad de una cantidad de energía psíquico denominada libido.

Así, por ejemplo, los arquetipos anima y animus, es decir, la imagen obsesionante de la cara femenina, respectivamente de la masculina, aparecen —piensa Jung— como consecuencia de una proyección mental de la imagen del alma. Siguiendo las huellas de los filósofos neoplatónicos del Renacimiento, él afirma lo siguiente: En lo real, el soporte más adecuado para la imagen del alma de un varón, en virtud de la calidad femenina de su alma, es una mujer, y, a la inversa, par una mujer, un varón. Siembre, ahí donde existe una relación inevitable, de efecto, por decir así mágico entre los sexos, nos hallamos en presencia de una proyección de la imagen del alma. Dado que estas relaciones son frecuentes, es probable que el alma sea también frecuentemente inconsciente, es decir deben ser numerosos los hombres que no tienen la conciencia de la actitud que adoptan ante los procesos psíquicos interiores. Al ser la inconsciencia siempre acompañada por una identificación correspondiente con persona, dicha identificación debe ser también frecuente. Lo cual se produce realmente, una vez que numerosas personas se identifican de manera tan completa con su actitud exterior, que dejan de guardar relación alguna consciente con sus procesos interiores.
Por tanto, esta proyección espiritual pertenecería a la normalidad, una vez que su ausencia lleva a la manifestación de una psicopatología comportamental con consecuencias inesperadas para el individuo. De todos modos, se produce también la situación inversa: La imagen del alma no se proyecta, sino que permanece en el sujeto, éste se identifica, así, con la propia alma en la medida en que está convencido de que su modo de comportarse frente a sus propios procesos interiores representa su carácter único y real. En este caso, como consecuencia de su estado de conciencia, la persona está proyectada, y lo está sobre un objeto del mismo sexo. Es la base de numerosos casos de homosexualidad manifiesta o latente, o de transferencia paterna en hombres, respectivamente materna en mujeres. Tales transferencias afectan siempre a la gente con adaptación exterior deficiente y con una relativa falta de relaciones, pues la identificación con el alma engendra una actitud que se orienta predominantemente en función de la percepción de los procesos interiores, lo cual quita al objeto su influjo determinante.

De modo que la proyección mental de la imagen del alma es, según Jung, un proceso necesario para el desarrollo normal y armonioso de la personalidad. Si la imagen del alma está proyectada, surge una relación afectiva incondicional con el objeto. Si no está proyectada, surge un estado de relativa no adaptación, que Freud llama narcisismo. La proyección de la imagen del alma exime de la preocupación relacionada a los procesos interiores mientras el comportamiento del objeto concuerda con la imagen del alma. El sujeto está situado, de este modo, en la postura de vivir y desarrollar a continuación su propia persona. En el tiempo, el objeto, empero, apenas si estará capaz de corresponder siempre a las exigencias de la imagen del alma, aunque existen mujeres que consiguen, en detrimento de su propia vida desempeñar en relación con sus maridos, el papel de la imagen del alma. La misma cosa la puede hacer, inconscientemente, un varón por su mujer, pero en tal caso aquél estará determinado a cometer acciones que superan sus capacidades, tanto en lo bueno como en lo malo. Él también es ayudado por su instinto biológico masculino.

Si la imagen del alma no está proyectada, surge con el tiempo una diferenciación directamente patológica en las relaciones con el inconsciente. El sujeto es inundado en medida cada vez mayor por los contenidos inconscientes que no puede ni  utilizar ni tampoco reelaborar de alguna manera, a causa de su relación defectuosa con el objeto. 

Al comentar a Meister Eckhart, uno de los mayores autores místicos alemanes de la Edad Media, Jung considera que el mundo podría ser una proyección mental instintual, por tanto involuntaria o inconsciente de Dios. La idea de relatividad de Dios aparece expresada por el hecho de que el hombre y Dios no pueden existir uno sin otro, ellos se proyectan con reciprocidad mentalmente.

Siguiendo las huellas de Meister Eckhart, otro autor, Silesius, ha conseguido comunicarnos en estrofas breves, conmovedoras y profundas la misma idea de relatividad de Dios:

 
Yo sé que sin mí Dios no puede vivir ni un momento.
Si yo perezco, él también está obligado a perecer.
Un gusano Dios no lo puede hacer sin mí;
si yo no lo cuido con Él, ese perecerá.

 
Dios me es Dios y hombre; yo le soy a Él hombre y Dios,
Yo aplaco su sed. Él me libra de mis cuidados.

 
La Reforma —concluye Jung— ha alejado en gran medida a la Iglesia, mediadora de la Salvación y ha restablecido la relación personal con Dios. Este mérito es, lamentablemente, contrarrestado, paliado, aniquilado por lo que Ioan Petru Culianu llama “la censura del imaginario”, es decir, las medidas represivas que tanto la Reforma como su opuesto, la Contrarreforma, han puesto en movimiento desencadenando la vasta operación conocida con el nombre de “caza de brujas”. Esta censura consigue eliminar las «ciencias» fundadas en el control del imaginario, sobre todo el eros fantástico, el Arte de la memoria y la magia, de modo que la ofensiva victoriosa de la Reforma contra lo imaginario acaba destruyendo la cultura del Renacimiento [Culianu, Eros şi Magie în Renaştere, 1999]. La Reforma y la Contrarreforma, afirma el teórico rumano, han actuado, en realidad, de manera unitaria, en el mismo sentido, distinguiéndose sólo en aspectos no esenciales.
Este momento ha significado un importante cambio de rumbo en la evolución de la humanidad, por cuanto la censura del imaginario y el rechazo en bloque de la cultura de la época fantástica ejercitada por los medios cristianos rigoristas llevan a una modificación radical de la imaginación humana. El imaginario es visto por Culianu, igual que su precursor y maestro Mircea Eliade, como un espacio sagrado teniendo un papel determinante en el destino de la humanidad. El imaginario es el depósito de una energía psíquica de una fuerza inigualable, que, si es dominada, confiere al sujeto que la posee —sea brujo, chamán, mágico, fundador de religiones o simple artista, poeta, escritor— poderes insospechados, entre los cuales está el poder de manipular, controlar por medio de proyecciones y materializaciones fantasmáticas, las mentes de los demás mortales. Incluso existen métodos de manipulación de las masas y de los individuos. Estos métodos están descritos por Giordano Bruno, el gran filósofo del Renacimiento, que Culianu comenta en el tratado titulado ‘De vinculis’ y estos métodos parecen tener como fundamento que entre las creaciones imaginarias y los objetos del mundo físico material no existe una diferencia de esencia sino tan sólo de intensidad de la percepción. De modo que, al considerar el sueño sólo como uno de los múltiples aspectos de la producción fantasmática, Culianu afirma que el cerebro del hombre no es capaz de distinguir directamente las informaciones oníricas de las transmitidas por medio de los sentidos, lo imaginario de lo tangible. Para Bruno, dice el filósofo rumano, no existe más que una sola verdad y es: todo es manipulable, no existe absolutamente nadie que pueda escapar de las relaciones inter subjetivas. La teología misma, la fe cristiana y cualquier otra fe no son más que determinadas convicciones de la masa instauradas por medio de operaciones de magia. Existe, empero, una condición indispensable para la posibilidad de manipulación, señalada repetidas veces por Bruno, es decir, la fe: No existe operario —mágico, médico o profeta— que pueda llevar a cabo algo sin encontrar una fe previa en el sujeto. La fe es el vínculo mayor, el vínculo de los vínculos [vinculum vinculorum]. Notemos, de paso, que los famosos arquetipos de Jung no son, ellos tampoco, en la concepción de Culianu, más que unas categorías preformativas de la producción fantástica, que se fundan en buena medida en las analogías entre las fantasías de los pacientes y el repertorio mítico-mágico de la humanidad. La distinción fundamental entre el brujo, el mágico y el enfermo psíquico consiste en el hecho de que el brujo utiliza estupefacientes alucinógenos para forzar la experiencia de una realidad distinta de la consuetudinaria; el enfermo psíquico es transportado contra su voluntad en medio de sus fantasmas. Sólo el mágico utiliza técnicas totalmente conscientes para invocar y mandar a sus espíritus auxiliares. En su caso, la invención de un demonio equivale a su entrada a la existencia. Por tanto —concluye Culianu— sólo existen dos tipos de operadores de fantasmas: los que han sido invadidos por la producción inconsciente y sólo a duras penas han conseguido poner orden en la misma; y aquéllos cuya actividad ha sido enteramente consciente, consistiendo en la invención de unos fantasmas nemotécnicos a los que han prestado una existencia autónoma.

La idea de existencia autónoma de los fantasmas nemotécnicos es muy importante para nuestra demostración, por cuanto se trata de una teoría y práctica que han venido imponiéndose en la conciencia y la terminología crítica que el posmodernismo ha recogido y heredado del modernismo. Como se sabe, estamos acostumbrados a separar con una frontera infranqueable las cosas del mundo sensible, material, objetivo, de las llamadas “producciones” o “creaciones” del espíritu o de la imaginación. Estas últimas pueden pertenecer a distintos dominios del arte (literatura, pintura, escultura, o, más recientemente, fotografía, cine, artes visuales, etc.); pueden, asimismo, pertenecer a la imaginación milenaria, ancestral, expresada y reflejada en mitos, dogmas religiosos, incluso, como diría Borges, en doctos tratados filosóficos; finalmente, pueden pertenecer a la imaginación individual, de cada uno de nosotros, pues la mayor parte de los mortales otorga la primacía a un pensamiento en imágenes, en detrimento del pensamiento lógico, conceptual. La pregunta que plantearon algunos de los filósofos contemporáneos es la concerniente al estatuto ontológico de estos objetos y seres imaginarios, ficticios. Y la respuesta dada parece ser una paradójica, pero que se inscribe de una manera muy normal en el área de comprensión del realismo fantástico, y es que aquéllos —los objetos y personajes ficticios— existen en la realidad objetiva, a nuestro lado, sólo que a otro nivel existencial, en un universo paralelo o en otra dimensión de nuestro propio mundo.
Recogiendo la idea de Culianu, podemos interrogarnos a qué categoría pertenece el escritor como productor de fantasmas y podríamos contestar que a la segunda categoría, asimilándose así al mágico por el hecho de que no se deja dominar o aniquilar por los fantasmas del propio inconsciente —o consciente— sino que sabe domeñarlos, darles vida proyectándolos mentalmente en aquel universo imaginario y sin embargo, al parecer, muy real, antes mencionado. La autonomía de los personajes literarios sería, por tanto, una consecuencia inevitable de la actividad del escritor, como producción de fantasmas. Una vez salidos de la mente del autor, ellos adquieren existencia real, autónoma, material y actúan inconscientemente. El problema fundamental es el de la relación que se establece entre ese mundo ficcional y el mundo en que vivimos los seres “reales”, al que estamos acostumbrados a considerar “real”, material y objetivo, es decir, si entre los dos mundos existe una relación de incomunicabilidad total y absoluta —al estar separados por barreras trascendentales— o, al contrario, son posibles, en ciertas circunstancias, relaciones de comunicación. A partir del modernismo, un número cada vez mayor de pensadores están propensos, paradójicamente, a aceptar la segunda variante, así que el autor recurre a toda una serie de procedimientos de tipo barroco para crear un extraordinario juego de ilusiones y fantasmagorías, para hacernos creer y ver cómo los personajes parece que cobran vida, se salen de las páginas del libro y se enfrentan al autor, luchan por una existencia y un estatuto autónomo e incluso llegan a conquistarlo, desde luego dentro de ciertos límites, determinados por el orgullo demiúrgico del artista. Así pasa, por ejemplo, con escritores —representantes destacados del modernismo— como Unamuno o Pirandello.

En el libro antes citado Culianu dedica un capítulo entero al estudio de los demonios y de la demonología en el Renacimiento. Inscribiéndose en la misma corriente de ideas que afirma la existencia objetiva de los fantasmas del imaginario, escribe que los espíritus son fantasmas que adquieren una existencia autónoma mediante una práctica de visualización que está muy emparentada con el Arte de la Memoria. Los personajes autónomos, de tipo unamuniano o pirandelliano y, por extensión, todos los personajes ficticios, podrían ser, por tanto, considerados espíritus, demonios o fantasmas habitando libremente en la “naturaleza” (conforme a la concepción de los filósofos del Renacimiento) o, conforme a la dicotomía impuesta por el pensamiento neopositivista moderno, en otro nivel existencial, en un universo cuadri o pluridimensional. En lo que concierne a la fuente de procedencia de estos fantasmas, Culianu considera que no puede ser sino una sola: la actividad psíquica del ser humano, manifestándose, como hemos visto, a través de toda una serie de fenómenos (imaginación, sueños, producción artística, etc). Es indudable —escribe el filósofo rumano— que los espíritus que imponen su presencia proceden del inconsciente; los demás, empero, que son inventados, ¿de dónde proceden?. Y contesta él mismo: La fuente de éstos es la misma, puesto que los modelos, transmitidos mediante la tradición, aparecieron antaño en la fantasía de otro operador. El mágico o el brujo del Renacimiento se entera de la existencia de los mismos en los manuales de alta magia, tales como la Stenographia del abad Trithemius o la filosofía oculta de su discípulo Cornelius Agrippa, o en los manuales de magia negra. Para infundir vida a esas entidades el mago las invoca mediante talismanes u otros accesorios específicos de su arte.

La analogía entre el mágico y el escritor es, por tanto, a la luz de lo expuesto por Culianu, evidente. Tanto el uno como el otro son productores de fantasmas (seres o cosas inanimadas) que, en ciertas circunstancias, en situaciones extremadas, llegan a adquirir estatuto de autonomía, liberándose de la tutela del escritor e invadiendo, hasta cierto punto, el mundo objetivo, físico por el hecho de que tienen la posibilidad de imponerse también a la conciencia de personas ajenas.

Viajes al mundo del más allá es el libro en que Culianu insiste repetidas veces en la idea del universo como espacio mental. Así, las visiones y viajes a otros mundos —un tema antiguo de la mitología universal y de todas las religiones y creencias de la humanidad— tienen todas, afirma el autor, un denominador común: Los universos explorados son universos mentales. En otras palabras, la realidad de los mismos está en la mente del explorador. Lamentablemente, ningún enfoque psicológico parece ser capaz de ofrecernos una comprensión suficiente de lo que es la mente en realidad y, sobre todo, de lo que es y dónde se encuentra el espacio mental. La localización y las propiedades del espacio mental son, probablemente los más incitantes enigmas a los que se enfrentaron los hombres; y después de que dos oscuros siglos de positivismo han intentado explicarlos llamándolos ficticios, ellos volvieron con más fuerza que nunca, con la aparición de la cibernética y de los ordenadores. En el más puro espíritu berkeleyano, idealista y posmodernista a la vez, Culianu destaca la interdependencia entre el espacio mental y el mundo que percibimos como fuera de nosotros: El mundo exterior no podría existir sin el universo mental que lo percibe, y en cambio el universo mental presta sus imágenes de las percepciones. El mundo como creación de la mente es una idea antigua, perteneciendo a creencias milenarias de la humanidad, a la que encontramos, por ejemplo, en el budismo tibetano. Así, en El libro de los muertos se dice que:

 
1. El sueño es creación mental.
2. El mundo circundante es sueño, por tanto creación mental también.
3. Bardo es, también, sueño y, por tanto, creación mental.
El tema del mundo como proyección mental aparece incluso en algunas obras de ficción de Culianu. Así, en un cuento titulado ‘El orden secreto’ el autor rumano narra la historia de un oscuro profeta herético, Juan de Capadocia, que consideraba el mundo como un vasto proceso mental en el cual todas las mentes humanas son parte de una mente universal, proyectada para pensar todos los pensamientos posibles. Cuando todas las permutaciones habrán sido agotadas, el universo llegará a su fin.

La idea de que el universo que nosotros concebimos como objetivo, real y material pudiera ser una proyección de una mente, sea divina o suprahumana, no le es ajena tampoco a Cortázar, que enmarca esta idea en el conjunto más amplio de las concepciones y convicciones que conforman el fundamento ideológico de la mayoría de sus obras, pero también de su visión personal sobre el mundo y la vida. Así, siguiendo las huellas de Borges, la apología del cuento de reducidas dimensiones, él menciona el hecho de que el autor hubiera podido ser uno de los personajes del cuento (de ahí su preferencia por la narración en primera persona, en la que narrador y personaje se superponen y se confunden a veces). Situándose en una línea que continúa el modernismo, Cortázar recoge, de hecho, un tema extremadamente difundido en los autores perteneciendo a la corriente decadentista de finales del siglo XIX y principios del XX, presente en toda una serie de autores, no sólo españoles sino también de otras literaturas. Se trata de escritores muy conocidos, como el español Unamuno o el italiano Pirandello, entre los que existen evidentes paralelismos y afinidades electivas. Hablamos, en primer lugar, de la conocida teoría, promovida por ambos, tanto en los escritos teóricos como en novelas, cuentos o piezas teatrales, conforme a la cual el autor y sus personajes se sitúan por lo menos al mismo nivel ontológico; es decir, ellos consideran que los personajes imaginados por el autor, brotados de su mente, frutos o “hijos espirituales”, como decía Unamuno, poseen un estatuto ontológico por lo menos igual, cuando no superior al de su autor. Los personajes cobran vida, se convierten en independientes, autónomos, autárquicos, salen en busca del autor, polemizan, discuten, riñen, pelean con él, llegando hasta un conflicto abierto, luchando sin tregua por obtener plena supremacía. El que ha sido considerado, a justa razón, el paradójico Unamuno, va aún más lejos cuando afirma, implícita y explícitamente, que los llamados “personajes literarios” son seres vivos, de carne y hueso, dotados con voluntad y temperamento propios, situándose incluso en un nivel ontológico superior al hombre normal y, en ocasiones, superior a su propio creador, al autor que los había inventado mediante la fuerza de su imaginación. Lo afirma Unamuno repetidas veces, explícitamente, en célebres ensayos como Vida de Don Quijote y Sancho, libro fundado en la idea de que los personajes cervantinos fueron —y siguen siendo—, a diferencia de su inventor, inmortales. Por tanto, nos enfrentamos, en el caso de Unamuno, a una degradación en plano óntico del autor, frente a los personajes inventados por él. Éstos disfrutan de un porcentaje mucho más alto de plenitud vital una vez que son inmortales, perpetuando su existencia a través de la conciencia de miles de lectores. Mientras que, en el caso del autor, el riesgo de caer en el olvido, por tanto de perecer, de morir definitivamente, es mucho mayor, siendo su única oportunidad de sobrevivir asegurada exactamente por estos “hijos espirituales”.

Cortázar, a su vez, continuando la misma idea, afirma y confirma en términos semejantes la dignidad y el estatuto ontológico superior de los seres ficticios, injustamente considerados larvales, brotados de la mente de un autor. Él nos habla de la proyección de las criaturas ficticias hacia una condición que les ofrezca una existencia universal, aunque, quizás demasiado influido por algunas lecturas psicoanalíticas, así como por ciertas doctrinas religiosas orientales, el autor argentino confiere un matiz psicologizante e incluso místico-religioso a sus afirmaciones, en la medida en que concede que el proceso de elaboración del cuento breve está estrechamente relacionado a la necesidad, casi biológica, que el artista resiente de librarse de ciertas obsesiones mediante una especie de exorcización u objetivación de las mismas: Un verso admirable de Pablo Neruda: mis criaturas nacen de un largo rechazo, me parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que, paradójicamente les da existencia universal. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esta polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola [Julio Cortázar, Final del juego].
Helo, pues, al escritor, convertido en exorcista de sus propios demonios o taumaturgo, una especie de medicine man que se libera a sí mismo primero, después al lector ocasional, ambos poseídos por obsesiones como por demonios, al cabo de un sostenido esfuerzo catártico y este proceso de exorcización, de objetivación, constituye la sustancia, la esencia y, en última instancia, el valor artístico imperecedero de la obra artística: Este rasgo común no se lograría sin las condiciones y la atmósfera que acompañan al exorcismo. Pretender librarse de criaturas obsesionantes a base de mera técnica narrativa puede quizá dar un cuento, pero al faltar la polarización esencial, el rechazo catártico, el resultado catártico, el resultado literario será precisamente eso, literario; al cuento le faltará la atmósfera que ningún análisis estilístico lograría explicar, el aura que pervive en el relato y poseerá al lector como había poseído, en el otro extremo del puente, al autor.

Lo que Cortázar nombra polarización esencial podría ponerse en relación con lo que otros autores, filósofos, historiadores de las religiones, antropólogos del tipo de los comentados anteriormente, han nombrado proyección mental. Incluso vemos que la idea de posesión vuelve casi obsesionadamente en este breve pero extremadamente condensado texto cortazariano. El autor parece delimitarse, sin embargo, aun cuando no en términos demasiado categóricos, de la asociación del proceso de creación literaria a cualquier tipo de ritual o manipulación con efecto mágico: Un cuentista eficaz puede escribir relatos literariamente válidos, pero si alguna vez ha pasado por la experiencia de librarse de un cuento como quien se quita de encima una alimaña, sabrá la diferencia que hay entre posesión y cocina literaria.

Así, la verdadera y gran narración, considera Cortázar, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea. De ese cuento se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación. El autor de tales cuentos, a su vez, pasó por una experiencia todavía más extenuante y la tensión del cuento nació de esa eliminación fulgurante de ideas intermedias, de etapas preparatorias, de toda la retórica literaria deliberada, puesto que había en juego una operación en alguna medida fatal que no toleraba pérdida de tiempo.

La célebre fórmula que comprende y sintetiza el pensamiento filosófico orteguiano, de procedencia vitalista y perspectivista (“yo soy yo y mi circunstancia”) viene a ser, en la concepción de Cortázar, demasiado estrecha, insuficiente, como de hecho cualquier otra doctrina filosófica o considerada científica y racionalista, para abarcar la cuasi infinita gama de aspectos de nuestra multifacética y misteriosa realidad. En esa fórmula no cabe, por ejemplo, el mundo fantástico ingeniado por un poeta. Cortázar da como ejemplo, primero a Edgar Allan Poe, cuya obra admiró y tradujo, para después recurrir a su propia experiencia de escritor: apelo entonces a mi propia situación de cuentista y veo a un hombre relativamente feliz y cotidiano que lee el periódico y se enamora y se va al teatro y de pronto, instantáneamente, en un viaje en el subte, en un café, en un sueño deja de ser él‑y‑su‑circunstancia y sin razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y a respirar hondo, es un cuento, una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin pero ya un cuento, algo que solamente puede ser un cuento y además en seguida, inmediatamente este hombre meterá una hoja de papel en la máquina y empezará a escribir aunque sus jefes y las Naciones Unidas en pleno le caigan por las orejas, aunque su mujer lo llame porque se está enfriando la sopa, aunque ocurran cosas tremendas en el mundo y haya que escuchar las informaciones radiales o bañarse o telefonear a los amigos. El estado anímico que atraviesa el autor es, a la hora de escribir el cuento, uno inefable, semejante al éxtasis místico, un estado que supone una especie de coincidentia oppositorum en plano mental y sentimental, a lo largo de un trayecto espiritual y creacional que va desde la confusión a la claridad, desde el caos hacia el cosmos: hay la angustia y la ansiedad y la maravilla, porque también las sensaciones y los sentimientos se contradicen en esos momentos, escribir un cuento así es simultáneamente terrible y maravilloso, hay una desesperación exaltante, una exaltación desesperada. La actividad de creación, afirma Cortázar, no supone, en realidad, ni el más mínimo esfuerzo, al transformarse el autor en una especie de instrumento hallado a disposición de unas fuerzas extrañas, independientes de su voluntad, que lo manipulan: Escribir un cuento así no da ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocurrido antes y ese antes es el que ha provocado la obsesión. Y por eso, porque todo está decidido en una región que diurnamente me es ajena, sé que puedo escribir sin detenerme, viendo presentarse y sucederse los episodios, y que el desenlace está tan incluido en el coagulo inicial como el punto de partida. Por consiguiente, el hilo de la acción se le revela al autor descrito por Cortázar a lo largo de la elaboración del texto, exactamente mientras trabaja con su máquina de escribir, de modo que, cosa extraña, el autor no conoce de antemano ni como evolucionará la narración, ni el final de la misma; narración, intriga, son elementos que se desenvuelven semejante a un ovillo que conduce al autor hacia la salida del laberinto del texto, o, tal vez, hacia su centro, por cuanto el ovillo se deshace como una madeja que se desovilla a medida que tiramos. De ahí la tendencia, que pareció a ciertos críticos por lo menos exagerada por falsa modestia, de crear la impresión de un autor con pocos méritos en plano de la creación o incluso, paradójicamente, con ninguno, una vez que dicha creación no necesitó ningún esfuerzo. Siguiendo a Unamuno, Cortázar disminuye, por tanto, el papel y la importancia del escritor en la elaboración del texto, como si éste se escribiera solo o hubiera sido dictado por alguna voz misteriosa: la verdad es que en mis cuentos no hay el menor mérito literario, el menor esfuerzo. Y, a continuación, otra afirmación, igual de chocante, pero no menos reveladora, que sitúa a Cortázar en la familia espiritual de los herederos del modernismo como defensor del misterio existencial, afirmación muy semejante, en su espíritu y letra, a un conocido verso del célebre poeta rumano Lucian Blaga: Yo no destruyo la corola de maravillas del mundo.
El artista imaginado por Cortázar se sitúa, por tanto, muy lejos del postulado clásico del mímesis aristotélico; él no elabora su texto en el registro mimético-realista, no imita la realidad, ni siquiera la re-crea a través de una selección más o menos rigurosa de elementos perteneciendo al mundo objetivo. El artista, semejante al mágico renacentista, sobre el que con tanto entusiasmo y convicción escribe Culianu, hace más que eso: crea o, quizás, descubre, no se sabe cómo, una nueva realidad, una supra o hiper realidad, mundos nuevos, objetos, seres inexistentes o desconocidos antes y que, mediante su esfuerzo mental acceden a un nivel ontológico superior, saliendo del limbo o de la niebla de su existencia larval. Dónde han preexistido (si han preexistido) estos mundos, seres, objetos antes de ser descubiertos por el autor y llevados a la conciencia del lector y qué pasa con ellos después de haber sido descubiertos —es decir, creados o proyectados mentalmente— es un problema que supera los límites de un simple estudio filológico, entrando en la del realismo mágico, objeto de estudio para la filosofía o, quizás para las ciencias, aún no inventadas, del porvenir.

La opinión que Cortázar expresa en lo relativo al estatuto del artista y del arte, tal como resulta de estas consideraciones suyas, recogidas bajo el título Liminar, se asemejen en muchos aspectos con la que los autores y teóricos del Renacimiento, así como algunos filósofos de procedencia romántica, tales como Schopenhauer, proponían, en su tiempo, para definir el concepto de genio y que consiste en acentuar la idea de anormalidad (en sentido positivo, desde luego, el genio situándose no en el límite de abajo sino en el de arriba de la normalidad) análogo al concepto más moderno de estado alterado de la conciencia: La génesis del cuento y del poema es sin embargo la misma, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen «normal» de la conciencia. Los cuentos escritos de este modo son, igual que ciertos poemas inmortales, criaturas vivientes que respiran y comunican directamente con el lector, sin necesidad de una intervención autoral. Y los personajes serán, como los ingeniados por Unamuno y Pirandello, criaturas autónomas, dotadas de voluntad y poder de accionar propio: el poeta y el narrador urden criaturas autónomas, objetos de conducta imprevisible, y sus consecuencias ocasionales en los lectores no se diferencian esencialmente de las que tienen para el autor.

El estatuto ontológico de los seres ficcionales parece ser uno de los problemas más ardientes y que han preocupado las mentes de muchos investigadores en los últimos años. Uno de ellos es Toma Pavel que, en un conocido libro titulado Mundos ficcionales hace un breve resumen histórico de este discutido problema, descubriendo dos concepciones que han venido perfilándose, dividiendo a sus autores en dos bandos adversos: la concepción segregacionista y la concepción integracionista. La primera caracteriza el contenido de los textos ficcionales como pura imaginación, sin valor de verdad; sus adversarios adoptan una concepción integracionista, tolerante, defendiendo que no se puede consignar ninguna diferencia ontológica real entre las descripciones ficcionales y las no-ficcionales del mundo real. Los integracionistas, especialmente los que pertenecen a la corriente convencionalista, motivados al parecer por la confianza ilimitada en la ponderación ontológica del discurso ficcional, afirman que M. Pickwick disfruta de una existencia igual de sustancial como el sol o como Inglaterra en 1827 [Toma Pavel, Lumi ficţionale]. Los objetos ficcionales están definidos como meinongianos (término derivado del nombre de Alexis Meinong), al disfrutar ellos, en relación con los reales, de un estatuto aparentemente paradójico y discriminatorio disminuyente al mismo tiempo, al tratarse de objetos que son existentes pero no existen. Sólo los objetos reales poseen tanto las propiedades plenas como las atenuadas de existir y ser existentes. El caso de los seres ficcionales supone una extensión de la ontología hacia dominios situados más allá de los limites de la realidad tangible. Ser existente sin existir es una propiedad sofisticada, poseída también por las entidades matemáticas, los monumentos arquitecturales no financiados, por las emanaciones espirituales de los sistemas gnósticos, por los personajes ficcionales.

A diferencia de Culianu y de otros autores modernistas o posmodernistas, Toma Pavel cree que los seres ficcionales, como entidades no-empíricas —es decir, situadas más allá de los límites y posibilidades de la experiencia sensible— no pueden ser un buen día admitidos al mundo real, tal como pueden serlo los proyectos no realizados y las utopías. Se trata, pues, de postular uno o varios mundos posibles y de establecer el grado de accesibilidad de los mismos desde nuestro mundo. Aristóteles, con su conocida teoría sobre el mímesis y la tarea del artista, no está lejos de esta idea cuando sostiene que no es el deber del poeta decir lo que ha pasado, sino qué cosas pasarían, en función de la posibilidad y la necesidad. Uno de los filósofos más conocidos que han estudiado la lógica de los mundos posibles fue Leibniz, conforme al cual las proposiciones que son verdaderas no sólo en el mundo actual, sino en todos los mundos posibles, se llamarán verdades necesarias; al revés, una proposición es posible en nuestro mundo real si es verdadera en por lo menos un mundo posible accesible desde nuestro mundo. A pesar de los chocantes paralelismos existentes entre el mundo en que vivimos y los mundos ficcionales, la ficción —escribe Toma Pavel— no puede, sin embargo, identificarse estrictamente con los mundos metafísicamente posibles. Alegando contra tal identificación, Howell ha observado que ésa nos puede dirigir a concebir los mundos ficcionales, junto con los objetos ficcionales, como existiendo independientemente del novelista que los descrie. Pero ello conlleva la conclusión no plausible de que el autor no ha creado al personaje sino antes bien lo ha identificado, al investigar con esmero uno u otro de los mundos posibles. Henos, pues, muy cerca del pensamiento intuido por los escritores modernistas conforme al cual los mundos ficcionales adquieren estatuto ontológico a partir del momento en que son creados, imaginados, son descubiertos por el autor, la última variante sugiriendo la eventualidad de que los mundos posibles existan en alguna parte en un hiperespacio y que el autor adquiera, no se sabe cómo, acceso a ellos.
El mundo como proyección mental es, desde luego, un tema esencial en los cuentos de Borges. Hay que destacar el hecho de que Borges, continuando en una importante medida a Unamuno, no hace una distinción neta entre ficción ensayo ni desde el punto de vista temático, ni tanto menos desde el punto de vista estilístico. De modo que sus cuentos de ficción pueden ser leídos y considerados como unos ensayos filosóficos disfrazados, a veces envueltos en un lenguaje metafórico-simbólico, otras veces alegórico pero siempre con un sólido fundamento filosófico a pesar del predominio de los elementos fantástico-imaginativos. No olvidemos que una de las ideas básicas de Borges, muchas veces repetida, es que la filosofía, con todos sus sistemas de todos los tiempos, materialistas, idealistas o de otra índole, se constituye, de hecho, como una rama de la literatura fantástica.

Podemos citar tres textos semejantes. En el primero de ellos, titulado ‘Magias parciales del Quijote’, vemos cómo Borges, recogiendo la idea modernista, unamuniana y pirandelliana (idea bastante difundida entre los filósofos contemporáneos) de la identidad ontológica entre el mundo ficticio y el real: ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios. La idea del mundo como ficción literaria, obra de todos nosotros, es bastante antigua, considera Borges, pudiendo ser notada, por ejemplo, en ciertos autores de la época romántica: En 1833, Carlyle observó que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben [Borges, Otras Inquisiciones].

La misma opinión del universo como proyección del espíritu humano a escala universal es señalada por Borges con referencia a Emerson en el ensayo consagrado al prosista norteamericano Nathaniel Hawthorne: Esa misma intuición de que el universo es una proyección de nuestra alma y de que la historia universal está en cada hombre, hizo escribir a Emerson el poema que se titula ‘History’.

‘Nueva refutación del tiempo’ es el texto en que Borges se nos presenta como un digno continuador de la filosofía idealista de procedencia berkeleyana. Todo el ensayo es un ingenioso comentario de las ideas del filósofo inglés. El procedimiento predilecto empleado por Borges en este ensayo es el de la cita directa (desde luego, en español) de Berkeley y el fragmento que más lo impresionó es: Berkeley observó: «Hablar de la existencia absoluta de cosas inanimadas, sin relación al hecho de si las perciben o no, es para mí insensato. No es posible que existan fuera de las mentes que las perciben. No niego que la mente sea capaz de imaginar ideas; niego que los objetos puedan existir fuera de la mente. Hay verdades tan claras que para verlas nos basta abrir los ojos. Una de ellas es la importante verdad: todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra, todos los cuerpos que componen la poderosa fábrica del universo, no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno». Schopenhauer, observa Borges, se inscribe en la misma línea del pensamiento idealista, mas comete el error de privilegiar las partes componentes del cuerpo humano en relación con los fenómenos del mundo exterior: Es decir, para el idealista Schopenhauer los ojos y la mano del hombre son menos ilusorios o aparenciales que la tierra y el sol. En 1844 redescubre y agrava el antiguo error: define el universo como un fenómeno cerebral y distingue «el mundo de la cabeza» del «mundo fuera de la cabeza», mientras que Berkeley prefiere resolver tajantemente el problema, recurriendo al ser trascendental: Berkeley afirmó la existencia de los objetos, ya que cuando algún individuo no los percibe, Dios los percibe. El dios de Berkeley es un ubicuo espectador cuyo fin es dar coherencia al mundo. Contrariamente a lo afirmado por Schopenhauer, Borges concluye, llevando el razonamiento idealista al extremo y rechazando el estatuto privilegiado de la persona en general y del cerebro en especial que El cerebro, efectivamente, no es menos una parte del mundo externo que la Constelación del Centauro. Esta negación del espíritu Borges la recoge de otro filósofo inglés del siglo XVIII, David Hume: Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los sentidos; David Hume, que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los cambios. Aquél había negado la materia, éste negó el espíritu; aquél no había querido que agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de materia, éste no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la noción metafísica de un yo.

La idea del mundo y del hombre como proyección mental realizada no por una divinidad todopoderosa sino por los representantes de una especie suprahumana, dotada de poderes paranormales, está presente —observa Borges— en la filosofía budista: Otros textos budistas dicen que el mundo se aniquila y resurge seis mil quinientos millones de veces por día y que todo hombre es una ilusión vertiginosamente obrada por una serie de hombres momentáneos y solos. Todas estas teorías idealistas extremadas demuestran —afirma Borges al final del ensayo citado, mediante una lírica meditación pascaliana— la fragilidad e inconsistencia del ser humano y de su destino, cuya sustancia es el tiempo. La negación del yo, del espacio, de la materia, del tiempo, no son más que aventuras del espíritu inquieto, no son —como diría Pirandello— sino desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente es real; yo, desgraciadamente, soy Borges. De este modo, a través de una visión místico-idealista sobre el universo que se confunde con su propio ego, subraya Borges la tragedia de la condición humana.
La mayoría de los comentaristas ha destacado la ascendencia idealista, berkeleyana y schopenhaueriana de Borges. Así, uno de los primeros que han señalado el influjo de Berkeley en el escritor argentino fue Valéry Larbaud, en un artículo publicado en La Revue Européenne, de diciembre de 1925, titulado ‘Sobre Borges’, en el que se puede leer que Borges posee una doctrina estética y combate por esa doctrina que tiene su base en el idealismo de Berkeley y que niega la existencia real del yo y de sus productos: el tiempo y el espacio. Otro crítico, John Bart, señala el influjo de Schopenhauer en la configuración de la teoría del universo como ficción. Borges, afirma John Bart, considera, citando a Schopenhauer, que el mundo es nuestro sueño, nuestra idea, en el cual pueden encontrarse «tenues y eternos intersticios de sinrazón» que nos recuerdan que nuestra creación es falsa, o por lo menos, ficticia, mientras que otros críticos son de la opinión de que este carácter imperfecto, ilusorio, se refiere al texto, tratándose de una referencia simbólica metatextual. Jaime Alazraki subraya la convicción de Borges de que toda doctrina filosófica se configura en el espacio del imaginario fantástico y que la fuerza del pensamiento puede engendrar cosas, objetos inexistentes, a condición de que sean pensados intensa y voluntariamente, de que sean deseados y esperados fervorosamente. Los símbolos son semejantes fuerzas, capaces de producir y establecer un mundo propio. El crítico citado funda su argumentación en un conocido fragmento borgesiano que reza así: Admitamos lo que todos los idealistas admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha hecho: busquemos irrealidades que confirmen este carácter. Borges descubre esas irrealidades no en el ámbito de lo sobrenatural y maravilloso sino en esos símbolos y sistemas que definen nuestra realidad: en metafísicas y teologías que de alguna manera constituyen el meollo de nuestra cultura.

Luis Sánchez Ferrer destaca el procedimiento narrativo fundamental de Borges, consecuencia de su concepción del mundo como proyección mental y la desaparición de las fronteras que separan los seres reales de los ficticios. Este procedimiento consiste en inventar libros y autores y escribir comentarios sobre los mismos. El razonamiento analógico de Borges sería el siguiente: así como no hay ninguna diferencia desde el punto de vista ontológico entre los objetos y personajes del mundo real y los objetos y personajes imaginados por los escritores, así también, no hay ninguna diferencia entre los libros ya escritos y los imaginados. Estos últimos (los libros “ficcionales”) podrían existir, igual que los seres “ficcionales”, en otra dimensión del universo o podrían aparecer en cualquier momento en nuestro mundo, de modo que nos podemos considerar plenamente habilitado a escribir sobre ellos, como si existieran de  verdad. El hecho de que un libro no exista, no significa que no puede existir (en el porvenir) o que no hubiera podido existir (en el pasado). Es suficiente que la existencia de tal libro sea posible o imaginada para que, tarde o temprano, haga su aparición.

Stefania Mosca menciona, al lado del influjo berkeleyano, otros influjos que vienen del área occidental pero que se sitúan, asimismo, en la misma barricada del idealismo, de la creencia en la fuerza del espíritu y de la negación de la consistencia de la materia, es decir, el platonismo, la religión cristiana y la magia: En sus relatos hay una forma de atacar la consistencia del universo y del hombre dentro del universo que reúne varios hilos: la filosofía idealista de Berkeley, para quien el mundo no existe fuera de la mente de los que lo perciben o de la mente divina; el platonismo, que concibe el mundo como un reflejo de los arquetipos divinos; la creencia cristiana en un Dios creador y conservador del hombre, que vive mientras el Señor lo piensa y todas las ficciones o leyendas mágicas o populares que especulan con fantasmas, con ídolos, con simulacros, con seres creados por la imaginación de los hombres [Jorge Luis Borges, utopía y realidad, 1983].
Todas —o casi todas— estas teorías, ideas, creencias, sistemas filosóficos tienen como punto común el tema de la existencia como resultado de una proyección mental, de una actividad espiritual, más exactamente cerebral. Este tema aparece expresado, el nivel textual, ficcional, en una serie de cuentos de dimensiones reducida y muy reducidas (algunos no superan una pagina o dos), entre los cuales podemos mencionar ‘Las ruinas circulares’, ‘Parábola del palacio’, ‘La otra muerte’, ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ y ‘El Zahir’.

HAFEZ, LAS TABERNAS MÍSTICAS

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ
       A través del Bazar Vakil en Shiraz me dirijo hacia el norte. Voy consultando los mapas que salen en mi biblia, orientándome. El bazar parece vacío y  lúgubre, hay muchas tiendas solitarias y avenidas cubiertas que huelen a humedad. Salgo a la avenida Golestan y llego a la tumba de Hafez.

        Este es el gran poeta que cantan en toda Persia. El que interpretan con la guitarra en los restaurantes, el que recitan en el interior de sus casas. El que todos quieren y viven. El precursor de San Juan de la Cruz y de tantos místicos de tantas religiones.

        Lo he leído con fervor antes de venir y lo revivo ahora. Habla de una criada loca a la que busca por todas partes y que dará la vida por ella. Habla de una mujer de pelo revuelto que se sienta en su lecho y le habla apasionadamente. Habla de las tabernas donde vive y contra las que nada pueden los doctrinarios. Habla de una experiencia de verdad que ha tenido y que no le pregunten cómo. Porque no es cuestión de preguntar y explicar, sino de vivir.

        Entro en el recinto, que es un espacio muy grande con construcciones alrededor. Hacia los cuatros lados hay jardines y soportales. Al fondo hay una biblioteca con ediciones preciosas del poeta. Y en el centro está la tumba que es como una urna sobre la que se levanta un pabellón lleno de gracia.

        Me dirijo hacia allí con fervor ligero. Yo también creo que algo del espíritu de los poetas debe de quedar en los lugares donde han estado. Me imagino que tocar algo, respirar esos sitios, transmite alguna esencia. Creo en el darshan de los orientales.

          Y me quedo allí un buen rato, tratando de darme cuenta de que estoy allí. Quiero vivir de verdad ese momento, no estar despistado. Y con ligereza miro en todas direcciones, con los ojos un poco náufragos. En los soportales charlan estudiantes, intiman parejas.

          Sigo hasta el fondo y tras una puerta hay un jardín que es una tetería.  Hay unas mesas escondidas en soportales donde susurran sombras. Y en el espacio abierto esperan unas mesas diminutas con una silla delante. Me siento en una como si fuera a ocurrirme cualquier cosa. Y lo que ocurre es que viene un camarero silencioso a preguntarme qué deseo. Le pido un té y me lo trae en una taza exquisita con una galleta sutil y un aroma que me atraviesa. Casi no sé cómo cogerlo, cómo tocarlo. Estos hombres no admiten el alcohol pero saben transponer a las personas.
        Y me dejo estar en esa soledad donde todo se hace delgado, en medio de versos de Hafez. El silencio es tan pulido que se oye cualquier susurro.  Hasta se oyen los recuerdos.

       Después de un tiempo pequeño-largo me levanto y vuelvo al patio. Entro en la biblioteca, hay unas chicas muy sonrientes con pañuelos de colores. Tienen un aire dinámico, como si nadie les prohibiera nada. Son estudiantes, en este país hay estudiantes por todas partes. Me señalan ediciones de Hafez en los mostradores, veo portadas en ruso, en francés, en inglés. Veo una en español editada en Argentina. Veo una de Azerbaiján. Y las propias letras y los nombres tienen evocaciones infinitas.

        Vuelvo al patio principal, doy vueltas entre los árboles. Este es un país que quiere a sus poetas, que siente el fervor de la poesía. Yo creo en la religión de la poesía, y ellos en gran parte también. Porque es un aroma que viven, que forma parte de ellos, no algo para hacer estudios académicos, para tener en las estanterías como en Europa. Ellos lo llevan en la sangre, en la respiración. Y si les prohíben la pasión la llevan en la poesía.

        De modo que salgo de allí con nostalgia. Siempre que me voy de un sitio me parece que algo faltaba, que quería más. Que me queda por sentir algo, que no me he enterado del todo. Por eso gran parte de mi mirada es nostalgia.

         Y de la delicadeza del aislamiento salgo a la avenida llena de coches. Menos mal que al otro lado está el jardín Melli. Esta es una ciudad que vive los jardines. Los jardines eran sus fantasías, sus sueños, sus paraísos. Y si los echan de la vida, se esconden en los poemas.

        Luego estoy en la cama del hotel y me acuerdo de Hafez. Hablo conmigo mismo.

        —Es el poeta de la taberna.

        —Sí, siempre le pide a Saki que traiga más vino. Y siempre habla de las tabernas. No quiere salir de ellas.

        —El vino es la embriaguez interior, es la experiencia más íntima. Eso que está más allá de las normas y la razón.

        —Eso es, la experiencia interior. Como decía Georges Bataille.

        —Y por eso manda a paseo a los teólogos y a los moralistas. Y a todos los que  reducen todo a códigos y fórmulas. Lo importante es la vitalidad interior. La visión apasionada.

        —A ti te gustaba el poema “La lección de las rosas”.

       —Sí, lo leí unas cuantas veces. El va por el jardín y se fija en flores distintas. Las flores son como borrachas en la taberna. Y representan la vitalidad, la imaginación, la fuerza de vivir.
        —Y le dan una lección.

      —Le dan una lección muy intensa: hay que sacar la esencia de cada instante. Lo que hay de irrepetible en cada segundo. Es lo mismo que dice de otra manera Omar Jayam.

        —De modo que no son tan distintos como pueda parecer.

        —Claro que no son tan distintos. Omar Jayam es si acaso más irónico y más tranquilo. Hafiz es más desmelenado y apasionado. El tiene la pasión de vivir. Pero los dos son apasionados.

        —Porque la gente no entiende la mística. Le suena tan mal.

       —Sí, la mística es vivir el misterio, el secreto. Es vivir lo más escondido de uno mismo. Quitar todo lo que sobra para vivir lo más escondido. Y para eso sobran muchas zarandajas. El místico por eso siempre es un vagabundo y un inquieto. Y resulta sospechoso a las doctrinas.

        —Si acaso cree en la doctrina de la mañana, como hace Hafiz en el poema  de las rosas.

       —Joder, hace tiempo yo quería escribir un libro de poemas titulado La doctrina de la mañana. Solo tenía un verso: «La mañana convierte a su doctrina». Y era la doctrina de la falta de doctrina. La doctrina de vivir intensamente. Como pudiera defenderlo Henry Miller. Además, Miller en el fondo era un místico.

        —La mística es la sensualidad del espíritu.

       —Sí, eso es lo que decía con asco un teólogo católico muy puritano e intelectual, Charles Moeller. Como si fuera a contaminarse de lo carnal. Y eso que él decía con reparo, a mí era lo que me seducía más de la mística.

        —Porque los teólogos son enemigos del cuerpo.

       —Pero los místicos no. Ellos lo que quieren es captar el secreto de todo. Vivir con la sensualidad más depurada. Amar con la pasión más profunda.

        —Que su interior sea un fuego, una vitalidad. Y que destaque sobre todo lo demás.

        —Por eso buscan la noche.

        —Sí, porque en la noche es cuando pueden encontrar el secreto. Cuando las luces no estorban y engañan. Cuando la razón no nos ofusca.

        —Por eso dice en un poema: «He vivido esto y no me preguntes por qué».

        —Sí, porque las explicaciones no explican nada.

        —Hay que vivir las cosas. No explicarlas.

        —Y en la taberna quiere seducir a la chica con palabras. Pero ella le dice: «No me tendrás mientras no te liberes de ti mismo».
        —Las chicas de la taberna no quieren palabrerías.

        —Pero lo más alucinante quizá sea el poema del ‘Ciervo salvaje’.

        —Sí, se escribió mucho antes que el “Cántico Espiritual” de San Juan de la Cruz.

        —En otro tiempo el ciervo y él eran amigos. Y ahora están muy separados. Pero un ángel de la guarda venido del cielo le puede ayudar a encontrar el camino. Una gracia que caiga cuando menos lo espere. Una inspiración cuando esté preparado. Si se emborracha y se libera.

        —Y llega un extranjero y le pregunta si está preparando una planta para pájaros. Pero el extranjero dice que quiere cazar al pájaro supremo, al Simurg de la mitología. De modo que también usa los antiguos mitos.

        —Es como si quisiera reencontrar su unidad  inicial. Tal vez el ciervo y él sean el mismo. Lo que quiere es alcanzar su identidad más profunda.

        —Es como si fuera una reminiscencia de la plenitud, igual que en Platón. A lo mejor por eso se llama Hafez, el que recuerda. No porque supiera de memoria muchos fragmentos del Corán.

          —Sí, tal vez sea otro tipo de memoria.

          —Sí, como la que sale en El año pasado en Mariembad.

          —Joder, tú todo lo relacionas con El año pasado en Mariembad. O con Rilke.

 


LOS AÑOS DE FORMACIÓN DE JACK KEROUAC

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por JUANDE MERCADO
       Estos últimos meses soy presa fácil de una dulce y, a veces, hiriente enfermedad llamada “nostalgia por los años perdidos”. Estoy en una fase de mi vida en la que, sin ser viejo, acumulo ya suficientes horas de vuelo para poder mirar atrás sin ira, como cantaba Noel Gallagher, pero sí con algo de desazón porque, como de tanto en tanto le pasa a cualquier homínido pensante, pienso que pude haber sacado más rédito a aquellos de formación vital y de espíritu para ser mejor de lo que soy ahora (en todos los sentidos), con mis numerosos defectos y con alguna pequeña virtud que tímidamente asoma la cabeza desde el fondo.

        Mis últimas lecturas dan fe del proceso interior de melancólica remembranza del pasado por el que transito en estos momentos. Mi penúltimo libro ha sido el tercer volumen de K. O. Knausgard publicado en castellano con el significativo título de La isla de la infancia y mi último libro, el que me ha empujado, con cajas destempladas, a escribir estas líneas, ha sido La vanidad de los Duluoz de Jack Kerouac. Este libro, como bien dice Kerouac, es un libro que «trata de fútbol americano y guerra, pero cuando digo fútbol americano y guerra tengo que dar un paso más adelante y añadir: Muerte» (pág. 237). Tengo que confesar que los libros de Kerouac me producen una sensación parecida a la de esa canción de The Jesus and Mary Chain titulada ‘Everything’s allright when you’re down’. En otras palabras menos poéticas, cuando hay algo en mi vida que me parece manifiestamente mejorable, Kerouac me acompaña como un buen amigo y en sus libros encuentro sabios consejos para no morir de pena, hastiado por los deseos no cumplidos, como le pasó a él que murió a los cuarenta y siete años, totalmente alcoholizado y sintiéndose una nulidad en un mundo del que se había apartado voluntariamente un decenio atrás, unos años después de convertirse en una de las grandes sensaciones de las letras americanas tras la publicación de En el camino en 1957. Quién mejor que él mismo para expresarlo: «Un ESCRITOR (las mayúsculas son suyas) cuyo éxito, lejos de ser un triunfo como ocurría antiguamente, fue el preludio de su propia condenación» (pág. 11).
        No obstante, ¿qué es lo que convierte a La vanidad de los Duluoz en un libro de memorias de formación de un escritor que merece, a mi modesto entender, una relectura frecuente? Espero explicar el porqué en las próximas páginas. En primer lugar, quisiera aclarar que el libro es una larga carta explicativa de Kerouac a su tercera esposa, Stella Sampas, en la que le cuenta, como mejor sabe, es decir, mediante una estilo narrativo sencillo y ameno pero impregnado de un lirismo penetrante y de una nostalgia sabiamente esparcida (no estamos ante las típicas memorias de escritor “lameheridas”), quién fue durante el periodo que abarca desde 1935 hasta 1946 ese fantasma espectral que vegeta, a su lado, en su Lowell natal deseando una pronta muerte. Kerouac, según afirma un tío suyo sobre Leo, su padre, cuando este último fallece, es «demasiado ambicioso y orgulloso y loco. Supongo que tú eres igual» (pág. 329), y desciende de una estirpe de francocanadienses de ancestros marineros que se afincaron en Lowell, Massachusetts. Su padre, Leo, fue un impresor que deseaba que su único hijo varón vivo triunfara en la vida para demostrarle al mundo «la marca distintiva Kerouac»; mientras que su madre, Gabrielle, fue una mujer que trabajó en fábricas de zapatos y cuya principal obsesión fue mantenerlo entre algodones tras la triste muerte del hermano de Jack, Gerard, cuando el chico solo contaba nueve años de edad. Después de releer también ese fantástico libro titulado Kerouac y la generación beat de Jean-François Duval en el que este experto francés de la generation beat entrevista, entre muchos otros, a dos de las mujeres, Carolyn Cassady y Joyce Johnson, con las que Keroauc convivió, se llega a la conclusión inequívoca de que este solo quiso de verdad a su querida Mémère Gabrielle. Fue demasiado inconstante y bala perdida para querer a una mujer durante más de dos años seguidos y, leyendo extractos de su numerosa correspondencia con otros escritores beat, se deduce claramente que siempre privilegió su obra por encima de cualquier otra consideración material o sentimental.

        Como anteriormente he señalado, Keroauc se cría en una cerrada comunidad francocanadiense proletaria de Lowell hasta el punto de hablar solamente en joual, una especie de dialecto del francés originario de Quebec, hasta los cinco años. Kerouac nunca dejó de reivindicar sus orígenes de clase trabajadora y siempre huyó de cualquier cosa que pudiera parecerle un lujo superfluo, incluso después de triunfar a partir de 1957 con la publicación de varios títulos que durante años habían acumulado polvo en los cajones de diversas editoriales neoyorquinas. J. Johnson, una de sus novias, explica en Personajes secundarios que su primer encuentro con Keroauc fue una cita a ciegas organizada por Ginsberg en la que el escritor emblema de la generation beat, que por entonces tenía treinta y cuatro años, no tenía un céntimo y ella le tuvo que invitar a salchichas, patatas caseras y alubias con ketchup. Hasta la publicación de En el camino, su novela más célebre, todas las posesiones materiales de Kerouac cabían en una mochila y era costumbre en él utilizar máquinas de escribir ajenas para redactar sus propias obras. Pero esto es avanzarse a los acontecimientos.
        Gracias a su gran talento para el fútbol americano, Kerouac recibe a los diecisiete años una beca para estudiar en Columbia mientras por la tarde se entrena duramente practicando este deporte. Una vez más, quién mejor que el chico de Lowell para describir ese momento de su adolescencia: «…para poder llegar a ser una estrella de fútbol americano, primero en el instituto y después en la universidad, donde servía cafés y fregaba platos y me entrenaba hasta la noche y leí La Ilíada de Homero en tres días, todo al mismo tiempo» (pág. 11). Durante esa fugaz época, Kerouac se muestra como un ambicioso deportista dueño de una insobornable independencia de espíritu al rechazar de plano el espíritu gregario propio de los componentes de los deportes de equipo y vagar de forma solitaria por el campus de Columbia invirtiendo gran parte de su tiempo en la autoformación literaria que le brinda la espectacular biblioteca de Columbia o, en su defecto, malgastar su tiempo en dobles sesiones matinales de cine de arte y ensayo donde se empapa de cine americano y francés. Aunque es justo reconocer que no fue un hombre con un apego especial por el trabajo físico, el bello francocanadiense sí fue bastante disciplinado, trabajador y organizado en lo que se refiere a su obra escrita: no es casualidad que en la década de los cincuenta escribiera un montón de obras que vieron la luz a finales de esa década y principios de la siguiente. Su prosa, es verdad, tenía bastante de espontánea (acuñó el lema “First thought, best thought”) lo cual no quiere decir que sus obras adolezcan de reescritura. La hubo en muchas de sus obras.

         A pesar de su aparente brillante futuro como estrella de fútbol americano, su carrera se trunca por un doble motivo: por un lado, su entrenador le condena al banquillo pese a ser el delantero más rápido del equipo (o eso dice Kerouac que a lo largo del libro alardea de su sempiterna vanidad) y, por otro lado, sufre una grave lesión de rotura de tibia que le impide jugar durante muchos meses. Como no hay mal que bien no venga, el bardo de la generation beat no dejará de formarse como futuro escritor y lee sin parar todo lo que le cae en las manos, desde Dostoievski hasta H. G. Wells, sin olvidar una influencia fundamental: la literatura que ensalza la belleza paisajística americana de Thomas Wolfe y que, junto a la irrupción de Neal Cassady en su vida, fue un motor fundamental para lanzarle a la carretera y recorrerse de costa a costa todos los Estados Unidos de América. No hay que olvidar que él y Cassady, aunque no fueron los pioneros en descubrir un vasto país como Estado Unidos (sucesivas olas de colonos descendientes de europeos habían avanzado hacia al oeste en busca de tierras de labranza durante los dos siglos anteriores), sí, en cambio, fueron precursores en el arte de viajar para profundizar en el autoconocimiento espiritual que les llevase a la “nueva visión”, mística expresión que Kerouac/Ginsberg solían utilizar con bastante frecuencia para referirse a la búsqueda interior mediante la aprehensión del arte.

          Aunque Leo Kerouac manifiesta su absoluta contrariedad ante la decisión de que su Jack deje el fútbol americano, su hijo rompe con Columbia y, en consecuencia, pierde la beca que le permitía estudiar en dicha universidad, y se lanza, a tumba abierta, a saciar sus apetitos de libertad y aventuras. Para ello, se alista en la Marina, en plena II Guerra Mundial (1942), trabajando como marmitón en el Dorchester, un barco que tiene encomendado construir una pista de aterrizaje en Groenlandia. En este y en otros viajes transoceánicos posteriores como el que efectuó en un barco que almacenaba explosivos en sus bodegas con destino Liverpool, Kerouac homenajea a sus antepasados marinos y escribe su primera obra de cierta enjundia con el (permítanme) bobalicón título de The sea is my brother. Pero el chico, espíritu independiente donde los haya, se cansa de la disciplina que supone la obediencia debida a los mandos militares y, primero, en un encontronazo con el dentista y, después, en una notable insubordinación mientras hace instrucción, es castigado y enviado a un hospital psiquiátrico militar. Al final, tras convivir con algunos locos de atar, consigue licenciarse de la Marina y emprende el camino de vuelta a casa. En Nueva York le espera una doble morada: en una, su padre y su madre, en Ozone Park (Queens) y, en la otra, la que sería después su primera mujer, Edie, le acoge en su apartamento, cerca del campus de Columbia y centro de reunión donde no mucho tiempo después Ginsberg, Burroughs y Keroauc mantendrán veladas intelectuales de alto voltaje en la que unos analizarán los escritos del resto y viceversa, además de convertirse en destacado lugar de encuentro para la celebración de orgías y consumo desaforado de marihuana y bencedrina. El pasote de esos años (1943 y 1944) le pasa factura a Kerouac que adelgaza de forma notable debido a sus excesos con la bencedrina y tiene que ser internado en un hospital de Queens con el consiguiente enfado de Mémère Gabrielle, antisemita convencida, que le echa la culpa de todo lo sucedido al bueno de Ginsberg. Pero, ¿cómo consiguen conocerse esos tres escritores (Kerouac, Ginsberg y Burroughs) que iniciaron nuevas temáticas e innovaron notablemente en el lenguaje narrativo de las letras americanas durante la segunda mitad de siglo XX?
        La alcahueta que facilita el encuentro de todos ellos es Edie, novia de Kerouac por esa época, quien conoce en Columbia a Lucien Carr, un rubio descarado poseedor de un gran atractivo físico, cuyo linaje aristocrático procede de Nueva Orleans. Carr, que ya conoce a Burroughs, entabla amistad con un joven judío que estudia derecho laboral en Columbia llamado Allen Ginsberg. Carr y Kerouac, a pesar de sus diferencias de clase social, congenian bien por las irrefrenables ganas de beberse hasta el último minuto de sus existencias y se convierten en inseparables amigos de juerga y en compadres intelectuales. A través de Carr, Kerouac conoce también a Burroughs y a Ginsberg. En primera instancia, Kerouac logra una relación intelectual más intensa con Burroughs que, a pesar de ser nueve años mayor que él y aun siendo una persona de talante frío y distante, envidia secretamente esa bohemia locuela de Keroauc que le impele a lanzarse a la mar a bordo de cualquier barco que le aceptase como marinero. Kerouac lo rememora así en La vanidad de los Duluoz: «—Eso sería propio de esquiroles. A Will (Burroughs) se le quedó grabada aquella frase y, al parecer, consideró que era una afirmación de orgullo procedente de mis experiencias tabernarias» (pág. 250-251). No tiene tampoco desperdicio el primer encuentro Kerouac/Ginsberg en casa de Edie. Un almibarado gafotas judío de diecisiete años se cohíbe ante una muestra racial de machismo francocanadiense cuando el primero irrumpe en el piso de Edie. Kerouac otra vez en La vanidad de los Duluoz: «—¿Cómo está la cena, joder? —le grité a Johnnie (Edie) porque eso era precisamente lo único que tenía en la cabeza en el momento en que entró Irwin Garden (Ginsberg). De resultas de eso, Irwin tardó años en superar cierto miedo al malhumorado artista del fútbol americano que gritaba pidiendo la cena sentado en la silla de amo de casa» (pág. 260).

        Sin embargo, Ginsberg, que fue un astuto hombre de letras y un respetable gurú intelectual capaz de seducir con su indudable magnetismo personal a millares de jóvenes que durante los sesenta y los setenta abrazaron la fe del hippismo y del budismo, también fue el mejor agente literario que Kerouac tuvo en la década de los cincuenta cuando comenzaron a acumulársele muchos manuscritos sin publicar (pienso sobre todo En el camino, Visiones de Cody y Doctor Sax) porque fue Ginsberg el encargado de presentarse en las sedes de las editoriales neoyorquinas a vender las bondades de las novelas del francocanadiense y porque Ginsberg, en todo momento, le alentó a seguir con la búsqueda impenitente de la “nueva visión”, entelequia que ambos profesaron con tozuda vehemencia. Resulta paradójico que Ginsberg, cuatro años más joven que Kerouac y con una poesía fuertemente influida por la prosa lírica de este, consiguiese el éxito un año antes que él con la publicación de Aullido (1956), uno de los poemarios de referencia de la contracultura americana.

        Y, ¿qué consecuencias tiene la publicación de En el camino en la vida de Kerouac?

        Durante la segunda mitad de los cincuenta se va tejiendo una red de hastío vital en gran parte de la juventud urbana de las grandes ciudades americanas que, con el paso de los años, muta en un fenómeno de masas que solo puede ser contenido, a través del empleo de malas artes (principalmente, invadiendo las calles de heroína a precios asequibles), durante la administración Nixon, a principios de los setenta. En el cine, películas como Salvaje (1953) o Rebelde sin causa (1955) comienzan a proyectar una imagen diferente de la imagen estereotipada del americano universitario feliz e ingenuo cuyo máximo anhelo es entrar en una cofradía universitaria. En literatura John Clellon Holmes causa cierta conmoción en el ambiente underground americano con la publicación de Go (1952) y se anticipa al éxito de Kerouac que durante esa época escribe borradores de En el camino (el mito de que escribió dicha obra en pocas semanas es falso. Lean, por favor, la entrevista a Carolyn Cassady en Kerouac y la generación beat. En 1956 City Lights, una editorial y librería creada por otro poeta del entorno beat llamado Lawrence Ferlinghetti, publica Aullido de Ginsberg, que es calificado de obsceno y llevado a los tribunales en los últimos estertores de la caza de brujas maccartiana. Estas dos obras son los precedentes inmediatos de En el camino, publicada por Viking Press en 1957, que consagra de la noche a la mañana a un autor que solo había conseguido publicar un libro titulado La ciudad y el campo en el ya lejano 1950. Gracias a la reseña de un crítico del New York Times, aparecida el 5 de septiembre de 1957, Kerouac pasa de ser un perfecto desconocido a ser el escritor joven más prometedor de su generación llegando a ser comparado con el siempre omnipresente Hemingway. Cierto es que no todo el gremio de escritores acoge de buen grado la publicación de una novela tan singular como En el camino y, así, una lengua viperina como la de Capote califica la obra como «mecanografía y no como escritura». No obstante, un extracto de la crítica de Gilbert Millstein no deja ningún género de dudas sobre la trascendencia profética que dicho reseñista encuentra en la obra y que el paso de los años ha conseguido atestiguar. Dice así:

          En el camino es la segunda novela de Jack Kerouac, y su publicación es un acontecimiento histórico en la medida en que el descubrimiento de una auténtica obra de arte reviste una trascendencia vital en una época en que la atención se ha fragmentado y la sensibilidad ha quedado embotada por los superlativos de la moda.
        J. Johnson, que en 1957 es la novia de Kerouac, narra en Personajes secundarios la hecatombe personal que supone el éxito inmediato para Kerouac y que él no sabe gestionar de la misma manera que Kurt Cobain, veinticinco años después, tampoco sabrá hacerlo. En la entrevista que Duval le hizo para Kerouac y la generación beat en 1996, ella acertadamente esgrime que si en ese momento hubiese tenido un lugarteniente fiel como Ginsberg, muy hábil en las tareas de intermediación con la prensa y que, en aquella época, se encontraba en la lejana Tánger, tal vez hubiese podido sobrellevar mejor los sinsabores de convertirse en una celebridad. En los meses posteriores a su éxito, Kerouac que tan solo persigue el reconocimiento literario y rechaza de plano ser el líder generacional de lo que, de forma poco atinada, se da en llamar “beatniks”, comienza a beber como una cuba y cada aparición en televisión y cada entrevista en prensa escrita se convierten en un suplicio insuperable para un escritor cuyo discurso mediático queda limitado a un reguero de palabras patéticas e inconexas, impropias de un autor dotado de una hermosa prosa rezumante de energía vital y positivismo. Su paulatino pero irreversible descenso a los infiernos parece ya un hecho incontestable. En 1948-1950 Kerouac era una alegre peonza que recorría los Estados Unidos con ese loco del volante y géiser de energía que era Neal Cassady, mientras que el Kerouac de principios de los sesenta es un amargado que se refugia con Mémère Gabrielle ya sea en San Francisco, Lowell o Florida bebiendo cantidades ingentes de vino californiano, incapaz de concebir una alternativa mejor a su autodestrucción. Aun viendo, de cuerpo presente, que comienzan a publicarle todos los manuscritos que ha ido acumulando desde 1948 hasta 1957 y que puede vivir de los royalties y anticipos que comienzan por fin a materializarse, el escritor francocanadiense es un ser desgraciado que rompe con su pasado, sus amistades y su círculo literario para languidecer tristemente hasta el día de su muerte, acaecida en 1969. En sus últimos años de vida, critica de forma despiadada a la contracultura americana que germina durante la década de los sesenta y que le concede una segunda vida a personajes como Neal Cassady que, tras el divorcio de su mujer y el cumplimiento de una condena carcelaria, se convierte en el conductor oficial del autobús escolar de los Merry Pranksters de Kesey. Kesey y los suyos, en su famoso viaje de costa oeste a costa este de 1964 para promocionar la segunda novela de Kesey, le rindieron tributo a Kerouac en lo que fue un desafortunado encuentro: esos locos drogados de los Pranksters le anudan una bandera americana en el cuello a un alelado Kerouac sin ser del todo conscientes que más que un homenaje es una broma carente de toda gracia (hay fotos sobre la broma).

        Kerouac cierra La vanidad de los Duluoz con unas palabras proféticas dirigidas a Stella Sampas, su última mujer, que presumen su triste fin:

         Ninguna generación es nueva. No hay nada nuevo bajo el sol. Todo es vanidad. Olvídalo, mujercita mía. Vete a la cama. Mañana será otro día.
          Hic calix!
          Eso, en latín, significa: “Aquí está el cáliz”, y asegúrate de que en él hay vino (pág. 330).


BIBLIOGRAFÍA

La vanidad de los Duluoz de Jack Kerouac (traducción de Mariano Antolín Rato), segunda edición de “Compactos Anagrama” (2009). Uno de los últimos libros de Kerouac, dedicado a su tercera mujer, Stella Sampas, publicado en 1967, dos años antes de morir.

Personajes secundarios de Joyce Johnson (traducción de Marta Alcaraz), Libros del Asteroide (2008). Joyce Johnson era la novia de Kerouac cuando este se convirtió en una celebridad literaria tras la publicación de En el camino.

Kerouac y la generación beat de Jean-François Duval (traducción de Francesc Rovira), “Crónicas Anagrama” (2013). Libro que es un compendio de entrevistas, realizadas por este periodista especializado en la generación beat, entre otros, a Carolyn Cassady (exmujer de Neal Cassady y amante de Kerouac), a Joyce Johnson (novia de Kerouac), a Ken Kesey (escritor y promotor de la contracultura americana) y a Allen Ginsberg (poeta fundamental para entender a la generación beat y amigo de Kerouac desde los inicios de su carrera).

SALZBURGO VISIONARIA DE TRAKL

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ
        Era en diciembre, de madrugada, Salzburgo estaba cubierta de nieve,  y seguía nevando. Fuimos desde la estación de tren hasta el centro, cruzamos el puente y entramos en la ciudad antigua, pasamos ante la casa de Mozart, vimos las señales graciosas de los establecimientos, miramos el esplendor barroco en la penumbra, era una ciudad de barroquismo y de música, de ostentación y de ligereza, pero yo lo que quería era ver la casa de Georg Trakl,  el poeta que habló del sueño y la locura, de la revelación y la aniquilación, de la metamorfosis del mal, el que lanzó un expresionismo desatado, el que soltó las imágenes en total libertad desde el fondo de sus pulsiones y creó un apocalipsis en que sus visiones se desencadenan para expresar sus angustias e inquietudes y sus esperanzas locas y sus intuiciones de pureza radical, el poeta del anochecer en que todo se revela y se transmuta, de la proximidad de la muerte que nos vuelve visionarios, como señalaba Heidegger, el que se vio siempre como un extranjero y un solitario, como el representante de una raza maldita, como el hombre de piedra que añora una paz imposible y ve cómo decae Occidente y se llena de lepra y de ratas avariciosas.

      Pero su casa estaba cerrada aquel día, miramos la casa en una plaza escondida, vimos su foto y adivinamos la intensidad visionaria de los cuartos donde se expandía su vida corta, seguimos dando vueltas, esperamos que abriera algún sitio donde pudiéramos desayunar, vagamos por las plazas principales y por las fuentes despampanantes y desmelenadas, miramos todos los palacios adornados como un decorado teatral, Salzburgo era el desenfreno del teatro, era el frenesí de aquel obispo que follaba sin parar con su novia y le hizo treinta hijos y llenó la ciudad de resplandores, entramos en la catedral grandiosa y escuchamos la Misa Brevis de Mozart y me reconcilié con Mozart,  miramos el castillo en lo alto, subimos por una calle llena de faroles y bodegas hasta casi la entrada del castillo, caminamos bajo la nieve hasta el monasterio de donde salió la novicia de Sonrisas y lágrimas, entramos en el cementerio de San Pedro que Trakl cita en uno de sus poemas («Cruzaba al anochecer el cementerio otoñal de San Pedro, / un delicado cadáver yacía sereno en la oscuridad de la cámara»), ese cementerio es el esplendor teatral de los cementerios, es el expresionismo de la muerte y de la visión, pero yo lo que quería era ver a Georg Trakl de alguna forma.

         Recordaba un poema de Trakl sobre los jardines del palacio de Mirabell en que hablaba de hombres silenciosos que entran con cautela al anochecer,  de los antepasados de mármol que miran a los intrusos, de un forastero que llega, de una criada que apaga una lámpara, del oído que recoge sonatas nocturnas, no cabía duda, Salzburgo era la ciudad de la música, del sueño y la locura de Trakl, del descontrol visionario de los sentimientos, la música es la locura por excelencia y el expresionismo, como ya quería Schopenhauer, nos dirigimos otra vez hacia la estación para ver los jardines de Mirabell, al entrar vimos la estatua del alquimista Paracelso, nos asomamos a terrazas con balaustradas espléndidas, vimos las extensiones de jardines con el castillo y la ciudad vieja a lo lejos, paseamos entre los pasillos y las fuentes, vimos las estatuas contorsionadas y expresivas, en realidad el barroco es un adelanto del expresionismo, pero yo lo que quería era recordar a Georg Trakl, y entonces en el gran muro vimos el poema de Trakl grabado, estaba en alemán y no entendía nada, pero me apasioné y recordé los versos: «hojas rojizas se desprenden del árbol añoso / y entran girando por la ventana al anochecer»,  recordé cómo la locura expresiva del otoño moribundo y el anochecer entran en las salas trastornadas, me quedé un rato mirando el nombre apasionante de Trakl que destacaba en la pared e imaginaba los caballos entrar en los salones y los espectros bailando en las fiestas de otro tiempo.
        Fuimos a un hotel de dueños japoneses, pero salimos de nuevo por la ciudad, aunque seguía nevando, yo recordaba a Thomas Bernhard insultando despiadadamente a Salzburgo y llamándole de todo con rabia, pero amándola de una forma pervertida, no podía evitar que se le escapase que era la ciudad más bella del mundo, y recordé que también era la ciudad donde Stefan Zweig vivió durante unos cuantos años y resistió con su defensa de la cultura y de la pasión frente a los nazis, decidimos subir a la antigua casa de Zweig en el monte al lado del Monasterio de los Capuchinos, y no habíamos dormido aquella noche en el tren, teníamos un estado visionario y expresionista, nuestro cuerpo estaba resistiendo con sus resortes más radicales para ver profundamente las cosas, subimos y vimos la casa de Zweig que ahora era de alguien y este alguien insistía machaconamente en que era propiedad privada y que nadie se acercara, tal vez el dueño era un nazi que no quería saber nada de Zweig ni de sus seguidores, pero yo lo que quería era seguir a Georg Trakl, y entonces casualmente al bajar por la calle Linz vemos en la pared otro poema de él, como no sé alemán me quedé pasmado mirando (era el poema ‘En la oscuridad’: «Bajo el húmedo ramaje del anochecer / se sumió en escalofríos la frente de los amantes»), pero me encantaba la magia de su nombre mirado sin dormir en los muros de Salzburgo, y me acordé de cómo en un mundo apocalíptico y decadente todo se desata, él nombra una paz imposible, el encuentro con la hermana, el extrañamiento y la culpa, el recibir a los extranjeros al anochecer, el alejamiento de los gitanos y las prostitutas, la pesadumbre terrible y los salvadores míticos (Elis, Helian, Sebastián) que levantan su pasión y su martirio, Orfeo evocando sombríos amores de estirpes salvajes, o Helian, que tiene el oro de las estrellas, o la piedra que significa el silencio y todo lo inconmovible, los nietos solitarios acompañados por los muertos.

        Nos metimos en la filmoteca, vagamos por callejones góticos y tabernas en la proximidad del río, volvimos a la parte antigua, pasamos por el arco del ayuntamiento y seguimos por la calle Getreide, llegamos a la iglesia gótica de San Blas y entramos en su mundo de velas y recuerdos, fuimos por la calle Hofstall, que bordea el acantilado de la montaña, y mirábamos fuentes y restaurantes teatrales y el edificio de los festivales de música, y nos acercamos al pabellón de Anselm Kiefer en el que se ven bloques con matorrales a través de una ventana, como muchas otras obras locas de arte moderno por la ciudad, y atravesamos el patio de la universidad, y seguía nevando, y entramos otra vez en el cementerio de San Pedro al anochecer, y las tumbas parecían pequeños templos o salas de teatro, y había iluminaciones misteriosas acompañándolos, y mi mujer, Consuelo, tenía miedo y no quería atravesarlo, y pensamos en esos muertos videntes que atraviesan los poemas de Trakl, todo lo latente y escondido y atravesado detrás de la realidad que en Salzburgo parece estallar con locura, en Salzburgo es como si los vivos y los muertos participasen en la misma pasión y la misma fiesta, porque no sabemos lo que somos sino al borde de la aniquilación y de la noche, es lo que veía Heidegger, sólo en el mito y la visión podemos conocer la existencia, la inquietud radical de la vida, el aliento de los muertos y su inquietud.
        Y rodeamos otra vez la catedral y las grandes construcciones de los príncipes obispos, Salzburgo era la ciudad de los religiosos desatados y de los aristócratas delirantes y de la música desenfrenada, y paseamos sin fin debajo de la nieve, y nos quedamos ante la fuente prodigiosa de Neptuno, y admiramos al hombre solitario encima de un globo dorado, y en una puerta de la catedral vimos la Pietá de Anna Chromi, ese manto vacío que expresa la sombra y la ansiedad, el puro espectro y la visión como en los poemas de Trakl, y entramos en el café Tomaselli, el más antiguo de Salzburgo, y tomamos con toda la calma del mundo atravesando las épocas el aura de la ciudad, evocando poemas y culturas, entreviendo teatros y pasiones, pero yo lo que quería era sentir a Georg Trakl, y volvimos a pasar por su casa en la noche, y nos asomamos a las ventanas vacías, y miramos el nombre de las actividades que organizaban, y yo pensaba en Trakl paseando por Viena con un Rilke lleno de admiración, en que conmovía a Witgenstein hasta tal punto de ofrecerle una parte de una herencia que había recibido, en que nos trastornaba a todos con sus visiones incontrolables de inquietud y de paz imposible, de lepra y de vitalidad, de locura y de infancia, con el hombre de regreso esperando mudo en las puertas de la mansión familiar, como el hijo pródigo que ha visto el mundo y no se reconoce en ninguna parte, como el extraño que mira la transformación del mal y vive todas las pesadillas, pero todavía quiere como Kaspar Hauser convertirse en jinete, cabalgar libremente y soltar sus sueños, cantar rondeles sobre su hermosa ciudad a la que amó oscuramente, antes de someterse a la noche, antes de presenciar la revelación y la caída definitiva, para mí él estaba lleno de la vitalidad más oscura, de la resistencia invencible de todas las imágenes desatadas, y podría estar con él en una taberna en la noche.

ESTARÉ BESANDO LA RADIOGRAFÍA DE TU CRÁNEO. "PRINCIPIO DE GRAVEDAD" DE VICENTE VELASCO

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por ANDRÉS GARCÍA CERDÁN

Es fácil entregarse a las diferentes fuerzas de gravedad que nos atraen, nos expulsan, nos hacen flotar, nos precipitan o tiran de nosotros -de aquí para allá- en la última entrega poética de Vicente Velasco. Tras Ningún lugar (2012), la aparición de Principio de gravedad sitúa a Vicente Velasco en la órbita sin dueño de la poesía reciente, actual, en la que conviven la pulsión terrenal y el aliento delirante. Al lado del gran Ángel Paniagua, de Juan de Dios García, Antonio Marín Albalate, Joaquín Piqueras, Héctor Castilla, Diego Sánchez Aguilar, Martínez Ros o José Alcaraz, Vicente Velasco hace grande la poesía escrita en ese ámbito impreciso que es Cartagena. No olvido al artista Antonio Gómez Ribelles, que es uña y carne con los poetas. Grandes voces para un gran aliento poético con tanto dicho ya y con tanto por decir todavía.
En Principio de gravedad, sorprende en primer lugar la buena edición de Balduque. Sorprende a continuación la palabra de lujo de Alberto Chessa, como siempre muy perspicaz y límbico en sus apreciaciones sobre el libro. Finalmente, sorprende y atrapa en su eclipse la palabra y el mundo con que Velasco viene a confesar con nosotros, su oscura ceremonia de la redención poética. Ante nosotros se presenta este Principio de gravedad como Capítulo Primero de una serie posible, entre paréntesis Nada va a salir bien.
19 poemas. Un astronauta en el primero de ellos. Un cadáver en el último. El tono puede ser narrativo, a veces algo deshilachado, y siempre introspectivo. Es la suya una suerte de metafísica discursiva que gira en torno a las grandes inquisiciones de la soledad, la mirada crítica, devastada y el desasosiego de los vacíos cotidianos. Me gusta esa imagen poética que representa al astronauta como ángel y como poeta que se desvanece en el último peldaño de su escalada a los cielos. Es entonces un semidiós rodando en el vacío, mientras empuja, infatigable, la atracción del planeta al que sin remedio caerá: “Nada se ha conseguido sin sangre, se dijo, / y la mía es fresca y amarga./ Que se jodan todos.”
El poeta puede ser ese meteorito humano que atraviesa en una exhalación, la atmósfera, ardiendo, armado de un gran angular que enfoca y desde la altura reflexiona sobre las miserias humanas y que destila lo poco que posee algún valor en la tierra: “Aún se toca Jazz en el Gueto”.
Es valiosa también la colisión poética de los púlsares, capaz de devastar nuestro sistema y todos los sistemas. Por supuesto, púlsares humanos con el amor como corriente que impacta y desordena y vuelve a impactar y a deshacer. Implacable, se diría. “El secreto de la gravedad: la distancia.” Oh, colisión de soledades contemporáneas. “¿Y cuál de los dos sobreviviría?”
Estirando los hilos de la gravitación, este libro permite al lector  “desembocar en mis lugares exquisitos,/ donde soy psicológicamente nativo”. Quizá la primera ambición de las palabras: llegar hasta ahí. A los espacios de una especial intimidad desvelada, desentrañada, nos arrojan las largas descargas, las intensas efusiones del poema. En su estela envuelven al que escribe y al que está del otro lado de la escafandra. A través de los vidrios de la vida, el poeta -eso es seguro- estará  “besando la radiografía de tu cráneo”. Oh lector.
Acertados son los momentos del poema en que Vicente Velasco se entrega a los titubeos, a los agolpamientos, al delirio de la voz poética. Entonces, la corriente golpea con más fuerza y es una mirada automática, descuidada, sugestiva. Una invitación a la gravitación, a la flotación en los líquidos y los gases de este mundo y del otro. Y entonces el amor-ficción y el poema-ficción, un diálogo invencible, el del que quiere hablar y habla a pesar de todo: “No. No soy un iluminado./ Nunca me han hablado las estrellas/ cuando he mirado al cielo nocturno./ Soy yo el que habla con ellas”.
Sirvan estas pocas palabras para celebrar la palabra de Vicente Velasco y, al tiempo, para celebrar a los que en ese rincón líquido del mediterráneo, con él, hacen hervir a la poesía. Los géiseres imparables que son no dejan de expulsar al mundo, a grandes alaridos calientes, su belleza y su verdad. Amenazan, un día de estos, con inundar la bahía con sus lenguas volcánicas, profundas como el mar que es todos los mares y todas las culturas.
Me quedo, entre los muchos gestos inquietantes de este poemario, con esa “voz de ángel androide” que se impone en las salas de espera, con la “dimensión Proust”, con el hombre que les habla a los zapatos, con la decadencia y el insomnio, “cuando leemos las anotaciones/ a pie de página”, cuando la “noche despejada/ cerca de la costa” nos alza unos milímetros mortales sobre la zafiedad del mundo para ser algo más, para apaciguar “la sed de las dudas eternas/ y el dolor de los sueños/ que fallecen como sueños al amanecer”.
Algo no fallece, sin embargo. Tiene la decadencia sus dones, sus relámpagos, su “hierba de tormenta”, sus inmortalidades. En ocasiones, su acidez y su amargura fulguran, “basura espacial” de la buena, por todas partes:

“Hoy ya no distingo entre la miseria y la decadencia.
El ser humano del ser humano. Quedan tan pocos,
tan pocas conversaciones, palabras
sensatas sobre la órbita de los días.
Quedan tan pocos y tienen tanto dolor,
tan poco que ofrecer, nadie que elegir,
nadie y nada es la idea que nos resta
por salvar del ocaso de los tiempos.
Quedan escasos ejemplares.
Y mucho ruido, mucha basura espacial
rodeando nuestras conciencias,
toda una gravedad cero, un punto exacto
de ignición donde arder y consumirnos,
implosionar y caer en la boca del olvido.”

ARANOA [UN TEXTO IMPERFECTO]

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por SALVADOR GALÁN MOREU

CRÓNICA I / TEMA DEL RELOJ PARADO

Que se te pare el reloj no es la mejor manera de empezar el día, ni cualquier suerte de texto pero así es como ocurre. Mi Viceroy no anda y siento que hoy todo puede fallar. No me engaño: es el teléfono móvil quien garantiza mi despertar a tiempo y la consiguiente puntualidad al pase de prensa de Un día perfecto, pero así y todo, soy un noble caballero analógico (o anacrónico más bien) y salgo de casa con una desazón sutil que las nuevas generaciones tal vez no comprendan. No soy materialista, pijo o aparentoso, solo un tío que lleva reloj. Es el único que tengo, regalo de mi mujer, y en mi muñeca es donde ha de estar. Para no sentirla desnuda me dejo el aparato puesto con sus manecillas a la deriva. Y así, rezando porque un simple cambio de pila arregle todo, me encamino hacia el preestreno de la nueva película de Fernando León de Aranoa con la tranquilidad de quien acude a una cita con tiempo de sobra, aunque haga falta hurgar molestamente en el bolsillo para consultarlo. Son las nueve y media de la mañana y Fuencarral está libre de captadores de socios para ONGS y campañas solidarias. Mi paso hacia el Palafox es raudo y directo dado que no hace falta sortearlos. Me imagino la escena sin querer:
-Perdona, ¿tienes un minuto? Es para los refugiados de Siria.
-No, lo siento, he de ir al pase de prensa de la nueva peli de Aranoa, es temprano y llevo prisilla. Luego a la vuelta, si eso…
-Ah, qué guay… Va de cooperantes en zona de conflicto ¿no?
-Sí, sí… luego… luego ya te cuento... a la vuelta… si eso...
De pronto me topo con una joyería con la luz encendida, me asomo y detecto a un hombre de dimensiones delicadas colocando con precisión suiza unos anillos en estuches. Toco el timbre y me mira. Entonces se produce una comunión de almas: el joyero me señala su muñeca donde otro Viceroy ejerce el significado de que no está abierto aún, y yo señalo el mío inerte con gesto de apuro. Mi reloj no va y es lunes, ¿quién puede empezar así la semana? Comprende mi desesperación y me abre, somos del mismo e irreductible bando. Le muestro la esferita de cerca pero no hace falta comentar nada: ya sabe qué le ocurre. Me despojo de él y me conmina a pasar en un par de horas. En eso quedamos. Le doy el número de ese móvil en el que habré de confiar mis coordenadas temporales y él, a cambio, me entrega un resguardo añejo y cuidado. Nuestro intercambio es áspero y concreto, sin las florituras explicativas o los excesos familiares del diálogo con el captador imaginario que he redactado unas líneas más arriba. Tras llegar al Palafox y sellar mi pase, una vez me siento en la butaca que juzgo más conveniente, pienso que he gastado cinco minutos de un tiempo que tenía en mi reloj averiado, pero no hubiera concedido ni medio al captador ficticio. Inevitablemente una coda mental completa al pensamiento: ¿se me habría ocurrido esta reflexión si la película no fuera sobre cooperantes? ¿Si no la firmara Aranoa?
Desde la productora no se ha desvelado mucho del pase de prensa en el que me encuentro; no sabemos si lo presentará alguien, si asistirá gente del equipo, o si habrá posibilidad de hacer preguntas. La época estival da estos frutos inconvenientes en los departamentos de comunicación y demás terrenos abogados a la fugacidad de lo nuevo. Por otro lado el anuncio del rodaje hace escasos meses en la Casa de América ya fue escueto, no se permitieron las preguntas, y el proceso ha seguido una ejemplar discreción allá por donde ha pasado: localidades de Granada principalmente, pero también de Cuenca y Málaga. Dado el deslumbrante elenco de actores resulta llamativo que al revisar la prensa de estas provincias sea imposible encontrar alguna entrevista o declaración más allá de testimonios locales sobre lo que supone vivir un rodaje de esas características o de incidencias derivadas del mismo. La más triste que hallo sucede en Monachil, Granada, donde un padre y su hija, ambos sin empleo, la emprenden contra los responsables de casting al no ser posible su selección por no haberse inscrito previamente. La demanda de extras se ve ampliamente excedida debido a la precariedad económica de la población. Se les sanciona con noventa euros por alteración del orden público. Hablo con J. E. Cabrero[1], crítico de cine del diario granadino, que me explica la imposibilidad de acercarse al set o entrevistar a los actores durante su estancia en la ciudad de la Alhambra. Benicio Del Toro se hospedaba en un hotel del centro, me dice, justo al lado de mi casa y una vez intenté abordarle pero el resultado fue nulo. Además de Del Toro, está Tim Robbins, Olga Kurilenko o Sergi López… León de Aranoa se ha rodeado esta vez de un reparto internacional de campanillas y un presupuesto más elevado del que acostumbra, pero ha seguido produciendo con su sello Reposado Producciones y el imprescindible auspicio de Media Pro y TVE. La peli es española y el equipo técnico es netamente nacional y me pregunto: ¿habrá cambiado algo en este film respecto a los anteriores del director?

[1] http://saltodeeje.ideal.es/

MY OWN PRIVATE LEON DE ARANOA


Las incógnitas que he lanzado al aire hasta ahora remiten a la etiqueta de cine humanista o social que acompaña a nuestro director. Si no las he contestado es porque el tema es más complejo de lo que parece. Me parece indiscutible que Aranoa dirige su mirada cinematográfica hacia la realidad que trata en lugar de limitarse a su impresión individual, como esos nuevos filmes políticos híbridos tan en boga (El futuro, Costa da norte…) que Víctor Lenore cifra como herméticos en el doble sentido de que “evitan explicitar su discurso y producen mundos cerrados sobre sí mismos[1].” Aranoa circula en dirección contraria, sí, pero no renuncia a una fuerte intimidad autoral, ni si quiera en sus documentales. Es del todo injusto, bajo mi punto de vista, resumir sus películas a sinopsis de barra de bar como estos: Barrio, la de los adolescentes, Los Lunes al sol, la de los parados, o, aunque no la hayamos visto aún, Un día perfecto, la de los cooperantes. Es la parodia inversa que nos propone el bloguero Juanjo Ramírez al resumir Los cazafantasmas como “la historia de cómo la falta de subvenciones en el sistema educativo obliga a unos investigadores de la universidad a venderse al sector privado, con los riesgos económicos y los dilemas éticos que ello implica”[2]. No es serio. 
Lo que viene a continuación es puramente subjetivo, apenas un esbozo de mi condición de espectador atento y en ocasiones entusiasta del director. Me gusta su cine, lo admito, y por tanto estoy deseoso de ver su nueva propuesta, no obstante, gran parte de ese deseo proviene de una esperanza: la de presenciar, y glosar, un gran trabajo suyo otra vez. Y es que Aranoa como ya he dicho me gusta, pero me gustaba más antes. Su filmografía en cuanto a largometrajes de ficción exclusivamente, la divido en dos tramos que distingo en términos de filia personal, para nada estéticos o argumentales, pese a que cronológicamente coincidan. El primero me parece de progresión ascendente, y el segundo, no literalmente descendente pues considero a Amador (2010) superior que Princesas (2005), premios Goya aparte, pero sí menos valioso artísticamente hablando.  
-El primero abarca sus tres primeros filmes, Familia (1996), Barrio (1998) y Los lunes al sol (2002), obra que considero culmen, no solo de Aranoa sino del cine español de la primera década del siglo que nos ocupa junto a Las horas del día, de Rosales; además de presente en mi top ten del cine español de todos los tiempos, cintas como El extraño viaje, Campanadas a medianoche, El verdugo, Viridiana, El espíritu de la colmena o Arrebato, por ejemplo. Casi nada. Arte con mayúsculas.
-El segundo, integrado por Princesas (2005) y Amador (2010) respectivamente, me resulta mucho menos interesante. La diferencia en cuanto a la cantidad de texto que dedico a uno y a otro párrafo resulta clarificadora ¿no? Es solo una opinión que intentaré desmenuzar en los siguientes como buenamente pueda.
Como siempre les digo a mis amigos: volvamos a los noventa.

[1] Víctor Lenore, , Indies, hipsters y gafapastas (Capitán Swing, Madrid 2014), p. 106.
[2] http://demasiadovioleta.blogspot.com.es/2013/10/a-mi-me-gusta-el-cine-social.html
De primeras Aranoa se nos presentó como un director que daba continuidad a aquella  hornada vasca de Bajo Ulloa, De la Iglesia, Urbizu o el primer Medem. Directores sin complejos que habían empezado a demostrar que otras películas eran posibles en este país superando los estigmas del arte y ensayo o el kitsch de la serie B. Se dejaba atrás la estética de penumbra grave, la eterna postguerra escénica; esa mujer madura con el rostro agrietado del sufrimiento que esperaba junto a la ventana algo que no iba a pasar. No sé, Ana Belén, Charo López, o mejor, Silvia Munt… De pronto nos adentrábamos en géneros que nos parecían vetados como la ciencia ficción, el terror o el thriller, asumiendo los dejes anglosajones a partir de una base totalmente ibérica o estatal, como se quiera, pero nuestra. En 1996 debuta brillantemente con un extraño artefacto, una calmada y atípica sitcom titulada engañosamente Familia. De un costumbrismo retorcido y paródico, nada era lo que parecía en este ingenio meta-narrativo, ni el argumento, los personajes o el tono, que discurría por cauces literarios y teatrales, primando más un original y cáustico humor que el afán explicativo en que caían otros grandes como Almodóvar. La consabida verosimilitud saltaba por los aires hecha añicos cada vez que se producía una réplica o un cambio de escena. La película hizo ruido, Goya a la mejor dirección novel mediante, y el veinteañero director se metió a todos en su bolsillo, especialmente a nosotros, los jóvenes o adolescentes cinéfilos de raíz indie, que valoramos ese controlado desconcierto y que no se nos diera todo masticado. Nosotros, que no nos acababa de convencer el limpito genio de Amenábar, teníamos por fin en casa los códigos que solíamos demandar afuera. Dos años después para su segunda película, Barrio. Aranoa atacó esta vez de frente, sin trucos, ni dobles lecturas, zambulléndose hasta el tuétano en ese costumbrismo que antes había diseccionado. Partiendo de una trama sencilla; tres adolescentes en un barrio deprimido pasando como pueden sus largas vacaciones estivales, Aranoa cruda pero inocentemente, nos llevaba sin fuerces melodramáticos por una senda realista sabiendo muy bien a qué destino llegar: la tragedia abierta. Hondura, verdad y el mismo humor literario, más sutil si acaso, auparon a la cinta a ser una de las grandes de su temporada y a su director con apenas treinta años, al estatus de gran esperanza del nuevo cine español. Ungido por crítica, taquilla y academia (obtuvo el Goya a la mejor dirección y al mejor guión original), para nosotros se confirmaba un hecho: Aranoa era el mejor. Sin las cada vez más azarosas pajas mentales de Medem, el cutrerío paródico y escatológico de de la Iglesia o la irregular deriva de Bajo Ulloa que también nos molaban, claro, pero a otro nivel. Aranoa sabía dar vida a personajes sui generis, que hubieran resultado poco creíbles en manos de cualquier otro, y los echaba a andar en historias jodidamente realistas. ¿Cómo lo logró? Para mí se trata de una cuestión de equilibrio.
Nos basta ver con detenimiento estos primeros trabajos para percatarnos de los dos polos entre los que oscila el discurso cinematográfico de Aranoa. Por un lado esa impronta literaria que detiene su mirada en el detalle usual hasta devenirlo raro, especial, terrible a veces. Aranoa procede del guión y este origen marca su forma de contar historias: diálogos inesperados y chocantes bañados de un extraño humor, personajes con vidas encerradas y luz única, además de una concatenación de hechos y situaciones medidas al milímetro. Callejones argumentales sin salida, cuidadosamente construidos.
En el otro polo se encuentra la querencia por los desfavorecidos, los marginales, excluidos y golpeados por la realidad injusta. Antihéroes que reaccionan con nobleza humanista y  escepticismo entrañable buscando el alivio distante de la ironía. Conciencia ideológica de izquierdas en cada línea de guion, en cada plano y secuencia, que explica, se posiciona y quiere ser útil socialmente. Pequeñas historias que se intentan engrandecerse en su propio contarse.
En el equilibrio entre estos dos polos, en la sutilidad para manejarlos e hilvanarlos al servicio del producto se hallaba la clave de su alcance estético. De ahí dependió que sus pelis me llevaran bien alto, o bien se me cayeran encima pocos años después. Todo radica en situar en lugar correcto lo que podemos llamar la región intermedia de Aranoa. Ese lugar en el que un niño puede soltar una frase lapidaria y alambicada de alcance metafísico a pesar del tono realista de la historia en la que se inscribe y a que al espectador le entre, sin que suene la alarma de ese detector de inverosimilitudes que nos hemos forjado película a película, serie a serie, libro a libro... Como en una novela de ese realismo mágico que el Aranoa escritor parece preferir; su libro de microrrelatos Aquí yacen dragones (2013)[1] prueba esta querencia... Espero que detenernos en los dos siguientes filmes clarifique esta teoría cuasi arquitectónica.     

[1] Fernando León de Aranoa, Aquí yacen dragones (Seix-Barral, Barcelona 2013)
Como ya he escrito antes, Los lunes al sol supone para mí una pieza mayor, arte imperecedero con el extra sentimental de haberme contado yo entre los testigos en tiempo real de su grandeza. Esto quiere decir, ni más ni menos, que la fui a ver al cine y la aprecié allí, en primicia y a oscuras (como suceden casi todas las cosas que no olvidamos jamás), igual que me había pasado con El día de la Bestia, o Abre los ojos, pero en mayúsculas, claro. No sé si está relacionado con mi aferramiento a algo tan anticuado como usar reloj de pulsera, pero para mí significa mucho ver una gran película en el cine. Los lunes al sol es el ejemplo perfecto de que el dibujo libre de personajes acuciados por la realidad más puta puede ser una experiencia estética apasionante. Un grupo de parados de una región costera del norte de España sobreviviendo. No hay más. Un bar sucio, un astillero cerrado, pisos grisáceos cuando no directamente infectos, una pensión de mala muerte o un ferri desvencijado como oscuros escenarios. Una fotografía a veces luminosa y a veces sombría, como la vida. La región intermedia queda en esta película en el centro, que es donde debe estar: haciendo diana. Por eso la relación al límite entre la niña Natalia y el simpático e insobornable embaucador Santa nos conmueve, o comprendemos y apoyamos a Ana en su decisión de no abandonar a Jose a pesar de la mala vida que éste le procura. La denuncia social y valores humanos como la solidaridad, la amistad o la justicia casan de manera armónica con el ser y estar de los personajes, sus discursos y sus reacciones. El arte fluye en secuencias como esa en la que Santa acompaña al alcohólico Amador a su piso y descubre la putrefacción que le rodea. Ese plano que recorre el repugnante dormitorio y se detiene en el bellísimo paisaje iluminado del puerto que ofrece la ventana abierta. Ese puerto donde no trabajarán más debido a los intereses especulativos y a la despiadada ley de oferta y demanda. La noche mísera de los desarraigados.
Poesía que iba a ser muy difícil de repetir.   
La siguiente película, Princesas, se me antoja una película excesiva a pesar de lo común del argumento. La concepción coral queda esta vez a un lado y el reflejo de la dura realidad de las prostitutas, se circuncida principalmente al tratamiento de la amistad entre dos de ellas, Caye y Zulema, española y dominicana. Portentosas interpretaciones aparte, el filme no deja ni un resquicio a la ambigüedad, todo está perfectamente medido y orquestado, las situaciones terribles a las que se enfrentan las heroínas se resuelven con frases dulzonas y demasiado ingeniosas, casi de slogan de autoayuda. Hay poco espacio para los matices y la poético, primando lo bullanguero y lo colorido. La región intermedia no se sostiene en ningún momento, es un tenderete deslavazado que no sabe dónde, ni cómo erigirse. Las prostitutas y su mundo caen en el tópico más rígido y lo real queda lejos. Yo trabajaba con prostitutas en la época en que se estrenó y recuerdo mi decepción al ver el fallido romance entre Zulema y un voluntario, nada más lejos de la experiencia que a diario me encontraba. Creo que la película, que fue inmensamente popular al menos en los pisos de mis amigas de la facultad (estudiaba psicología) donde obtuvo el estatus de biblia catódica. No es que no me gustara, la película tiene sus escenas y está bien contada, pero sí salí decepcionado, como ya he dicho era mi trabajo en aquel entonces y me pareció un acercamiento de manual, no vivo, no sincero. Aranoa caía en lo que Godard llamaba películas de pizarra: cine que resulta demasiado pedagógico a causa de su excesiva intencionalidad.
Tal vez valoraba demasiado su obra anterior, no sé, y aunque reconozco que un par de visionados más en los años siguientes me han permitido apreciar más la peli (esa mirada redonda de Candela Peña), sigo pensando que no funciona, que Aranoa estaba lejos de sus personajes. Parecía que se había impuesto la mirada limitada del escritor de realismo mágico a la del autor con voz propia y exclusiva.
Su quinta película Amador, es mucho más lenta y silenciosa que las anteriores. Retrata con temple delicado la historia de Rita, inmigrante latinoamericana que toma el trabajo de cuidar a un anciano enfermo. Cuando éste muere en los primeros días, su sorprendente reacción para no perder el trabajo le llevará a vivir singulares situaciones dentro del marco realista que engloba la película. La región intermedia está demasiado desplazada hacia un polo. Si bien recupera el pulso en la gestión de lo intencional de su mensaje, los escasos diálogos me parecen que remiten de una forma fría y excesivamente marcada a la literatura. De nuevo, los personajes y las relaciones que establecen entre ellos resultan fríos y alejados de emociones verdaderas. Me parece puro texto y como lector, digamos literario aunque no signifique gran cosa, que soy me gusta pero no puedo dejar de señalar que el producto cinematográfico es fallido. Su abandono de la verosimilitud es una vez más deliberado, pero el exceso de control deviene la historia impostada y artificiosa, reducida a un cuentecito de moraleja extrañamente optimista. La progresión respecto a Princesas, resultaba ascendente, pero en la globalidad de su carrera artística, Aranoa me decepcionaba de nuevo. Al año siguiente veríamos Diamond Flash de Carlos Vermut y Aranoa dejaría de ser el mejor.   

CRÓNICA II / PERSONAJES


Ya acomodado en la butaca miro hacia atrás con una cierta periodicidad, para no parecer perdido o ansioso entre el escaso número de espectadores que, no sé porqué, imagino mejor informados que yo del devenir del acto. Hay un par de grupitos que se conocen y comentan animadamente otras películas aún por estrenar, pero la mayoría permanecen solitarios. Yo abro mi morral y busco algún delgado poemario a sabiendas del riesgo de postureo que ello implica. No me importa: la experiencia me dice que un poema leído al azar antes de ver una película en el cine abre ciertas puertas intuitivas, a veces conducentes a alguna habitación tapiada, pero siempre estimulantes e inspiradoras, más cuando se tiene que escribir sobre ello. Raramente solo hallo el Tractatus, que no es que lo lleve a todas partes conmigo, no piensen mal, es que estoy escribiendo un texto sobre Wittgenstein. El riesgo de postureo aumentaría notablemente caso de sacarlo, pero sigue sin importarme. No obstante, por alguna razón, considero totalmente inapropiado leer alguna de las proposiciones del austríaco antes de ver esta película.
Miro a mi alrededor y detecto en las filas de delante un cogote vagamente conocido, afino las dioptrías y vislumbro la cabeza de Matías Candeira, estupendo escritor de relatos y compañero de antología, generación y de alguna juerga que otra, hace ya muchos años, cuando él se hinchaba de ganar premios y yo tiritaba de inédito. Como me queda lejos y mi ejem, móvil marca la hora de inicio del filme, pospongo mi saludo al final del mismo y pienso qué le diré. Por algún motivo que no logro explicar, cada vez que me topo con un escritor, aunque sea conocido como es el caso, intento planificar el tema de conversación. Puede que todo se derive de que yo no me crea aún legitimado para llamarme así, o que simplemente yo sea inseguro, tímido o gilipollas, la verdad es que no lo sé. Recuerdo entonces que Matías tiene a punto de publicación su primera novela en Candaya, merced a la beca Hans Nefkens que obtuvo en 2013. Por supuesto, me digo, le hablaré de esto.   
No tiene pinta de que nadie del equipo o de la productora venga, de pronto una figura inconfundible irrumpe en la sala: cabello erizado a lo Pumuky, barba rojiza de corte Lincoln o duende irlandés, y planta menuda a la par que atlética. Sí, es él. Se aproxima mediante andares decididos y eléctricos Pablo Motos. Le acompaña una mujer rubia muy elegante con quien mantiene una charla animada a algunos decibelios más, no muchos, que los escasos grupúsculos que socializan. Todos estamos sentados menos ellos. Deduzco que es probable que Motos presente la peli o diga unas palabras al menos antes de la proyección y miro hacia delante. Me concentro en la todavía oscura pantalla. Al poco distingo la voz del presentador muy cerca. Su acompañante y él se han parado en la fila inmediatamente anterior a la mía. Hablan con una periodista que se han encontrado sobre su programa. La dicción de Pablo Motos es también única: delimitada por diminutos chasquidos y risas que incumplen promesas de carcajeo, se propaga en burbujitas de verbo claro y agudo que no se diferencia casi nada del que practica en la tele. O habla así naturalmente o está en modo ON para presentar el pase, me digo. La voz de Pablo Motos resonando en mi cogote, pienso y cierro los ojos, jamás la olvidaré. Decido escudriñarle, ya sin ninguna clase de disimulo, y me giro. Nuestras miradas se cruzan un momento, hola, y la mía desciende hasta que la butaca lo permite. Encuentro un matiz extrañamente ortopédico en su postura corporal. Muy erguido, como tratamos de estar la mayoría de los bajitos, sus brazos se hallan reposados en una doblez exacta, un doloroso ángulo recto que le da aspecto de figura articulada, de ardilla despojada de su nuez. Me sorprende en alguien tan trabajado un descuido tan forzoso. De pronto un fragmento del diálogo (escuchado sin querer, claro) me saca de dudas:
-Y tú, Pablo, ¿cómo estás de lo tuyo?
-Bueno, me he acostumbrado a usar la izquierda, lo jodido es ponerme los calcetines.
Me percato entonces de que lleva el brazo derecho en cabestrillo, con una compleja férula azul en el codo. Nuestras miradas se vuelven a cruzar y yo, avergonzado, me llevo la muñeca al rostro en un gesto que desgraciadamente él no puede imitar, busco inútilmente una hora que no está ahí. Me siento hacia adelante, concentrándome esta vez en la coronilla cubierta por abundante pelaje de Matías Candeira hasta que una pregunta me asalta:
-¿Por qué imitar con el brazo sano la misma posición incómoda del herido?
E imagino que Motos me responde con su dicción burbujeante:
 -Simetría, Salva, simetría.       
Entonces alguien se sienta a mi lado y es él. Motos tiene aquí el mismo estatus que yo: un espectador. Nadie presenta la película pues, la van a proyectar a pelo. Y yo me acuerdo del comienzo fulminante de Los detectives salvajes:
“No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.[1]
Y efectivamente es mejor.

[1] Roberto Bolaño, Los detectives salvajes (Anagrama, Barcelona 1998) p. 17

LA PELÍCULA

Como en sus películas anteriores, Aranoa te sitúa desde el comienzo dentro de la más pura acción, con sus personajes y elementos haciendo y siendo. En este caso, más que situarnos directamente nos deposita en el pozo donde un orondo cadáver flota. Unos créditos de inicio, acuáticos y goteantes, algo nuevo en el director, amigo hasta ahora de envoltorios mucho más sobrios, nos anticipa que esta es “otra” película. Aún así, el recurso queda plenamente justificado cuando nos damos cuenta de donde nos encontramos y lo arriba que queda el cielo bajo el que va a suceder la acción. El punto de partida argumental es a la vez el escénico por tanto: un cadáver gordo que asciende atado a una cuerda y que finalmente cae de nuevo al agua.
Estamos en el año 95, en un lugar indeterminado de los Balcanes. Mambrú (Benicio del Toro) y su equipo de cooperantes tendrán que buscar otra cuerda para sacar el cuerpo en las próximas veinticuatro horas o la población civil quedará desabastecida. Los otros pozos están minados. Ese es el resumen de la película. Cualquier dinámica que vemos en los personajes está relacionada más o menos directamente con lograr ese objetivo. No hay trampa o Mcguffin, como en Familia o Barrio, se trata realmente del núcleo central de la acción.
Los personajes reflejan el extranjerismo de este tipo de grupos de trabajo. Se trata de la coartada perfecta para reunir un reparto internacional y emplear el inglés como lengua vehicular sin realizar ninguna triquiñuela de guión. Encontramos a B. (Tim Robbins) veterano cooperante estadounidense, Sophie (Mèlanie Thierry) técnica francesa experta en potabilización y Damir (Fedja Stukan) intérprete autóctono. Posteriormente se unen al equipo Nikola (Eldar Residovic), un niño que desea recuperar su pelota y Katia (Olga Kurylenko), una rusa que acude a evaluar el trabajo del grupo y que se ve involucrada contra su voluntad en la misión del pozo.
Se masca un desajuste de profundidad entre personajes femeninos y masculinos, y no me refiero solo a las actuaciones sino a la riqueza de caracteres. El de la rusa Katia cae bastante en el tópico, guapísima oficinista, pedante y puntillosa que por la circunstancias se ve envuelta en una acción que desaprueba, y que para más inri había mantenido un explosivo romance con el jefe del grupo y protagonista de la película. El personaje de Sophie es más rico en matices pero también cae en el estereotipo de novata responsable y eficiente que aprende a marchas forzadas las diferencias entre la teoría y la práctica. Tal vez el siguiente personaje en cuanto a carácter esperable sea B. interpretado por un locuaz y algo pasado de revoluciones Tim Robbins, perro viejo curtido en mil guerras, descreído e inscrito en la ironía más gruesa para sobrevivir y hacer la supervivencia más llevadera al resto. Damir, el duro y comedido intérprete encarnado sobriamente por el bosnio Fedja Stukan, tratará de contener el desmadre de B. y del resto cuando la situación lo requiera. Las pocas reacciones que se permite están siempre impregnadas del orgullo de un pueblo que se avergüenza de que les ayuden. El otro oriundo de la zona, el niño Nikola, rescatado de una situación comprometida por Mambrú, se involucra en la misión por el interés en recuperar su pelota. Su tratamiento como personaje resulta desde mi punto de vista el más original de la película; alejado de cualquier cliché infantil hollywoodiense, Nikola adopta su nueva situación con la naturalidad del niño que se apunta a una excursión, la posibilidad de hacer algo distinto a lo que está acostumbrado en tan terrible escenario es más excitante para él que permanecer con su familia. Recuerda este personaje al poema “Intento formular mi experiencia de la guerra”, de Gil de Biedma que recordaba aquel período como tiempo de juegos y libertad:
Las víctimas más tristes de la guerra / los niños son, se dice. / Pero también es cierto que es una bestia el niño: / si le perdona la brutalidad / de los mayores, él sabe aprovecharla / y vive más que nadie /en ese mundo demasiado simple, /tan parecido al suyo.[1]

[1] Jaime Gil de Biedma, Las personas del verbo (Lumen, Barcelona, 1982), p. 130.
Son extremadamente acertados estos versos en cuanto al perfil del personaje, la gravedad en Nikola se revela tan acuciada como sus ganas de jugar y ganar, aprovecharse, del acuerdo que le propone Mambrú. Su objetivo en forma de pelota esconde un valor metafórico insoslayable en el retrato de la guerra que se establece. El trabajo del actor Eldar Radisovic es impecable; natural y salvaje sin infantilismos impostados, además aguanta perfectamente las complicadas escenas que mantiene bis a bis con Del Toro. Su personaje, Mambrú, el jefe y protagonista, le queda una semana de trabajo para dejar la vida de cooperante y establecerse con su novia. Ese cansancio lo maneja del Toro a la perfección con su famosa mirada agrietada que en este papel parece tomar un cariz más escéptico que pendenciero. Duro cuando parlamenta con los militares serbios, entrañable cuando está con Nikola, resignado cuando trata con la estricta Sophie… los registros de este actor son innumerables. Bajo mi punto de vista, posee el don que se encuentra en grandes actores como Robert Redford, Paul Newman o Steve McQueen que siempre parecen que se interpretan a sí mismos, en lugar de jugar al camaleón, del Toro se apropia de los personajes en lugar de interpretarlos, de tal manera que aunque lleve nariz postiza como en Sin City, sabes que esa mirada es suya.  Como explica Manuel Jabois en un reciente artículo sobre Brando “no se trata tanto de que el actor se muestre dúctil y maleable, a fin de asumir personalidades diferentes, como de que termine por vampirizar a sus propias creaciones.[1]” En esa onda está del Toro, la estela voluminosa del gran maestro, el vampiro por excelencia.    
Las numerosas complicaciones e imprevistos que se encuentran los cooperantes derivan del que me parece auténtico tema de la película: la incertidumbre que acarrea una paz reciente. Leo en Juan Bonilla que Sartre decía que el hombre en guerra vive, a pesar de o gracias a ella, aún en sociedad, mantiene la esperanza, conserva mitos, y considera digna su lucha, procediendo sus errores y sinrazones de algún exceso en esa cordura de excepción que se le impone[2]. Cuando finaliza el conflicto se inaugura un período confuso en que las reglas que rigen la realidad cambian bruscamente y quien se empecina en mantener el código anterior pasa de ser militante o soldado, a miserable, o terrorista. Los contendientes devienen vencidos o vencedores sin que muchas veces lo acepten o si quiera lo sepan; las fuerzas de paz o actores internacionales han de atenerse a cambios de protocolo constantes, competencias que se quitan u otorgan y acuerdos tomados a control remoto por diplomáticos ausentes; y por último los sufridos civiles o se confían y sufren más o bien ejercen la picaresca. Aranoa pone el foco en ese paréntesis de orden, como ya hiciera en Buenas noches Ouma, su aportación al documental colectivo Invisibles (2006) sobre la guerra de Uganda. Se nos mostraba en aquel trabajo el testimonio de un profesor que rehabilitaba niños soldado secuestrados por los rebeldes del norte del país. Una frase ejemplifica el tema de Un día perfecto: “La paz no es el final de la guerra”.
Aranoa profundiza en ese período pero dejando aún lado el análisis crítico de la realidad, y centrándose esta vez en lo absurdo y esperpéntico bajo el paraguas de la ficción. Las pretensiones explicativas y el discurso moralista de fondo al que nos tiene acostumbrados no se echan de menos. Es muy notable la importancia que se le concede a la semiótica de índole social; una vaca muerta en la carretera significa peligro de mina y ha de descifrarse para elegir bien el flanco por donde pasar, al mismo tiempo una vaca viva te indica el camino libre de explosiones. Y por supuesto: una cuerda es intocable si sujeta el mástil de una bandera, aún a riesgo de que sin esa cuerda las personas a quienes esa bandera representa puedan ser envenenadas. Todo este juego lingüístico se pone al servicio de la historia, como un elemento más, y no con el objetivo descarado de remover las conciencias de los espectadores.

[1] http://www.jotdown.es/2012/03/manuel-jabois-mas-grande-que-la-vida/
[2] Juan Bonilla, Teatro de variedades (Renacimiento, Sevilla 2002), p.73.
La situación remite a la tragedia, puesto que se baja la guardia en la tarea de sobrevivir y el peligro continúa; pero también a la comedia, que paradójicamente ayuda a distanciarse de la dura realidad. La región intermedia de Aranoa se establece ahí, en la ironía instrumental y necesaria, aunque tensa tanto el tono que el cariz de los chistes nos recuerda el humor negro de los velatorios. Se trata sin duda de un reto difícil y pese a que la película divierte y los gags funcionan, encuentro alguna descompensación en el tono que emplea el paródico y verborrágico B. respecto al resto, sobre todo en las escenas compartidas con Del Toro, mucho más contenido y gestual. Otro punto flaco que puedo señalar es la ausencia de ambigüedad en toda la narración. Esta apuesta de guion de dejar todo atado y bien atado, deudora de las populares series, contrasta con el magnífico retrato de una época tan dada a la incertidumbre y al absurdo. No acaba de superar por tanto Aranoa su tendencia última de resolver sus historias con la medida perfecta para que el mensaje humanista prevalezca, aunque en este caso dicho mensaje quede en un inteligente segundo plano.
La película cuenta la desquiciante cotidianeidad de los cooperantes. Las acciones sencillas se convierten en imposibles cuando son llevadas a cabo en territorios en conflicto, no hay más. Alguna crítica nada velada y suave a la ONU y sus cascos azules, algún leve indicio de la brutalidad del ejército serbio, de la desgracia de los civiles, o de la inhumanidad ante el mestizaje, pinceladas estas que se mantienen siempre como decimos en un plano secundario. Tan solo unos personajes que tratan de hacer su trabajo en un entorno hostil. La película es honesta y su ritmo es endiabladamente entretenido. No vemos el rostro de ningún muerto ni oímos tiros, pero la violencia late agazapada por todo el metraje. En la escena en la que ésta asoma levemente, la sutilidad se quiebra de forma descacharrante y atronadora, en formato casi de videoclip, al envolverse en la conocida versión metal de un tema clásico del pop que no desvelo por motivos obvios.
También meritorio es el carácter exterior de la película inteligentemente retratado por la fotografía de Alex Catalán. A partir de elementos típicamente western: naturaleza salvaje, colores primaverales y lumínicos, caminos polvorientos y pedregosos y montañas lejanas, la lectura extraída no es crepuscular, ni épica, sino laberíntica y por ello agobiante. Los absurdos que deben superar los personajes casan con este tratamiento visual. Sin embargo el equilibrio entre forma técnica y fondo no se acaba de conseguir del todo debido a cierto abuso de los planos aéreos y de la urgencia ansiosa con que la música rock a todo volumen ilustra las escenas. Dejando a un lado mis manías personales hacia las tomas de helicóptero (que parecen ser el sello personal de Catalán) y mis filias para con el rock a todo volumen (ese estremecimiento cuando suena Venus in furs de la Velvet), hay que reconocer que objetivamente ambos excesos aturden al espectador.
El guion está basado en la breve novela Dejarse llover de Paula Farias[1], de la cual Aranoa tuvo conocimiento precisamente mientras rodaba en Uganda Buenas noches Ouma. Ayuda al director el hermano de la autora, el guionista Diego Farias. No he leído la novela pero si algunas críticas y declaraciones de Paula Farias y siempre se señala en ella la gran incidencia del pasaje nebuloso y emocional de los recuerdos de la guerra como estrategia narrativa. No en vano, la escritora admitía en la presentación del libro que “pretende narrar la guerra silenciosa, sin estridencias, ni banda sonora[2]”, de lo que inferimos que el trabajo de guion se encuentra distante de su origen novelesco. En esta dirección sabemos también que se han añadido más personajes de los que la obra literaria cuenta, algo por otro lado habitual en cualquier adaptación que se precie. Desconociendo qué personajes son (intuyo que Katia y Nikola), sí que me atrevo a señalar la pluma de Aranoa en algunas sentencias en las que juega al escritor más que al guionista. Como he explicado lo impostado de estas frases no reside en ellas mismas, sino en el momento de insertarlas, como conclusión a escenas duras y terribles. Un par de ejemplos en el personaje heroico de Mambrú, practicando un suave paternalismo con Sophie en la primera, y animando amistosamente a B. en la segunda:
“Nuestros pasaportes no hacen de esto un conflicto internacional.”
“A todo el mundo se le echa de menos cuando se han ido, pero a ti te echan de menos antes de llegar.”
Afortunadamente, a pesar de estos deslices en este día perfecto que ya acaba no hay ni rastro del que Cayetana le explicaba a Zulema en Princesas, ese día que tenías que aprovechar desde la vigilia porque solo se daba una vez en la vida. En este solo hallamos el paso en falso continuo de la cotidianidad más desesperada y la solución a trompicones de los numerosos inconvenientes que la pueblan y conforman.

[1] Recientemente reeditada en 2015 por editorial Suma de letras, Madrid.
[2] http://coolread.es/un-dia-perfecto/

CRÓNICA III / EL FINAL Y SU PRÁCTICA
 
Así pues con la región intermedia sólidamente cimentada, la película nos interesa. León de Aranoa escapa de su zona de confort artística sin perder ni un gramo de identidad o voz cinematográfica, bastante más afinada que en sus dos películas anteriores. Es para alegrarse. El desenlace concurre hacia vías engañosamente abiertas, un guiño al realismo mágico del que me parece tan deudora la prosa del Aranoa escritor. La sensación que me queda es que su cine ganará adeptos con esta película y recuperará algunos, como es mi caso. No hace falta compararla con Los lunes al sol para determinar que es una gran película y que puede y se merece funcionar muy bien en taquilla. La mayor parte de mis vecinos de butaca, Pablo Motos el primero, sonríen y manifiestan su satisfacción. Imagino que todos esperamos impacientes el trabajo sobre Pablo Escobar que el director prepara para el año que viene. Lo malo es que Benicio Del Toro no estará de nuevo pues ese rol ya lo ha encarnado. Se le echará de menos.
 Salgo de la sala contento y satisfecho tras Candeira, cuya silueta se me antoja más endeble de como la recordaba. Habrá perdido peso, me digo, todo el día sentado escribiendo una novela, ha debido de cuidarse de más, o bien se ha consumido. Pero el caso es que también lo veo más alto, ¿un estirón tardío quizá?, todo puede ser. Antes del inminente toque en el hombro me doy cuenta de que no es él, sino un clon enclenque y alargado, por ello aborto mi intención y me felicito de no haber hecho el ridículo. Me dirijo al baño como siempre que termino de ver una peli. Cuando me lavo las manos el falso Candeira entra, y nos miramos a los ojos. Me doy cuenta de que antes, al ir a tocarle el hombro, en lugar de hablar sobre su novela como había planeado, pensaba comentarle acerca de la película. Sí, me seco las manos, complacido: la película mola.
Me encuentro afuera a Pablo Motos, dudo de pedirle hacerse una foto para enriquecer la crónica, pero luego recapacito: el pobre está convaleciente y además bien acompañado, no ha ejercido de maestro de ceremonias sino que simplemente ha visto la peli. Junto a mí. Y puesto que sé que me creeréis, dejo al simétrico Pablo en paz charlando con su compañera o amiga. Ya lo decía Michi Panero: en esta vida se puede ser de todo menos un coñazo. Y si no creéis esta historia, creed la aseveración con que cerré el anterior párrafo. Por si acaso, la repito: la película mola.
En la joyería pago los cinco euros que estipula el resguardo y vuelvo a sentirme seguro y  completo con la agradable y perseverante caricia de mi Viceroy sobre la muñeca. Camino por un Fuencarral mucho más concurrido del que atravesé antes, cuando veo a un captador de Acnur hablando con una chica. Me echo a un lado para dejar paso libre a la manada que acecha cualquier atisbo de ganga restante tras las rebajas y aguardo. Una vez termina, me acerco a él. Me pide doce euros por semestre para ayudar a los refugiados. Así: a bocajarro. ¿Los de Siria?, pregunto, y él asiente con rotundidad, pues claro, me espeta como si no hubiera otros.
Le interrogo sobre su posición acerca de los problemas que están teniendo en su paso a Europa, de las mafias y sus precios abusivos, de las trabas que les ponen a los bebés, de los brotes de racismo surgidos en Alemania contra los centro de acogida, de la negativa de República Checa a acoger refugiados no cristianos, también me intereso por el papel que juega Acnur en cuanto a presión para flexibilizar las normas en la Comunidad Europea o respecto al cumplimiento de los acuerdos y compromisos. El captador, más bajo que Pablo Motos y de aspecto aniñado, ignora todas estas cuestiones y me invita a mirar la página web de su organización. Lleva este mes trabajando con ellos, lo hace para pagarse la matrícula en la facultad donde estudia ingeniería y no tiene ninguna experiencia en lo social. Me confiesa con azoramiento que además no es un tío informado, de esos que leen periódicos o ven las noticias, añade. Nos quedamos en silencio. A lo mejor no he hecho bien en avasallarle, su trabajo es otro, ¿no?, es como, no sé, encarar a un comercial de seguros y cuestionarle el sentido de urdir una trama de negocio basada en posibilidades y cábalas, o interrogarle sobre el origen histórico de ese tipo de recursos… Pienso en los cooperantes de Acnur, allí donde estén lo que necesitan es que el tipo que capta en Fuencarral sea un gran vendedor que les asegure el mayor número de socios para tener capital posible con que desarrollar su trabajo. De repente el chico toma la palabra:
-Es un problema de tiempo, tío, cuando salgo de aquí estudio las dos que me han quedado y no me preocupo de nada más… la cosa está muy mal, yo solo sé que el gobierno nos está jodiendo con las becas y como necesito pasta para mi matrícula, pues mejor currar en esto que en otra cosa-sonríe-; no me da tiempo de verdad, pero me interesa mucho eso que dices, en serio, toda esa pobre gente, están peor que nosotros.
Yo afirmo con un gesto y me siento avergonzado. ¿Con qué potestad he entretenido a este trabajador? ¿Solo por haber visto la película que acabo de ver? Si dedicarme al sector (soy educador social en un colegio de Carabanchel) no me imbuye de estos comportamientos palizas, ¿cómo un filme sí lo hace?
-Es el tiempo tío, te lo juro-insiste.
Me imagino en una película que traspase esos límites que Aranoa suele bordear y en los que a veces ha incurrido; una de esas tan preocupada de iluminar la injusticia que se cierne sobre sus personajes, que esté dispuesta a traficar con la coherencia narrativa o la poética visual para conseguirlo; me imagino por tanto antagonista en una película de cine social, ramplona, obvia y edulcorada, y comprendo que solo me queda una opción para darle al final la falacia de autoayuda que me merezco: regalarle mi reloj recién arreglado.
Para que tenga tiempo, entendería el espectador con una lagrimita colgando de un ojo. Y la pizarra de Godard rechinaría en nuestros oídos.
Por suerte, esto no es una película[1], como diría Jafar Panahir, y me despido pensando en que tal vez no soy tan buen espectador como creía.
-La próxima vez que vea Un día perfecto lo haré mejor- me digo con la certeza de que la primera parte de la premisa ocurrirá seguro.

[1] http://www.filmaffinity.com/es/film330266.html ¡Véanla si pueden!

POETAS QUE VAGAN POR PARÍS

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ
          Albert Samain entraba en el Jardín de la Infanta, un parque minúsculo que hay en una esquina del palacio del Louvre que había pintado Claude Monet delante del Puente de las Artes, y pensaba: «Existen extrañas tardes en que las flores tienen alma. En ese jardín se paseaba en el siglo XVIII una princesa de España que iba a casarse con Luis XV, pero que volvió sola».
          El poeta chino Xu Zhimo se paseaba por el jardín del Palacio de Cluny, a la entrada del Barrio Latino, y pensaba en el xingling, la sensibilidad misteriosa, y escribía: «Nos vimos en el mar en la oscuridad, / tú en tu ola, yo en la mía».
          Rimbaud vivió en la calle Racine, muy cerca de los Jardines de Luxemburgo, y seguro que se refugió en el retiro secreto de la Fuente Médici y tal vez allí intuyó el ‘Soneto a las vocales’: «A negra, E blanca, I roja, E verde, O azul, / yo diré algún día sus nacimientos latentes».
          Isadora Duncan bailaba por las mañanas en el Jardín del Hotel Biron, donde se había instalado Auguste Rodin, y desde una ventana la vigilaba Rainer María Rilke, antes de tener una historia con Eleonora Duse en Venecia, y allí escribía: «¿En qué instrumento estamos extendidos? / ¿Qué violinista nos tiene en la mano?».
          El poeta lituano Oscar de Lubicz Milosz, que escribió Las siete soledades y Cuentos de mi madre la oca de Lituania, pasó sus últimos años paseando por el jardín del castillo de Fontainebleau, donde ahora van a verlo sus devotos, y componía: «En un país de infancia recobrado entre lágrimas, / en una ciudad con latidos de corazones muertos».
          Cristina Rosseti, que vivió unos días en un hotel junto a la Estación Saint Lazare, paseaba por el jardín que hay delante de la iglesia de la Trinidad y cuando no le escribía cartas a su hermano Dante Gabriel Rossetti pensaba en alguien: «Ven a mí en sueños para que pueda darte / latido por latido y aliento por aliento. / Habla bajo y acércate, / como en aquellos tiempos, amor, ya tan lejanos».
        Jules Laforgue, antes de ser preceptor de una princesa de Prusia en Berlín, miraba los jardines del Hospital de Val de Grace y pensaba en todos los trenes perdidos y en imitar a Nuestra Señora la Luna, y decía: «Treinta siglos de hastío pesan en mi espalda, / y concentran sobre mí su llanto y su culpa».
        Robert Desnos encontró a su mujer misteriosa en el parque Montsouris, el Monte de los Ratones, que es atravesado por trenes misteriosos  en un pasaje cubierto de musgo, que los niños miran pasar desde un puente de madera, y escribió sobre ella: «Tanto he soñado contigo, / que pierdes tu realidad. / Tanto he soñado contigo / que mis brazos acostumbrados a cruzarse sobre mi pecho / abrazan tu sombra».
       Tristan Corbiere, el bretón famélico que dormía en un arcón,  compartía botellas de vino con un clochard en la oscuridad de los jardines que están debajo del Sacre Coeur y del funicular, y al llegar a la rue Frochot escribía: «Yo soy la pipa del poeta, / yo le digo que todo es humo». 
       André Breton y los surrealistas iban a buscar fantasmas por la noche al parque Buttes Chaumont, misterioso y legendario, en el distrito 19, donde antes habían paseado Charles Baudelaire y la Albertina de Marcel Proust y los esoteristas que se reunían en el templo de la Sibila sobre un lago y escribían cosas como: «Qué no daría yo para que un brazo del Sena se deslizara bajo la mañana / de todas maneras perdida. / No estoy resignado tampoco a las salas acariciantes / donde suena el teléfono de las multas del atardecer».
        Pero también paseaba por la Butres Chaumont (la Colina de los Calvos, donde en la Edad Media colgaban a los delincuentes que inspiraron la ‘Balada de los ahorcados’ de François Villon). El  pintor Henri Rousseau, que se veía a sí mismo paseando en buena compañía entre cipreses apasionados, entre la  intensidad y el misterio.
           Gerard de Nerval tiene su poema ‘El desdichado’ inscrito en una roca en el jardín íntimo que hay a los pies de la Tour Saint Jacques (donde probablemente hace mucho estaba la calle de la Vieja Linterna donde se ahorcó) y allí uno puede leer: «Yo soy el tenebroso, el viudo, el desconsolado, / el príncipe de Aquitania con su torre abolida».
          En el parque Monceau paseaba de niño con su niñera Marcel Proust, avanzando entre los lagos suaves y los senderos y las casitas de madera, cuando aún no había pensado en la frase repetida de la ‘Sonata de Vinteuil’, ni en los efectos visuales del pintor Elstir, ni lo había invadido con todo su esplendor la magdalena que mojaba en el té en la casa de su tía Leoncia para enseñar al mundo entero los prodigios del recuerdo involuntario.
            Y una vez Consuelo y yo nos fuimos a la Cité des Fleurs, un callejón peatonal en Batignolles que discurre entre la rue Jonquiere y la rue Moquet, que fue construido en el siglo XIX. Cada propietario estaba obligado a plantar al menos tres árboles y ahora cada casita tiene su jardín con castaños y otros árboles detrás de rejas fantásticas y jarrones de piedra, y al avanzar por allí yo recordaba versos míos: «Sí, hay algunos ojos que sueñan / medio arrugados allá por el otoño. / Tengo tu rostro, / tus manos, / puedo cogerlas pensando en los violines».

LA HONDURA HUMANA Y NARRATIVA DE JOSÉ LUIS SAMPEDRO

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por PEDRO GARCÍA CUETO
         Murió en 2013 una de las figuras más sobresalientes del panorama humanístico español y el merecido homenaje a una trayectoria donde ha prevalecido la clarividencia y la honestidad y el compromiso ético con los más desfavorecidos se hace necesario.
          Desde su nacimiento en Barcelona el 1 de febrero de 1917 hasta su muerte el 8 de abril del 2013, podemos descubrir un camino donde el esfuerzo y el afán por comprometerse éticamente con los demás es clave.
       Al año de nacer, su familia se trasladó a Tánger (Marruecos), donde vivió hasta los trece años. En 1936 fue movilizado por el ejército republicano en la guerra civil española, combatiendo en el batallón anarquista. Sus peripecias en la guerra son claves para entender cómo se fraguará después un hombre pacífico, que defenderá los valores del diálogo y la honestidad con el mundo. Después de esos años de contienda pasados en Cataluña, Guadalajara y Huete (Cuenca), es reclutado por el bando sublevado.
          Este cambio de bando no va a mermar su forma de ver el mundo, atendiendo ese reclutamiento a los avatares del destino. Obtuvo plaza de funcionario de aduanas en Santander, trasladándose luego a Madrid, donde en 1944 contrae matrimonio con Isabel Pellicer y realizó sus estudios universitarios de Ciencias Económicas, que finalizó en 1947 con Premio Extraordinario.
        Su trabajo en el Banco Exterior de España se combina con sus clases en la universidad. Llega en 1955 a ser catedrático de Estructura Económica por la  Universidad Complutense de Madrid, puesto que ocupará hasta 1969.
          De este período destaca su necesidad de escribir teatro: Un sitio para vivir. También estudios económicos, como Realidad económica y análisis estructural y El futuro europeo de España.
         En el año 1965 y 1966 decide ir como profesor visitante a las universidades de Salford y Liverpool, tras la destitución de los catedráticos Aranguren y Tierno Galván.
          A su vuelta a España pide la excedencia en la Universidad Complutense y publica El caballo desnudo, una sátira sobre la situación del país. En 1976 vuelve al Banco Exterior de España como economista asesor. En 1977 fue nombrado senador por designación real en las primeras Cortes democráticas, puesto que ocuparía hasta 1979.
           Al jubilarse se dedica plenamente a escribir, dando lugar a una obra fecunda y de notable interés, donde prevalece un humanismo necesario para entender el mundo. Escribe Octubre, octubre, La sonrisa etrusca y La vieja sirena, entre otras. Su mujer, Pilar Pellicer, muere en 1986.
           En 1990 fue nombrado miembro de la Real Academia Española, con un discurso de ingreso basado en la tolerancia y el amor.
         Se casó con Olga Lucas de Torre, escritora, poetisa y traductora, en el año 2003, pasando largas temporadas en Tenerife, donde escribe su novela La senda del drago.
        Se convirtió en un referente fundamental para generaciones más jóvenes Sus reflexiones y su deseo de una regeneración política para acercarse al pueblo y a sus verdaderos valores han triunfado para muchos. Sampedro se consideraba un indignado más, porque argumentaba que el poder económico, con sus terribles fauces, ha anulado a muchas personas, se ha impuesto como el gran lobo que ha de devorar a sus hijos; un poder desde el que políticos corruptos e ineficaces pueden aniquilar literalmente derechos sociales sin que se les mueva una sola ceja. Sampedro, estoy seguro, sufría en los últimos años de su vida por este deterioro imparable de las instituciones de su querido país, sembradas de juicios donde la impunidad para los poderosos prevalece y una monarquía en grave crisis de credibilidad.
          Pero Sampedro también fue un hombre de palabra verdadera, que dejó en una narrativa tres ejemplos interesantes: el amor en Congreso en Estocolmo (1952), el amor a la naturaleza en El río que nos lleva (1961) y el amor a los demás en una de sus obras más bellas: La sonrisa etrusca (1985). Tres ejemplos de gran literatura en los que Sampedro nos dice que somos algo más que números, somos seres que habitan en las incertidumbres, pero llenos de alma y de luz, un potencial que en sus novelas no deja de brillar.
         En Congreso en Estocolmo asistimos al encuentro de seres que aman la cultura, donde sobrevuela el tema de la amistad y del amor en un marco aparentemente austero, el del paisaje nórdico de Estocolmo.
          La amistad aparece trenzada como un valor que se va hilvanando, demostrando que, para el novelista, esta es una virtud necesaria para ser feliz. Los hombres y mujeres que se contagian de la amistad tienen un alto sentido ético, conocen el esfuerzo y saben compartirlo, en una suerte de generosidad que es la que practicó Sampedro a lo largo de su vida:
 
          Y volver a hablar de la amistad, a tratar de definirla, a permitirla él y a aceptarla ella. En el fondo, a saborear la palabra y todos sus indefinibles armónicos y cautivadoras resonancias.
          El narrador sabe que la palabra es tesoro, precioso don en el que conviven hombres y mujeres que saben que el lenguaje precisa el entendimiento ético que hay en el ser humano. Sólo así el lenguaje es limpio y verdadero. Pero también la ciudad de Estocolmo, como si el narrador se hallase encandilado por sus aguas, aparece definido en este precioso párrafo del libro:
 
          La ciudad era todavía más exquisita bajo la lluvia mansa. Todo el colorido diverso de las fachadas adquiría delicados tonos de pastel y los tejados de verde cuadernillo relucían concentrando suavemente la luz.
 
          Paisaje que va dejando sus poros en sus habitantes, llenando de fulgor a los seres, como si se impregnasen de la luz de la ciudad nórdica, fría y cercana a la vez, como el amor y la amistad.
        Karin, Klara, son seres hechos con el molde de la vida, con sus luces y sombras, en ese ámbito elegante de Estocolmo.
         El río que nos lleva es una novela desbordante donde la figura de los gancheros que se encaraman al río Tajo, poniendo en riesgo su vida para coger los troncos que van arrojando los árboles, nos seduce. Novela hermosa, sus descripciones se convierten en mosaicos de luz, en cuadros que el cine llevará más tarde a la pantalla, lo que demuestra el sentido narrativo de Sampedro para crear una novela de gran hondura:
 
           Sintió muy inmediato la atracción de un remolino, pero lo salvó sin soltar al chico, aunque hundiéndose. Un golpe de piernas contra el forro fangoso le impulsó hacia arriba con su presa; pero casi falto de aire y turbia la vista, salió por donde pudo.
 
          El Tajo como el río que lleva la vida de los hombres, expuestos al peligro de su trabajo, heridos, seres a la deriva, como la novela se encarga de contar. Don Pedro, El Seco, Paula, son espejos de la vida dura de los gancheros. También los diálogos sirven para entender el esfuerzo del narrador para que los personajes nos lleguen, se aproximen a nosotros, se conviertan en seres reales:
 
          Y contrata a la gente, se bebe la salida pa animarse y, ¡hala!, a trajinar… Yo, que andaba aburrío, pues me enganché...
 
          La naturaleza, lugar de remanso, pero devastadora también, donde los gancheros sirven su vida como ofrenda, para contarnos esta historia que va calando, con el paisaje como fondo, porque la novela destila belleza en cada página:
 
          Detrás de la casa estaba la pequeña represa. Por las grietas del azul se escapaba el agua, pero aún retenía un estanque increíblemente quieto, lleno de ovas y musgo, en la fría muerte invernal agravando su desolación.
 
          Novela culminante. Sus personajes se meten dentro de nosotros, su compromiso ético con la vida es espejo del novelista, convertido en hombre entregado al don de la narración, donde todos podemos mirar mundos parecidos y lejanos al nuestro.
          Por último, un reflejo de la bondad de Sampedro ante sus personajes fue La sonrisa etrusca. Se cuenta la vida de un hombre en la culminación de sus días, un hombre que encuentra en su nieto un confidente para reflexionar desde dos prismas, el que da la experiencia y el que da la inocencia, dos reversos de un tiempo relativamente corto, pero que va dejando en nosotros un poso imborrable que perdurará en el tiempo:
 
          La tortura del viejo culmina en el dolor de ese silencio que, aun cuando previsto, le desgarra. Se descubre empapado de sudor, imagina a la víctima vencida, al niño más solo que nunca, sin fe ya ni en ese viejo con el que había sellado un pacto; en cuyos brazos se refugió momentos antes y que ya le había traicionado...
 
          Resumen magnífico de dos mundos, dos seres que abren y cierran la vida. Sampedro medita sobre la visión ética de un mundo cuya desolación no le impide seguir soñando, ese sueño que le interrumpió la muerte, ya en sus noventa y seis años, indignado con los que, como diría Lorca, muerden a los hombres que no sueñan.
         Sampedro no morirá, los sabemos. Porque más allá de su literatura, brillante desde luego, queda un hombre de mirada honda y limpia, tan necesaria.

HOMERO EXPÓSITO: LA METÁFORA EN EL TANGO

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por MANUEL GUERRERO CABRERA

     Nadie puede escribir un tango si no sabe escribir un soneto.
     Homero Expósito, a quien se le ha llamado «el último paso de un proceso de evolución de las letras de tango» (1), a quien se le considera la cumbre del «proceso de superación poética del tango» (2), es quien afirma la sentencia que abre este artículo. Tal aserción implica que el autor de tangos debe tener un dominio formal (y del fondo) de la técnica poética, a fin de que una composición popular llegue a adquirir competencias de poesía. Mientras que los temas son los mismos, las capacidades estéticas del tango han evolucionado con el paso del tiempo, hasta encontrarnos, por ejemplo, un uso arriesgado de la imagen y de la metáfora, de las que precisamente Homero Expósito es su mayor innovador y en la que ningún estudioso del tango duda de relacionarlas con la vanguardia e, incluso, con el poeta granadino Federico García Lorca (3).
 
     Siempre en la búsqueda de una mayor dimensión poética, impuso una novedosa renovación formal de expresión […] Y logrando además enfoques conceptuales de marcado vuelo literario. (4)
 
     Uno de los motivos de su persistencia y afán por igualar el soneto y el tango se debe a su educación. El padre de Homero lo ingresó en el Colegio San José de Buenos Aires, uno de los más prestigiosos, donde «ordenó totalmente su conducta intelectual»(5). Luego ingresaría en la Facultad de Filosofía y Letras y conseguiría una sólida formación cultural e intelectual, no sólo por su afán lector tanto de clásicos griegos y latinos y obras modernas, sino también por el teatro, que siempre le atrajo. Así, aunque sepamos que era un ávido lector y un buen conocedor de la literatura clásica española, no podemos sino sorprendernos (y celebrar) que haya escrito el tango Maquillaje a partir de los famosos versos de los hermanos Argensola, comenzando su tango-poema del siguiente modo:
 
                    No… / Ni es cielo ni es azul, / ni es cierto tu candor, / ni al fin tu juventud.
 
     Por lo tanto, no debe extrañarnos las capacidades literarias de este autor, de las que se valió únicamente durante una veintena de años (1938-1957), lo que resulta muy significativo cuando comprobamos que Homero nació en 1918 y murió en 1987 (6). Las fuentes consultadas no coinciden en indicar por qué motivo dejó de componer y se alejó de esta actividad (7) en la que, no sólo había alcanzado el éxito, sino también continuaba siendo alabado como uno de los grandes poetas del tango. Sin embargo, después de 1957 publicaría el libro de poemas y canciones Milongas de John Moreyra (Freeland, 1968) y Trenzas de color de mate amargo (Torres Agüero Editor, 1978) (8).  
En el presente artículo, analizaremos y valoraremos la metáfora como proceso de su creación y, dentro del tango, su notabilidad; así como de su posible relación con la de Lorca.
1. LA METÁFORA EN LA PRODUCCIÓN DE HOMERO EXPÓSITO
     Sin duda, el uso de la metáfora es de lo más interesante de la obra de nuestro autor; sin embargo, consideramos que, a fin de realizar una mejor visión del uso de este tropo, atendamos brevemente otras cuestiones semánticas, las que atienden a la sustancia del significado. Esto analiza el léxico  (desde la frecuencia de uso de una palabra o la mayor o menor presencia de sustantivos abstractos, concretos, simples… hasta eufemismos, valores expresivos o frases hechas), la polisemia, homonimia, antonimia, sinonimia de las palabras, los cambios semánticos y los tropos y, por último, el análisis de figuras retóricas (en el caso de nuestro autor, utiliza frecuentemente el símil y la prosopopeya y, en menor grado, la antítesis y el oxímoron).
     No podemos, ni pretendemos, hacer un análisis completo de lo inmediatamente referido, tarea que sobrepasa el propósito de este artículo, pero sí queremos destacar algunos aspectos:
 
     -La casi total ausencia del lunfardo. Incluso, apenas nos parecen propias de él la expresión de despedida «¡Chau!» (en ¡Chau, no va más!) y la palabra «cortada» (Farol).
     -La palabra «noche» es el sustantivo más utilizado, lo que da lugar a que llegue a tener diferentes connotaciones y significados.
     -En ocasiones utiliza una misma palabra como término real y figurado en la misma secuencia, a modo de polisemia, lo que acentúa la metáfora:
 
                     Deshojaba noches
                     esperando en vano
                     que le diera un beso,
                     pero yo soñaba
                     con el beso grande
                     de la tierra en celo.

 
     -El uso del símil es uno de los recursos más empleados e, incluso, uno de los más creativos e interesantes del estilo de Homero. Citamos algunos ejemplos: la promiscuidad se manifiesta «como un desnudo de vidriera» (Afiches), el pulso del amor es constante e inalterable «como late en la muñeca mi reloj» (El milagro) y un recuerdo del pasado que aún le hace sentirse cobarde «como un pájaro sin luz» (Naranjo en flor).
 
     Sirva lo expuesto como introducción al uso de la metáfora, que podemos intuir desde los ejemplos aportados. Para ello, seguimos la sistematización de P. Fernández, por lo que analizaremos las estrofas desde su estructura.
La metáfora sinestésica, la basada en el intercambio de sensaciones olfativas, visuales, auditivas, etc., es la primera que analizamos. En la producción de Homero no es habitual y, por ello, consideramos que es selectivo en su empleo. Veamos tres ejemplos:         
El tango perfuma la noche. (A bailar)
Y un compás de tango de antes
va a poner color
al dolor del emigrante. (Cafetín)

Seda dulce de tus trenzas,
luna en sombra de tu piel. (Trenzas)

     En el ejemplo a) hallamos la unión de lo auditivo (tango) con lo olfativo (perfuma), en clara alusión a que la música llena todo. En b) lo auditivo (compás de tango de antes) se enlaza con lo visual (color) y lo táctil (dolor), resultando el contraste entre los sueños y la realidad del emigrante, que encuentra consuelo y alegría en los tangos de antes. Y en c) lo táctil (seda) obtiene una sensación del gusto (dulce), que se encuentra en situación de oposición distintiva con lo visual (luna en sombra), representando el pelo trenzado y oscuro sobre la piel de una mujer. De estos tres ejemplos, destaca b) por su hermetismo.
     La metáfora simple impura A (plano real) es B (plano evocado) no es la más empleada por nuestro autor, pero sí la que utiliza para plantear en el plano evocado o metafórico las imágenes de mayor impacto para ser utilizadas en el tango del momento. Analicemos estos ejemplos:
Tu luz […]
es una cruz.
(Farol)

Tu forma de partirnos dio la sensación
de un arco de violín
clavado en un gorrión.
(Óyeme)

Eran sus ojos de cieloel ancla más linda
que ataba mis sueños.
(¡Qué me van a hablar de amor!)

      En d) la luz del farol adquiere señal de creencia y guía, como lo es la cruz para los cristianos. En e) la muerte del amigo causa el mismo sentimiento horrible que la que produciría un arco (lo que se relaciona con flechas) de violín a un gorrión, precisamente, porque el violín es un instrumento y el gorrión es un animal que crean música; la muerte del amigo es repentina y sugiere la imagen de música interrumpida de pronto (9). En f) hemos optado por un ejemplo más fácil que en d) y e), pues los ojos de la mujer era lo que le aferraba a los sueños de amor. De nuevo, nos sorprende la dificultad del plano evocado, totalmente novedoso para una canción (con una estilística) popular como es el tango. He aquí la gran originalidad de Homero Expósito: unir el plano popular con el culto, como une los dos planos de la metáfora.
 
     Contrasta con la anterior la ausencia de la fórmula metafórica B es A (simple e impura) o, al menos, no hemos considerado ninguna metáfora construida con esta secuencia. Sin embargo, más adelante observaremos cómo sí encontramos ejemplos en el que el plano evocado se adelanta al real expresadas con otras secuencias metafóricas.
 
      Así, en relación con lo anteriormente dicho, la metáfora simple e impura A de B es mucho menos utilizada que B de A (también simple e impura). «Tus ojos de trigo» (Tu casa ya no está) o «Tus ojos de azúcar quemada» (Pedacito de cielo) nos aportan dos de los escasos ejemplos que hallamos y que no son complejos –resulta interesante la sensación de mirada dulce de los negros «ojos de azúcar» del segundo ejemplo (10). Aunque con reticencias, propongo que «muda voz del yeso» (El milagro) figure dentro de esta metáfora impura: el oxímoron «muda voz» nos habla del silencio como plano real, refiriéndose al «yeso», que sería el verdadero plano evocado.
 
      Y, como decíamos, B de A es de las más empleadas con muestras tan interesantes como los siguientes:
Sobre el fino garabato /
de un tango nervioso y lerdo. (A bailar)

 Un arrabal con casas /
que reflejan su dolor de lata. (Farol)

El beso grande de la tierra en celo. (Flor de lino)
El puñal del Obelisco. (Tristeza de la calle Corrientes)
     Pese a la misma estructura, son metáforas muy variadas, como el  movimiento de g), la miseria reflejada en h) y la fertilidad de i). Frente a éstos, resulta llamativa una metáfora basada en lo visual por la similitud de apariencia de un «puñal» y el Obelisco. Por lo tanto, es una de las estructuras metafóricas que emplea con más creatividad y originalidad.
 
     A, B es una metáfora denominada oposicional, según ésta sea especificativa o explicativa. No es de las más empleadas y suponemos que esto se debe a que no logra el mismo efecto estético que la anterior. Por ello, en alguna ocasión suele aparecer unida a otra estructura metafórica.
Mi cantar,
cofre azul de lo imposible. (Mi cantar)

Mi casa es el cielo, una azotea. (Bohemio)
     En ambos ejemplos los dos planos amplían su significado; en k) el cantar es tan abarcable como el cielo y en l), a la identificación de la «casa» con el «cielo», surge la oposición con «azotea», que se intensifica pues en el significado de esta palabra coinciden «casa» y «cielo».
     La denominada metáfora impresionista (A, b, b’, b’’…) no aparece en su obra sino en una ocasión y la mostramos, con dudas, aquí como ejemplo.
                               […] si ya aprendió a vivir?
                              Y entendió que hay madres que se van,
                              amigos que no están
                              y niños que se mueren sin juguetes.
                              (Ese muchacho Troilo)
     Nuestro argumento se basa en que «vivir» es A y los tres versos siguientes son b (madres…), b’ (amigos…) y b’’ (niños…), lo que son tres facetas de la vida.
 
     Tampoco utiliza mucho la metáfora superpuesta (A da lugar a B y ésta a C), en la que el plano real crea una cadena de evocaciones, pese a que Expósito acierta en su uso y logra originales imágenes, como la siguiente:

                                Ventanal donde un lente permanente
                                 televisa mi dolor para la ciudad.
                                 (Sexto piso)

 
     «Lente» y «televisa» apoyan, desde el plano evocado, la imagen de «ventanal», creando una metáfora muy lograda, que no tiene difícil comprensión.
 
     Pero, frente a todos los tipos anteriormente vistos, es la metáfora pura, donde rompe los lazos entre los dos planos, la que más utiliza. B en lugar de A. Aquí encontramos los mayores vuelos poéticos del tango y de la producción del autor que tratamos. Aquí está el medio que ha hecho que el tango de Homero sobresalga sobre otros y se convierta en poesía.
Ya da la noche a la cancel
su piel de ojera. (Afiches)

Ya lista para el viaje
que desciende hasta el color final. (Maquillaje)

 
La noche llenaba de ojeras (Pedacito de cielo)
Ya llueve plata en mis sienes. (Dos fracasos)
Perfume de naranjo en flor. (Naranjo en flor)
 

Tal vez se escapó a tus ojeras. (Pedacito de cielo)
Y latías –rama seca– / como late en la muñeca mi reloj. (El milagro)
Por más que pueda más
la noche ser más cruel. (Óyeme)
 
Donde el callejón se pierde brotó ese yuyo verde del perdón. (Yuyo verde)


     El repertorio es amplio, teniendo en cuenta los ejemplos que hemos dejado atrás y los de Flor de lino, que trataremos aparte. Por un lado, en o) y u) la oscuridad de la «noche» aparece representada por la «ojera» y la de la noche más larga, la muerte, queda representada por las «ojeras» de v); en este último caso, el uso de la metáfora es original. Por otro lado, nuestro autor emplea metáforas fácilmente comprensibles y claras como en p) que alude con «plata» a las canas que abren la puerta a la vejez,  y en r) y t) que aluden con el «viaje» y la «noche» respectivamente a la muerte; mientras tanto, el resto de metáforas resulta más complejas: en q) se trasluce a la evocación de revivir que late en la rama seca de un árbol cada primavera (11), en s) el «perfume de naranjo en flor» es aquello que queda del amor, como un perfume se impregna en la piel, la ropa, el recuerdo; y en w) la muerte también está presente, no sólo con el «callejón», final de la vida (el tango también habla del «país» del que no se vuelve), porque no se puede regresar, como demuestra el «yuyo verde» que ha crecido, como crece el perdón ante la ausencia. A Yuyo verde le ocurre como Naranjo en flor y Flor de lino, en los que las metáforas están bien complementadas y elaboran un firme poema en su plenitud. Por ello, indicábamos que Flor de lino merecía atención aparte:
 
                          Deshojaba noches
                          esperando en vano
                          que le diera un beso,
                          pero yo soñaba
                          con el beso grande
                          de la tierra en celo.
                          Flor de lino,
                          qué raro destino
                          truncaba un camino
                          de linos en flor…
 
                          Deshojaba noches
                          cuando la esperaba
                          por aquel sendero
                          llena de vergüenza,
                          como los muchachos
                          con un traje nuevo:
                          ¡Cuántas cosas que se fueron,
                          y hoy regresan siempre
                          por la siempre noche
                          de mi soledad!
 
                          […]
 
                          Hay una tranquera
                          por donde el recuerdo
                          vuelve a la querencia
                          que el remordimiento
                          de no haberla amado
                          siempre deja abierta:
                          […]
                          Deshojaba noches
                          cuando me esperaba
                          como yo la espero,
                          […]
                          Flor de ausencia, tu recuerdo
                          me persigue siempre
                          por la siempre noche
                          de mi soledad. (12)

 
     Nada más leerlo adivinamos que la temática del texto es amorosa. El amor queda representado por el «camino de linos en flor», pero, como estamos realmente ante un desamor, la amada, que es la «flor de lino», se desenamora y se angustia («deshojaba») en sus «noches», en su soledad, como hoy le pasa al yo poético del texto «siempre por la siempre noche de mi soledad». Esta metáfora permanece en todo el texto y la «tranquera» se llena de nuevas connotaciones, reforzando la temática de este poético vals.
     Por lo tanto, la metáfora de Homero Expósito actúa de modo que completa lo poético de su producción y eleva una letra de tango con rasgos de la literatura.
2. OBSERVACIONES
     Tres aspectos se pretenden atender brevemente en este punto: valoración de su metáfora en el tango, originalidad de la misma y relación de aquélla con la de Federico García Lorca.
 
     El tango-canción cuenta con metáforas en su haber casi desde sus inicios. Celedonio Flores utilizaba en 1923 la imagen «mueble viejo» en Mano a mano, lo que no deja de ser una metáfora, al cosificar a la mujer; el mismo año en el que compuso el tango La mariposa en la que identificaba metafóricamente a la mujer con aquélla. Se pueden citar variados y múltiples ejemplos antes de los años cuarenta: «labios de fuego» (La percanta está triste, Vicente Greco), «tus locuras fueron pompas de jabón» (Pompas de jabón, Enrique Cadícamo), «las nieves del tiempo platearon mi sien» (Volver, Alfredo Lepera), «La luna cayó en el agua» (Milonga triste, Homero Manzi)… Precisamente, este autor, Homero Manzi, será uno de los creadores fundamentales que en los cuarenta acercará el tango a sus mayores rasgos literarios, en las que hallamos metáforas como las siguientes: «Tus manos, dos palomas que sienten frío» en Malena, «golondrina entre la nieve» en Fuimos o «ceniza del tiempo la cita de abril» en Romance de barrio. Entre los autores que crean literariamente las letras, hallamos a Cátulo Castillo, a José María Contursi y, retomando aquellas palabras que indicamos al principio, a Homero Expósito, culminación de esta trayectoria. Nuestro autor hace de la metáfora la base de la mayoría de sus obras, precisamente, las que mejor aguantan el paso del tiempo: Yuyo verde, Naranjo en flor, Afiches… Y coincidimos con las siguientes palabras del poeta Horacio Ferrer, para valorarla: «Su obra poética, que causó verdadera sorpresa en el momento de su aparición, queda, por su indiscutible calidad, a la vanguardia de los clásicos del tango» (13).
     También coincidimos con Horacio Ferrer cuando lo denomina «el más puro, el más original y el más genuino» (14) de los poetas y esto se debe al uso de la metáfora, cuya innovación (dentro del tango) es una de sus singularidades como autor (15). Sin duda, quien oye o lee sus composiciones no queda indiferente y comprende que el tango ha pasado a un estadio diferente a los anteriores, desarrollando cierto hermetismo. Su metáfora sorprende normalmente por la originalidad de la imagen evocada. Es un buen ejemplo la ya citada y llamativa:
 
                          Tu forma de partir
                           nos dio la sensación
                           de un arco de violín
                           clavado en un gorrión.

 
     Debido a metáforas como la referida, se ha intentado relacionar la de Homero con la de Federico García Lorca e, incluso, la surrealista (16). Por motivos de espacio no podemos detenernos en valorar detenidamente toda la producción relacionada con Lorca.
     No tenemos constancia de que éste y Homero se hubieran conocido personalmente, al contrario que otros autores del tango, por ejemplo, Enrique Santos Discépolo, en el que curiosamente no hallamos influjo lorquiano alguno. Tampoco sabemos si poseía en su biblioteca particular algún volumen de las Obras completas del granadino que desde 1938 publicaba Losada en Buenos Aires. En este punto también todo resulta impreciso. Leer la obra de ambos autores al mismo tiempo nos hace comprobar que no están tan cercanos. Sí es cierto que hay estructuras o evocaciones similares en los versos de Homero: los lorquianos «ojos de fría plata» (17) recuerdan en estructura y técnica metafórica a «ojos de azúcar quemada» de Pedacito de cielo, y «viste y desnuda tu pincel siempre en el aire» (18) de la Oda a Salvador Dalí tiene mucho parecido con lo dicho en Afiches, «ya moja el aire su pincel». Sin embargo, un par de encuentros no muestran una influencia notoria, especialmente en motivos y símbolos (19) lorquianos; porque el verdadero influjo, si lo hay, reside en la técnica metafórica, siguiendo el modelo del granadino en la forma. Pero, insistimos, no de manera determinante.
     Lorca manifiesta sentimientos o actitudes, en algunos poemas, otorgando atribuciones humanas a las cosas, pero conectándolas con algún sentido. Por ejemplo, en «Thamar y Amnón» escribe:
 
                              Toda la alcoba sufría
                               con sus ojos llenos de alas.
(20)
     Es decir, se expresa «la inquietud de Amnón, martirizado por el deseo» (21), con su sufrimiento que se transmite a la alcoba y se hace notoria en su mirada de un lado a otro. Homero realiza algo parecido en Pedacito de cielo:
 
                                la reja de bronce
                                temblando de amor.

 
     Los temblores (de los enamorados) se transfieren a la reja, pese a su dureza (bronce).  Es la misma técnica, pero no el mismo motivo.
     Otro aspecto muy interesante en el granadino es la combinación de aspectos sensoriales en sus versos. Por ejemplo, «vista, olfato y tacto se conjugan en estos versos de la «La casada infiel»:
 
                                toqué sus pechos dormidos,
                                y se me abrieron de pronto
                                como ramos de jacintos».
(22)
 
     Homero llena sus composiciones de elementos sensoriales, pero no suele combinarlos, como ya se ha podido apreciar en los ejemplos analizados. Así, son contados los casos en los que sucede:
 
                                ¡Portal donde la luna se aburrió esperando,
                                cedrón por donde el tiempo se perfuma
                                y pasa!

                                (Absurdo)
 
     El portal (tacto), la luna (vista) y el cedrón (olfato) aparecen para indicar el paso del tiempo, que se ha llenado de las cualidades del cedrón (se perfuma) y del portal (pasa). O en este ejemplo:
 
                                Perfume de naranjo en flor,
                                promesas vanas de un amor
                                que se escaparon con el viento.
                                (Naranjo en flor)

 
     Olfato y oído están presentes en este último ejemplo. Este aspecto es muy importante, pues las metáforas de Lorca:
 
     […] son eminentemente sensibles; su elemento de identidad es sensorial. Las metáforas de Lorca se ven con los ojos, se oyen con los oídos y se sienten por los sentidos. […] Todas las metáforas de este poeta parten de un elemento sensorial. Estas metáforas son impresionistas, porque tratan de trasmitir lo que ve, lo que oye y lo que siente el poeta directamente. (23)
 
     Por lo tanto, en este punto es parcialmente afín, como en los anteriores y en otros que obviamos por falta de tiempo. Un análisis mayor nos sacaría de dudas y nos llevaría a afirmar o negar definitivamente esta supuesta influencia.
3. CONCLUSIONES
     Homero Expósito destaca entre los autores de letras de tango por su afán de superar las tradicionales y volverlas literarias, de tal modo que se le puede considerar en varios casos más poeta que letrista. Por ello, es el poeta que culmina esta tarea iniciada anteriormente por otros autores y que tan bien refiere su cita que iguala al tango con el soneto (que abría nuestro artículo). Muestra de esto son Naranjo en flor o Flor de lino. Como no tuvo continuadores (24), podemos afirmar que fue, por lo tanto, original y único.
     Aportó una nueva forma de expresión y dimensión poética, en la que el instrumento fundamental de su obra fue la metáfora. Dentro del tango la innova y la lleva a cotas expresivas y poéticas nunca vistas. Domina su uso, como demuestran los ejemplos que hemos clasificado, según la tipología de Hernández, y, en especial, el de la metáfora pura, la más empleada y la más lograda. Precisamente, la metáfora pura consigue sorprender al lector u oyente, por la innovación en su uso y su originalidad de la imagen evocada.
     Esto mismo, la originalidad, es la característica fundamental de las creaciones de Homero. No podemos afirmar un influjo lorquiano, pero tampoco negarlo del todo. Más que en los motivos, hallamos aspectos análogos en la técnica y consideramos que ahí es donde Homero coincide con García Lorca, con el fin de innovar y crear poesía para el tango, por supuesto, desde su singularidad.


NOTAS:
(1) ANÓNIMO (2007): «Homero Expósito», Aquí DEVOTO, septiembre, <http://www.acercandolosbarrios.com.ar>
(2) L. A. SIERRA (1992): «Homero Expósito», Tango y lunfardo, 74. Se ha tomado la reproducción de <www.todotango.com.ar>
(3) No dudamos de que tales declaraciones están realizadas de forma general, pero creemos que se tratan de apreciaciones muy reducidas, pues en su obra también hay ecos modernistas e, incluso, clásicos, igual de valederos para su poética.
(4) L. A. SIERRA (1992).
(5) Ibíd.
(6) Ibíd.
(7) L. A. SIERRA (1992) indica que «eludía encuentros callejeros, y motivos de evocación de toda una vida brillantemente consagrada a la música popular de la ciudad», que reproduce también el artículo de la revista Aquí DEVOTO. Por último, ESPINOSA BELÉN (s/f) señala que en 1957 dejó el tango «dedicándose a la gastronomía», por una «parálisis creativa», lo que contradice a la información hallada en la web El portal del tango en la que Homero se dedicó a la docencia de cursos de «cancionística» con su hermano Virgilio. Por lo tanto, nada está claro en este punto, pero desde aquí puede sugerirse un mal momento creativo, que le llevó al silencio.
(8) M. TABARÉS (1989): Los poetas lunfardos. Buenos Aires, Torres Agüero Editor, p. 141.
(9) C. MARCHESE (2005): «El otro Homero». Tango reporter, 11. <www.tangoreporter.com>
(10) Ya lo refiere de pasada Julio NUDLER (2004) en «La biblia y el calefón», en el sitio <http://www.pagina12.com.ar>
(11) Puede completarse el significado con lo referido acerca del uso del símil.
(12) Versificamos de acuerdo a las secuencias rítmicas en hexasílabos, salvo aquellos versos que la rompen.
(13) M. TABARÉS (1989): Los poetas lunfardos, p. 142.
(14) Ibíd., p. 141.
(15)Además de la metáfora, SIERRA (1992), ESPINOSA BELÉN (s/f) y el artículo anónimo de AquíDEVOTO coinciden en señalar la «síntesis expresiva» como otra de sus características. También aluden (salvo ESPINOSA) a la utilización del verso libre, lo que podemos observar en Ese muchacho Troilo y parcialmente en Cafetín. Respecto a esto último, sin duda es un rasgo innovador, pero no tanto como para resaltar la destreza de su uso, como se afirma en AquiDEVOTO.
(16) Nos sorprende la ligereza con la que se asocian sus versos con técnicas surrealistas. Todas las aportaciones encontradas carecen de rigor científico (webs, comentarios sin fundamento, etc.), por lo que no profundizaremos en este aspecto sino como un simple comentario.
(17) F. GARCÍA LORCA (1989): Obras completas (II). Torrejón de Ardoz, Akal, p. 149.
(18) Ibíd., p. 192.
(19) Desde aquí creo que Homero Expósito podría haber profundizado este aspecto en su obra. A modo de ejemplo, Yuyo verde resulta un tango lleno de símbolos y motivos relacionados con la muerte desde el mismo título.
(20) Ibíd., p. 183.
(21) F. GARCÍA LORCA (1989): Obras completas (I). Torrejón de Ardoz, Akal, p. 60.
(22) Ibíd., 68.
(23) I. RODRÍGUEZ (1977): La metáfora en la estructura poética de Jorge Guillén y Federico García Lorca. Madrid, Hispanova, p. 154.
(24) L. A. SIERRA (1992).

BIBLIOGRAFÍA
 
ANÓNIMO (2007): «Homero Expósito», Aquí DEVOTO, septiembre, <http://www.acercandolosbarrios.com.ar>
ESPINOSA BELÉN, R. (s/f): «Un poeta fundamental». <http://www.elportaldeltango.com>
GARCÍA LORCA, F. (1989): Obras completas. 2 tomos, edición de Miguel García-Posada, Torrejón de Ardoz, Akal.
MARCHESE, C. (2005): «El otro Homero». Tango reporter, 11.
NUDLER, J. (2004): «La biblia y el calefón». <http://www.pagina12.com.ar>
RODRÍGUEZ, I. (1977): La metáfora en la estructura poética de Jorge Guillén y Federico García Lorca. Madrid, Hispanova.
SIERRA, L. A. (1992): «Homero Expósito», Tango y lunfardo, 74.
TABARÉS, M. (1989): Los poetas lunfardos. Buenos Aires, Torres Agüero Editor.
 
 
FICHA DE LOS TANGOS ANALIZADOS
 
Afiches (1956)
Letra de Homero Expósito y música de Atilio Stampone.
Roberto Goyeneche hizo una estupenda versión en 1972 con la orquesta de Stampone.
 
Flor de lino (1947)
Letra de Homero Expósito y música de Héctor Stamponi.
La grabación de la orquesta de Troilo con Floreal Ruiz es, sin duda, la mejor.
 
Maquillaje (1951)
Letra de Homero Expósito y música de Virgilio Expósito.
Es conocida la grabación que en 1993 realizó Adriana Varela acompañada por el mismísimo maestro Virgilio Expósito. Sin embargo, la interpretación de Roberto Goyeneche con la orquesta de Atilio Stampone en los setenta es muy superior a cualquier otra.
 
Naranjo en flor (1944)
Letra de Homero Expósito y música de Virgilio Expósito.
Troilo grabó en 1944 una de las mejores versiones de este tango con la voz de Floreal Ruiz.
 
Pedacito de cielo (1942)
Letra de Homero Expósito y música de Enrique Francini y Héctor Stamponi.
Miguel Caló y su orquesta tienen una buena grabación. También destacamos la de Roberto Goyeneche en 1972 con la orquesta de Stampone.
 
Yuyo verde (1944)
Letra de Homero Expósito y música de Domingo Federico.
La orquesta de Domingo Federico graba en 1944 este tango con la voz de Carlos Vidal.


ALEJANDRA PIZARNIK: LAS PALABRAS ROTAS

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ
     No comprendo cómo Alejandra Pizarnik no nombra nunca a Ernesto Sábato, viviendo en la misma ciudad en la misma época, cuando tiene mucho que ver con él, que vive la literatura como visión y tragedia igual que ella, y en cambio menciona a Cortázar y Borges, para los cuales la literatura es más bien juego, capricho (aunque no niego que haya mucho de pasión en medio de ese juego). Tal vez es porque el parentesco era demasiado obvio, porque no se nombra lo que forma parte de uno mismo. O tal vez es que la propia realidad es asombrosa y visionaria y nos rompe los esquemas. También Sábato prefería a Sartre antes que a Camus y sin embargo tenía mucho más en común con Camus. Caprichos o sinsentidos o libertades que se toma la vida.
     En todo caso, Pizarnik es de la raza de Sábato, es una escritora trágica y visionaria. Porque vivió a fondo la literatura, porque se la tomó totalmente en serio, porque volcó todo su ser en ella, porque para ella la literatura era una visión y una profecía en sentido estricto y no se andaba con bromas (da igual que escribiera textos humorísticos a veces, también esos tienen un fondo trágico). El escritor visionario (no siempre maldito, pero maldito muchas veces) es el que se toma totalmente la escritura, para él escribir es ver realmente, romper los límites de la percepción, arrancarle visiones a la vida. Y sus metáforas y sus símbolos le están permitiendo ver algo realmente, y da la vida y la salud por ellas, y muere o se vuelve loco en el intento. Las palabras tienen que romperse y cargarse de intensidad prohibida o desaparecer. Hay que decir algo de verdad o callarse (o primero lo uno y después lo otro, como Rimbaud). Y Alejandra Pizarnik atormentó el lenguaje hasta los límites, hasta arrancarle violentamente todo lo que podía, y sufrió y se puso toda en el empeño. Sus libros son ceremonias para romper los límites del lenguaje, para hacer que este se retuerza y hable como si lo estuvieran desgarrando, por soltar una sinceridad metafísica y un delirio revelador.
     Hay un poema breve que da título a su libro Los trabajos y las noches. La noche, como en los místicos y en otros poetas visionarios, es el territorio de la visión radical, de ver cuando se apagan las imágenes convencionales, de atender cuando todas las distracciones se marchan, de volver a lo salvaje y a la transparencia del silencio. Con palabras desatadas ella expone su furia por ver en mitad de la noche: «He sido toda una ofrenda, / un puro errar, / la loba en el bosque / en la noche de los cuerpos». La mujer tiene que convertirse en loba solitaria y salvaje, en un buscar absoluto sin aditamentos, en lo más denso y radical del bosque, eliminando todas las palabrerías para de verdad ver algo radical.
     Y en la noche de los cuerpos, es decir, cuando los cuerpos se desnudan del todo, cuando muestran lo más oscuro que hay en ellos, cuando no caben en las definiciones ni en los modales de la sociedad, es cuando pueden ver. Se deshacen de los prejuicios y las doctrinas y las moderaciones y los trajes de chaqueta, se quedan en el silencio radical, se confiesan con la carne y no con el concepto (como quería Sábato), con toda su ternura y sensibilidad y vulnerabilidad, y es entonces cuando puede rasgarse violentamente la percepción. O al menos es lo que busca con toda su pasión Alejandra Pizarnik. Y las palabras cuerpo y noche sudan todas sus connotaciones, y juntas estallan en una tormenta de significaciones, en la superación de los límites del lenguaje y de la mente.
     El cuerpo (el espíritu encarnado, el hombre de carne y hueso que defendían Miguel de Unamuno y Ernesto Sábato) se opone al intelectualismo vacuo y al doctrinarismo y a la rutina de las palabras abstractas, el cuerpo es tocar y sentir, el cuerpo es lo que puede herirse pero también lo que puede glorificarse, el cuerpo está escondido por las conveniencias sociales pero se desnuda en la noche. Y con el cuerpo y el sentimiento desnudos es como se ven las verdades metafísicas y se palpan.
     El poema termina diciendo: «para decir la palabra inocente», porque lo que hay que encontrar es la palabra inocente y limpia y viva todavía, la palabra que permite ver y que no oculta, la palabra que aún no ha sido manoseada y desgastada, la inocencia es una especie de ferocidad visionaria («contemplemos sin vértigo la extensión de mi inocencia», escribía Rimbaud). Igual que el cuerpo es inocente, porque está más allá de todas las doctrinas y manipulaciones, de las palabrerías y los encierros, y más aún si se encuentra en la noche, Alejandra Pizarnik quiere buscar esa palabra inocente y no sobada que nos abra todo, que nos permita ver todo, esa palabra que sea cuerpo y pasión y soledad. La inocencia es una rebeldía total y es una sublevación contra todos los amaneramientos (por eso eran inocentes y molestos el ingenuo de Voltaire y el ingenuo de Leonardo Sciascia y la niña de Andersen). Y esa palabra inocente, que entre como un relámpago, que traiga el mundo perdido y profundo y el que no sabemos ver, que lo libere y lo desate todo, se encuentra en la noche visionaria, alcanzarla es un trabajo propio de la noche, es un trabajo inspirado y visionario como «el oficio u hosco arte» cercano a los amantes del que habla Dylan Thomas.
     La noche, como comprende Alejandra Pizarnik en Los trabajos y las noches nos dará inocencia y gracia y libertad,  las lobas en el bosque descubrirán su propio cuerpo sin cortapisas, veremos los sueños y los deseos en lo más profundo de nosotros, regresaremos al bosque donde ninguna doctrina ni lenguaje manido nos aprisiona.
   Y en el poema Alejandra Pizarnik habla de reconocer y de significar, y es que en la noche se produce el reconocimiento, es decir, la revelación, y la visión, y la reminiscencia, cuando las cosas muestran su rostro más reprimido,  cuando no hay que recomponer la mirada para quedar bien, cuando podemos abrir los ojos totalmente, cuando uno está solo consigo mismo en el bosque, e incluso si estamos con otros podemos ver como si estuviéramos solos.
      Porque la noche es el territorio de la visión por excelencia (Alejandra Pizarnik lo sabe muy bien en todos sus libros, y cuando cita a Rilke en una carta a Antonio Beneyto), y da significaciones, porque es entonces cuando todo se vuelve verdaderamente signo, cuando todo alude a otra cosa (e incluso se convierte en otra cosa). Es entonces cuando todo pierde su mera materialidad inerte y se vuelve espiritual o mítico o directamente asombroso. Y Alejandra Pizarnik metafísicamente desnuda, sin la protección del lenguaje, no duda en intentar ver todo aunque tenga que morir. Y con su inocencia desgarrada está dispuesta a romper las palabras para mirar la vida o morir.

EMILY DICKINSON, EL HUÉSPED MÁS EXTRAÑO

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ

          Emily Dickinson es un caso de persona a la que no se toma en serio en su tiempo y precisamente por eso dice las cosas más profundas. A menudo la inspiración funciona en el secreto, en el retiro de las casas, en las mujeres escondidas detrás de los visillos, en las solitarias a las que la gente no escucha. No publicó poemas mientras vivió porque los directores de revista no los consideraron publicables, no tenían nada libresco ni académico, y precisamente por eso revolucionaron la poesía y aportaron aliento de verdad. Las personas que están cerca del silencio son aquellas que más experimentan la inspiración, ésta raramente surge en las reuniones sociales, en las redacciones de las revistas o en los despachos de los catedráticos.
          Además, Dickinson aportaba un mundo que no podía ser comprendido, que no tenía nombre hasta ese momento, hablaba de cosas metafísicas, del aliento y el misterio en cualquier esquina, de abismos en los rosales, del prodigio y de la plenitud, de lo trascendente en los insectos, todo estaba cargado de aliento y de respiración, su casa y su jardín eran más densos que todo Estados Unidos, y aquello podía parecer  desconcertante, incluso de mala educación. ¿Quién es esa mujer silenciosa y libre que vive sin salir de su casa lo que nadie ha vivido en todos los rincones del mundo, que asiste a  increíbles prodigios, que sabe la manera de convertir el lenguaje en algo misterioso y deslumbrante? Todo resulta fascinante en ella, su actitud, sus cartas, sus poemas inclasificables y asombrosos. En ella funciona el fragmento, la estrofa sin esquema previo, la negación de todo plan, la fulguración de cada instante, el tono de revelación sencillo, la tranquilidad con que dice las cosas más abrumadoras. Ella nos desmaterializa, nos convierte en sombras o en humo, nos transforma en otra cosa, y la poesía es transformación como decía Rilke. A menudo parece estar en estado de gracia,  y nos habla como un espectro, como una llama errante de Georgina Rossetti, como una  pasión silenciosa, en ella está la inspiración de la vida, como lo estaba en las obras de Santa Teresa. ¿Y cómo podía escucharla ese director de revista con la cabeza llena de fórmulas, que no sabía cómo brillaban las rosas en aquel jardín, cómo bailaban las libélulas, cómo los muertos le pedían a que regresara?
          En un poema compara nuestra mente con una casa encantada llena de espectros y fantasmas desconocidos e incontrolables. Nadie puede dominarlos y ni siquiera nombrarlos, ahí está su abismal libertad interior. Hay que saltarse todas las reglas y todos los convencionalismos académicos y todos los procedimientos aprendidos para poder aludir a ellos. En el poema alude al encanto, al misterio, al soplo, a la presencia interior que nadie ha catalogado ni puede hacerlo. Que puede producir terror pero también un sentido de libertad interminable. Lo mismo sugería Santa Teresa cuando hablaba de todas las presencias de su castillo interior, en el cual ella se siente abocada a todas las experiencias, sin que puedan hacer nada los inquisidores o los académicos.
          A medianoche esas presencias que están dentro de nosotros se muestran intensamente. Es más seguro, dice la poetisa, hacer frente a un fantasma exterior a medianoche que encontrarse con el frío huésped dentro de nosotros. Tal vez es un invitado que la lleva a experiencias insólitas. Tal vez es lo desconocido que supera todas las coacciones y rompe todas las doctrinas y echa abajo nuestras certidumbres. Tal vez es lo más remoto de nosotros donde nadie puede alcanzarnos. Tal vez es la existencia más profunda que se manifiesta en las experiencias abismales.
          En esos seres que aparecen de noche en la casa encantada de la mente, como en los ángeles de Rilke, radica el sentido de nuestra libertad más invencible. Donde ocurren las revelaciones profundas, donde se muestra lo extraño, cuando la palabrería de la sociedad y de las doctrinas se apaga. Y entonces solo se puede hablar con fragmentos, con textos inacabados, con puntos suspensivos, como Emily Dickinson, saltándose todo modelo preconcebido, toda estrofa codificada. Porque el contenido nunca visto así lo exige.
          Emily Dickinson dice que es más seguro galopar por una abadía solitaria que encontrarse a uno mismo desarmado en un sitio solitario. Desarmado, es decir, sin corazas, sin conceptos, sin doctrinas, sin palabras. Sin puertas mentales, con el ser desnudo expuesto a lo que venga. En un lugar solitario, es decir, sin que nadie estorbe, en la soledad radical, cuando ya no podemos disimular ni ponernos en palabras, cuando somos libres.
          Esa libertad increíble también puede producir horror, ver que somos invitados desconocidos de nosotros mismos, que no nos sujetamos a nosotros. Un asesino escondido en nuestra casa no nos produciría tanto horror. De pronto nos descubrimos de verdad, nos vemos de una forma relampagueante, notamos que durante toda una vida no nos habíamos dado cuenta de nada. En mitad de la noche se rasga el velo del templo, se vienen  abajo todas las cortinas y de repente vemos nuestra libertad en un espejo. La misma angustia les produjo después a los existencialistas pero también la misma liberación.
          Y todo ese descubrimiento insólito solo puede expresarse en el fogonazo, en la chispa, en la exhalación. Igual que Teresa de Jesús solo pudo expresar sus experiencias interiores rompiendo el lenguaje con comparaciones chocantes, con paradojas, con buscar símbolos en las cosas más espontáneas,  sacudiendo el lenguaje de todo academicismo o acartonamiento. Igual que los músicos románticos solo pudieron expresar con libertad lo más íntimo saltándose los programas y las estructuras y escribiendo nocturnos o improvisaciones o impromptus. No, todo eso no cabía en los viejos moldes.

EL ALMA DE PACO MIRANDA: ELEGÍA EN CINCO MOVIMIENTOS CRONOLÓGICAMENTE DESORDENADOS (MÁS UN SUEÑO Y UNA PESADILLA)

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por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA
Un hombre solo está siempre en mala compañía
PAUL VALÉRY
 
el agua se cristaliza
las luciérnagas se apagan
nada existe
CHIYO-NI


          EL SUEÑO (entrada)
 
          Estamos en un campo de color rojo y llueven fragmentos milimétricos de metal. Los fragmentos silban en los oídos y la lluvia cae de forma horizontal y hablamos y nos vemos filtrados, con interferencias.
            No sé si es él o yo quien lleva una carta en la mano.
            Es el dos de picas.
            No sé si es él o yo quien dice que es otra carta:
            El dos de corazones.
         Ahora, después de despertar, tengo claro que es él quien lo dice. De todos modos, dentro del sueño, acepto la mentira mientras llueve en horizontal: fragmentos milimétricos de metal que silban en nuestros oídos mientras hay interferencias en la voz, el paisaje, la visión. Interferencias que ya no me permiten hablar con él tranquilamente.
 
 
          Domingo 7 de junio de 2015, Murcia
 
          1
 
          La muerte tiene lugar en un hospital.
          O en una carretera.
          A veces pasa así:
          se sale el coche de la calzada, choca contra otro, etcétera.
          Cosas de ese tipo.
        La muerte tiene lugar en la tele. También puede ser de esa forma. Dentro del rectángulo perfecto donde yacen cadáveres y explosiones.
          La muerte, a veces, se reduce a cuestiones semejantes:
          Hospitales, carreteras, televisión, cadáveres. Narraciones que no nos tocan.
          La muerte era eso y te das cuenta que a veces escapa, sin que te lo esperes, de esos precisos límites. Siempre lo hace. Se te suele olvidar que la muerte está más cerca de lo que, con frecuencia, desearías.
          Se te suele olvidar.
       2
 
       Llega un buen día en que alguien se anuda el corazón al cuello y aquel deja de latir. Poco a poco se apaga el pulso por la falta de aire. Poco a poco los ojos se quedan en blanco y miran hacia el infinito, hacia dentro (El infinito es un lugar blanco que, probablemente, espante al observador).
       Luego queda sólo el canto de los pájaros (invisibles entre ramas y hojas de árboles) y un cierto vaivén en el cuerpo que se mece como si en toda esta vida ese cuerpo solamente hubiera sido un juguete.

       Miércoles 3 de junio de 2015, Murcia
 
       3
 
       Hablamos del tren, de ir en tren. Mirar por la ventana y observar el paisaje.
       —A partir de Totana cambia —dice Paco—. Antes no es tan bonito.
      Observar el paisaje como quien deletrea en ese acto el sentido de la realidad. Si es que lo tiene. Si es que en algún momento lo atisbamos (aunque el sentido no sea más que una mentira pasajera: como decir que tienes un dos de picas cuando en realidad en tus manos hay un dos de corazones).
       —Después de pasar Lorca es aún más bonito —algo así dice.
       Unas amigas comentan que quizás irán al día siguiente a Águilas mientras discutimos tranquilamente a quién votar el domingo, en dos días.
      Hablamos del tren, de ir en tren. Imagino la ciudad de Águilas y el puerto, la playa desde el puerto. Imagino el interior del vagón, los asientos, la luz entrando por las ventanas y partículas de polvo amarillo en suspensión.
        Imagino eso y su sonrisa.
 
        (Ahora escucho su voz. Imagino su voz dentro de mi cabeza que dice:
        —Ya estoy en el mar.)
          4
         
          Pienso en una canción de John Cale. En el apellido de la mujer a la que nombra el título de la canción. Pienso en la coincidencia de apellidos:
 
…Since the soul of Carmen Miranda
Had captured the mind of man
Dismissed with her generation
For the price of a Cancan…
 
          La melodía de la composición me vino anoche a la cabeza, antes de meterme en la cama, después de varios años sin pensar en esa canción. Pienso en la frivolidad suprema, al pensar en él, de tener en la cabeza el nombre de Carmen Miranda (la de las frutas tropicales en su cabeza), pero el silabeo de John Cale al ir pronunciando los versos de la canción (‘The Soul of Carmen Miranda’) me hace ver su rostro bien definido, con precisión, sin interferencias.
          La letra de Cale habla de abandonar, de abandono, de ser abandonado, sentirse así. Y la melodía y el sonido se instalan en el hipotálamo y no salen de ahí. Se quedan dentro con toda la nostalgia que la canción tiene, como si fuera el hilo musical de la conciencia.
 
          5
 
          Querido Paco,
        Hoy he cruzado Pantanosa desde el norte hasta el Barrio del Carmen, desde esa parte de la ciudad donde se quedaron edificios a medio construir y solares en los que crecen cañas y arbustos.
          Iba caminando evitando las grandes avenidas, pasando por calles peatonales con carril bici y fijándome en alguna que otra persona que hacía deporte y corría. Iba atravesando zonas deportivas en vecindarios de clase media-alta y observando chinos en la puerta de sus comercios, una mujer de ojos rasgados con una caja de cartón entre las manos y ojos suaves como el mar, pájaros cantando, invisibles entre las hojas de los árboles, las ramas vibrando por el viento de la tarde.
         
           La vida que, pese a todo, siempre continúa.
         
           Luego llegué hasta el río, lo crucé, sentí ese olor de agua estancada.
 
           Recibe un amoroso abrazo de un amigo.

       LA PESADILLA (salida)
 
      Alfonso Costafreda. Cesare Pavese. Yasunari Kawabata. Yukio Mishima. David Foster Wallace. Horacio Quiroga. Alejandra Pizarnik. Alfonsina Storni. Ángel Ganivet. Osamu Dazai. Heinrich von Kleist. Virgina Woolf. Jacques Rigaut. Ernest Hemingway. Silvia Plath. Guy Debord. Malcolm Lowry. Arthur Koestler. Gilles Deleuze. José Asunción Silva. Séneca. Primo Levi. Hunter S. Thompson. Marina Tsvetáyeva. Unica Zürn. Emilio Salgari. Ryunosuke Akutagawa. Safo. Sándor Marai. John Kennedy O´Toole. Stefan Zweig. Leopoldo Lugones. Lucrecio. Francisco Miranda Terrer.

JOSÉ ÁNGEL VALENTE, EL VER APASIONADO

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ
          El final del libro El fulgor (que luego dio título a una antología de su obra) de José Ángel Valente es impresionante, el pájaro se posa sobre el cuerpo y lo convierte en grano, lo transfigura, lo transustancia, y hay otro pájaro que vuela dentro del cuerpo y lo convierte en transparencia y en luz, y hay otro pájaro que se bebe el cuerpo. Esta es la visión. Los cuerpos se convierten en pájaros, de súbito se convierten en alma, en secreto, de súbito ya nada estorba y el cuerpo falto de pesos y gangas y lastres se levanta y vuela en libertad, se llena de sentido, se muestra prodigioso. Aparece toda la belleza prodigiosa del cuerpo y toda su gracia, el poeta visionario ve el cuerpo lleno de vida y de transparencia y de sentido.
          El mundo se espiritualiza y se diviniza, vuelve a ser algo fascinante y profundo, recupera el encanto que, según Max Webber, había perdido. El mundo se llena de luz otra vez, pero esa luz no es la del día, la que dan los conceptos y los temas sabidos, la que aprendemos en las escuelas, las falsas seguridades, es otra luz más ligera y alada e íntima, y precisamente se confunde con la noche, con lo ininteligible que siempre señala Valente como espacio de la poesía. El no entender, como quiere Valente, hace que el poeta no controle a su objeto, que lo vea como un sujeto, como una maravilla, y lo ame, y se intercambie con él. El no entender no viola el objeto, y todo el mundo entonces se vuelve prodigioso y divinizado.
          Todo el libro El fulgor está dedicado al cuerpo, pero es en el cuerpo donde se da esa vitalidad (como captan también los grandes escultores visionarios), el cuerpo es algo animado, sólo así se puede llamar cuerpo, porque sin alma un cuerpo es un cadáver. Y todo el erotismo, toda la sensualidad, tanto la erótica como la mística, toda la celebración, toda la fiesta, vienen de que el cuerpo esté vivo, asombrosamente vivo, como sólo un visionario puede ver. Los agregados fisicoquímicos y los croquis de los científicos no provocan erotismo ninguno, ni pasión alguna, el intelecto quiere analizar la pasión y paralizarla, pero la pasión persiste, y con ella el ver apasionado. Y eso es lo que hace la poesía, la visión. El análisis quiere matar, pero la poesía ama y ve, se acerca y toca las cosas, las experimenta, las vive en secreto, las ve en toda su infinitud. Y entonces la poesía es fulgor, ese fulgor inaprensible que encontramos en lo más secreto, cuando vemos con lo más secreto de los ojos, y lo expresamos con lo más secreto de las palabras.
          Valente ha aprendido mucho de los místicos. Y la poesía, como él indica, nos da la verdadera iluminación. Esa iluminación que nos acerca la entraña misma de las cosas, que las respeta, que no trata de imponerle legislaciones ni decir “te comprendo, tú eres esto y te callas”. No, para Valente, como para los místicos, son los objetos los que nos hablan a nosotros, y nosotros callamos. Durante muchos años Valente intentó poner en práctica eso, acercarse a la orilla del silencio, alcanzar el lenguaje al borde del callar, captar la vida en la frontera de la muerte, sentir los cuerpos frente al vacío. Por eso de él surgió en la poesía española toda una poética del silencio. Sólo pudo acercarse a esos fines a base de jugar con el fragmento, con lo no sistemático, con la visión fugaz en lugar del poema de programa, con la negación de sus propias conclusiones, con el vagar en el desierto de sus propias soledades.
          Por ello los últimos versos de El fulgor dicen: «Y todo lo que existe en esta hora / de absoluto fulgor / se abrasa, arde / contigo, cuerpo / en la incendiada boca de la noche». No se puede decir más con menos palabras, nombrar la luz absoluta, el movimiento extremado y desesperado, el fulgor que es el brillo de las cosas, su absoluto enigma y su absoluto mostrarse. La absoluta visión.
         El fuego es la consumación de ese movimiento, de ese sentir al límite, de ese vivir con lo más depurado del ser. El cuerpo es el mundo tal como es realmente, con sus concreciones, con sus imágenes, más allá de los conceptos. El cuerpo es el lirismo del alma, que no consiste en conceptos, sino que late en los miembros. Y el amor es intercambio desesperado, es confianza mutua y acercamiento infinito, es una fiesta. Entonces el erotismo es el espectáculo más glorioso y más visionario, el que más profundamente revela la vida, el que más la enaltece. Y la poesía es una indecencia, un tocar las cosas como cuerpos, un amar con la piel más quintaesenciada, es acercar los ojos desorbitados e indecentes, y dar con la boca cósmica ese beso final, esa indecencia de todo (como diría Georges Bataille), ese erotismo total que se manifiesta en la mística, ese gozo detrás de todas las torturas, esa superación de lo conocido. La boca jugosa, ácida, cavernosa, amplia, del poeta, besa, lame, y no sabe nada de conceptos ni de ciencias, y los ojos son tan prodigiosos como la boca.
          Y la noche del último verso muestra la consumación del secreto de todo, las entrañas de todo, el misterio manifestado completamente, la apasionada libertad. Así Valente lleva al máximo el movimiento de la poesía visionaria, y su intención de callar, de decir sólo lo justo, de dejarse de charlas, de eliminar consignas, de volver a la tribu, al agua. Reduce su vocabulario, raciona las frases, se corta a sí mismo, se acrisola, se llama a sí mismo la atención, se trata a sí mismo como un maestro zen a un discípulo torpe o descarriado. Y por eso nos proporciona visiones escalofriantes. Porque son instantes lo que consigue, fogonazos, un lirismo en el vértice, no grandes construcciones fatuas, no una nueva religión, sólo un fulgor que nos enciende, que nos inunda los ojos.

ESTAR EN GUADALUPE CON SAINT JOHN PERSE

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ

          Un día me gustaría ir a Guadalupe. Estar allí con Saint John Perse. Recitar sus versos: «Infancia, mi amor, ese doble anillo del ojo y la delicia de amar. Hace un tiempo tan sereno y sin embargo tan tibio, un tiempo tan continuo que se antoja muy extraño estar allí, con las manos atadas a la sencillez del día... Infancia, mi amor, no hay más que ceder».
          En sus versos mitificaba su infancia, la hacía mágica. Nació en Guadalupe, en un islote que se llama  Saint Leger des Feuilles. Un tipo que admiró el mundo entero, que ganó  el premio Nobel, nació en un islote minúsculo en el Caribe.
          El museo de Saint John Perse está  en una casa colonial con galerías de madera. Se muestran objetos suyos, recuerdos de infancia, copias de sus poemas, fotografías. Hay retazos del poema Anábasis, que habla de un regreso de la Humanidad no se sabe adónde, la humanidad entera de viaje,  instalando tiendas en el desierto: «O yo rondaba la ciudad de vuestros sueños y detenía sobre los mercados desiertos este puro comercio de mi alma, entre vosotros / invisible y frecuente como un fuego de espinas en mitad del viento. / Potencia, tú cantabas en nuestras carreteras espléndidas... En la delicia de la sal están todas las lanzas del espíritu... Yo avivaré con sal las bocas muertas del deseo». Perse estuvo en China, atravesó Mongolia en un caballo, fue embajador en muchos países.
          Siempre se sintió en exilio, siempre se sintió extranjero. Por eso le atrajo el circo, las caravanas, los pájaros, los extranjeros, los desiertos. Por eso escribe en ‘Exilio’: «El exilio ya no es de ayer, el exilio ya no es de ayer. Oh vestigios, oh premisas. / Dice el Extranjero entre las arenas: toda cosa en el mundo me es nueva. Y el nacer de su canto no le es menos extranjero». Y también: «Mi gloria está en las arenas, mi gloria está en las arenas... Y no es errar, oh Peregrino / sino codiciar el aire más desnudo para regalar a las syrtes del exilio un gran poema nacido de nada, un gran poema hecho de nada».
         Si voy al museo me llegarán los ruidos hirvientes de la calle, se mezclarán con sus versos. Tenemos que ser ligeros como Perse, convertir nuestra vida en un mito. Tenemos que leer los poemas de Elogios que hablan de infancia mitológica, de Casa con mayúscula y de Madres en plural: «Infancia, mi amor, he amado también el atardecer: es la hora de salir. / Nuestras sirvientas han entrado con corolas en los vestidos... y pegadas a las persianas, bajo nuestras trenzas heladas, nosotros hemos / visto como lisas y desnudas se extralimitan al borde de los vestidos. / Nuestras madres descienden perfumadas de hierbas... Sus cuellos hermosos. Ve delante y anuncia: Mi madre es la más bella / Yo oiga ya / las telas almidonadas / que arrastran por las habitaciones un dulce ruido de trueno… ¿Y la Casa? ¿Y la Casa? De ella salimos».
          También se puede visitar la casa donde nació. Avanzaré hacia allí a través de los trazados del puerto. Veré el islote donde nació, San Ligero de las Hojas.
          Miraré el islote más allá de las velas y los barcos de pesca. Me quedaré mucho tiempo contemplándolo. Sentiré cómo se mueven las hojas de las palmeras igual que las personas que pasan. Igual que los versos de Perse. Me diré que hay que santificar las hojas.
          Pasearé por Point a Pitre con los versos de Saint John Perse en la cabeza. En realidad no lo conozco a fondo, pero me basta con unos pocos versos que me han llegado. Entraré en una habitación con mosquiteros de gasa y mi propia piel parecerá de gasa. Me tenderé sobre la cama y crearé  prodigios con mis miembros. Daré vueltas sobre las sábanas sin que me lo ordenen las horas, de esa forma ligera como los versos de Perse.
          Seré igual que los versos de Perse. Parecerá que estoy de paso en un viaje tocando la vida con intensidad. Luego me quedaré en la terraza tomando   ron, con el cuerpo estremecido. Una fanfarria pasará por la calle cantando letras francesas, atravesadas por siglos de brisas del mar.
          Me gusta Perse. Tenía esos versos largos, lo convertía todo en verso.  Me gustaría ir a China con él. Pero lo que más me gustaría sería estar con él cuando tenía doce años y vagaba por Guadalupe y escuchaba los relatos de los marineros. Cuando miraba el islote donde le dijeron que nació y lo transformaba para contárselo a alguien algún día. Quizá presentía lo lejos que llegaría.
          Hay que nacer en un islote para percibir lo ligero que es todo, la distancia que tiene todo. Ya lo dice Perse en Elogios: «Nosotros que moriremos quizás un día digamos al hombre / inmortal en el hogar del instante. / El Usurpador se levanta sobre su silla de marfil. El amante se lava de sus noches».
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